LOUIS ARAGON
JOHN HEARTFIELD Y LA BELLEZA REVOLUCIONARIA (1)ABRIL 1935
Pintar. En 1935, en las calles de París, en carteles que se parecen a los de propaganda electoral, hay miles de cuadros: gatitos, macetas de flores, paisajes, ante los cuales nadie se detiene, después, de pronto, una agrupación: mujeres desnudas, que no por nada me recuerdan a las de los refugios en las trincheras..., y, al lado, en una silla plegable, el pintor. Ciertamente no es aquí donde sigue la historia de la pintura; no es aquí, entre estos lienzos destinados a confusos y problemáticos pisos de soltero, a comedores y trastiendas con falta de arte, donde se juega la partida del espíritu humano cuyos participantes se han llamado Vinci, Poussin, Ingres, Seurat, Cézanne. Sin embargo, después de todo, en los problemas que se plantean estos tristes mendigos de la acera y en los que resuelven el mayor número de pintores que tienen derecho a la crítica, al estrado y a la gloria, ¿hay algo más que una diferencia cuantitativa?
Ya no les martiriza, a los pintores de hoy, esa angustia común a todos los artistas, que Mallarmé llamaba “el blanco desvelo (2) de nuestro lienzo”.
Y son poco numerosos aquellos que podrían incluso oír lo que Picasso me decía un día, hace algunos años: “El gran problema es el espacio entre el cuadro y el marco”. No, la mayoría de ellos no sienten esa ausencia del pensamiento allí donde el cuadro se termina, lo indigno del relleno, el desconcierto del pintor al margen de su tema. Pero en cuanto al “drama del marco”, que algunos han sentido, ¿cuántos han comprendido su verdadero significado? El cuadro, que se le ha escapado a su autor, se integra en un marco por el cual no es habitual que el pintor se preocupe, y sin embargo... Sin embargo, no es indiferente para un artista ver su obra en una plaza pública o en un tocador, en un sótano o a la luz, en un museo o en el rastro. Y, quiérase o no, un cuadro, por ejemplo, tiene márgenes de tela y márgenes sociales, y tus pequeñas chicas modelo, Marie Laurencin, han nacido en un mundo en que el cañón bombardea, tus ninfas sorprendidas en la linde, Paul Chabas, tiemblan en pleno paro, tus fruteros, Georges Braque, ilustran el baile ante el aparador, y así podría dirigirme a todos, de Van Dongen, pintor del Lido, a Dalí, pintor de Guillermos Tell edípicos; de Lucien Simon, con sus pequeñas bretonas, a Marc Chagall y sus rabinos con bucles (3).
A través de generaciones, la angustia pictórica, como la angustia poética, ha tomado formas cambiantes, se ha traducido de mil maneras, desde las preocupaciones religiosas de los prerrafaelitas hasta la obsesión del inconsciente en los surrealistas, desde el misterio de lo real en los pintores holandeses hasta la inquietud del objeto pegado en los cubistas. El problema de la expresión no ha sido el mismo para el joven David o el joven Monet, y sin embargo lo extraordinario es que nunca se haya examinado seriamente, más allá del medio de expresión, el deseo de expresión y la cosa que se expresa.
Este desdén, extraño como una defensa, este rechazo a abordar el fondo del debate, ha alcanzado, a principios del siglo XX —por una especie de lógica que se va acusando al agravarse las condiciones sociales—, por así decirlo, su punto culminante en el mismo momento en que la guerra de 1914 inaugura una era nueva de la humanidad. Digo su punto culminante porque desde entonces, incluso en las manifestaciones extremas de la pintura —Dada, el surrealismo— aparecen signos violentos de una reacción contra esa punta extrema del arte por donde avanza el cubismo. Negación de Dada, intento de síntesis de la negación dadaísta y de la herencia poética de la humanidad en el surrealismo, el arte bajo el tratado de Versalles no tiene más que las apariencias desordenadas de la locura, es el producto alocado de una sociedad en la que se enfrentan fuerzas enemigas e inconciliables.
Por eso hoy lo más preciado quizá sea la enseñanza de un hombre a quien los acontecimientos han colocado en uno de los puntos conflictivos de las fuerzas rivales donde se deja al artista, al individuo, el juego mínimo. Me refiero a John Heartfield, para quien la revolución alemana, después de la guerra, ha puesto en entredicho todo el destino del arte y cuya obra ha sido destruida enteramente por el fascismo en 1933.
John Heartfield es uno de esos hombres que han dudado muy gravemente de la pintura, de los medios técnicos de la pintura. Uno de esos hombres que han tomado conciencia, a comienzos del siglo XX, del carácter efímero en la historia misma de la pintura, de esa pintura al óleo que sólo tiene unos siglos de existencia, y que nos parece “toda” la pintura, y que puede, de un momento a otro, abdicar ante una técnica nueva y más conforme a la vida nueva, a la humanidad de hoy. Es sabido que el cubismo, sobre todo, fue una reacción de los pintores ante la invención de la fotografía. La foto, el cine, volvían para ellos pueril rivalizar en “parecido”. Sacaban de las nuevas adquisiciones mecánicas una idea del arte que para unos iba en contra del naturalismo y para otros conducía a una definición de la realidad. Se ha visto cómo lleva esto a la decoración en Léger, a la abstracción en Mondrian, a la organización de veladas mundanas en la Riviera para Picabia.
Pero hacia el final de la guerra en Alemania, muchos hombres (Grosz, Heartfield, Ernst), con una intención muy diferente de la de los cubistas pegando un periódico o una caja de cerillas en el centro del cuadro, por volver a pisar la realidad, se veían inducidos, en su crítica a la pintura, a emplear esa misma fotografía que lanzaba un desafío a la pintura con fines poéticos nuevos, apartando la fotografía de su sentido de imitación para un uso de expresión. Así nacieron los collages, diferentes de los “papeles pegados” del cubismo, en los que el elemento pegado se mezclaba a veces con el elemento pintado o dibujado, en los que el elemento pegado podía ser tanto una fotografía como un dibujo, un objeto de catálogo, un cliché plástico cualquiera.
Así, frente a la descomposición de las apariencias en el arte moderno, renacía, bajo el aspecto de un simple juego, un gusto nuevo, vivo, por la realidad. Lo que confería fuerza y atractivo a los nuevos collages era esa especie de verosimilitud que tomaba de la figuración de objetos reales, hasta de su fotografía. El artista jugaba con el fuego de la realidad. Volvía a ser dueño de esas apariencias en que la técnica del óleo poco a poco le había hecho perderse y ahogarse. Creaba monstruos modernos, los hacía desfilar a su gusto en un dormitorio, en las montañas suizas, en el fondo del mar. El vértigo del que hablaba Rimbaud se apoderaba de él, “el salón en el fondo de un lago” de la Temporada en el infierno se volvía clima habitual del cuadro (4).
Más allá de ese punto de expresión, de esa libertad del pintor con el mundo real, ¿qué hay? “Eso ha pasado”, dice Rimbaud, “hoy sé saludar la Belleza” (5). ¿Qué quería decir con ello? Podemos hablar durante largo tiempo aún. Los hombres de los que hablamos han tenido destinos diversos.
Max Ernst pone su honra todavía hoy en no haber salido de ese decorado lacustre en que, con toda la imaginación que se quiera, combina hasta el infinito los elementos de una poesía que tiene su fin en sí misma. Es sabido lo que ha ocurrido con George Grosz. Hoy enfocaremos más concretamente el destino de John Heartfield, de quien la AEAR (6) presenta en la Casa de la Cultura una exposición que induce a soñar y a cerrar los puños.
John Heartfield “sabe hoy saludar la belleza”. Cuando jugaba con el fuego de las apariencias, en la realidad se prendió fuego alrededor de él. En nuestro país de ignorantes, casi no se sabe que hubo soviets en Alemania. Se conoce muy poco la magnífica, la espléndida conmoción de la realidad que fueron esos días de noviembre de 1918 en que el pueblo alemán, y no el ejército francés, puso fin a la guerra en Hamburgo, en Dresde, en Múnich, en Berlín. ¡Ah, se estaba entonces ante el débil milagro que es un salón al fondo de un lago, cuando sobre las ametralladoras los grandes marineros rubios del mar del Norte y del Báltico recorrían las calles con banderas rojas! Después los hombres-de-traje de París y de Potsdam se entendieron, Clemenceau entregó al socialdemócrata Noske las ametralladoras que equiparon a los grupos de los futuros hitlerianos. Karl y Rosa cayeron (7). Los generales se volvieron a encerar el bigote. La paz social florece, negra, roja y oro, sobre los cadáveres abiertos de la clase obrera.
John Heartfield ya no jugaba. Los trozos de fotografía que se agenciaba antes por el placer del estupor, en sus manos se habían puesto a significar. Muy rápidamente, a la prohibición poética había sucedido la prohibición social, o, más exactamente, bajo la presión de los acontecimientos, en la lucha en que el artista se encontraba atrapado, las dos prohibiciones se habían superpuesto: no había más poesía que la Revolución. Años ardientes en que la Revolución derrotada aquí, allí triunfante, surge del mismo modo en la punta última del arte, en Rusia, Mayakovski, en Alemania, Heartfield (8). Y estos dos ejemplos, bajo la dictadura del capital, partido además incomprensible para la poesía, la forma última del arte para algunos, desembocan en la muestra contemporánea más brillante de lo que puede ser el arte para las masas, esa cosa magnífica e incomprensiblemente criticada.
Como Mayakovski declamando por el megáfono sus poemas para diez mil personas, como Mayakovski, cuya voz rueda desde el océano Pacífico hasta el mar Negro, desde los bosques de Carelia hasta los desiertos de Asia central, el pensamiento y el arte de John Heartfield han conocido la gloria y la grandeza de ser el cuchillo que entra en todos los corazones. Se sabe que fue a partir de un cóctel que Heartfield hizo para el Partido Comunista Alemán por lo que el proletariado de Alemania adoptó el gesto de “Frente rojo” (9) con el que los dockers de Noruega saludaron el paso del Cheliúskin (10), con el que París acompañó a los muertos del 9 de febrero y con el que ayer en México en el cine veía yo que la muchedumbre rodeaba la imagen gamada de Hitler. Una de las preocupaciones constantes de John Heartfield es exponer, junto a los originales de sus fotomontajes, las páginas de la AIZ, el diario ilustrado alemán donde están reproducidos, porque, dice, hay que enseñar cómo esos fotomontajes penetran en las masas.
Por eso mismo, todo el tiempo de la “democracia” alemana, bajo la Constitución de
Weimar, la burguesía alemana ha demandado ante los tribunales a John Heartfield. Y no sólo una vez. Por un cartel, una cubierta de libro, por falta de respeto a la cruz de hierro o a Emil Ludwig...(11). Cuando ha liquidado la “democracia”, su fascismo ha hecho algo más que demandar: los nazis han destruido veinte años de trabajo de John Heartfield.
Durante su exilio en Praga, también lo han perseguido. A petición de la Embajada alemana, la policía checoslovaca ha hecho clausurar la misma exposición que hoy está en las paredes de la Casa de la Cultura de París, que es todo lo que el artista ha hecho tras la subida al poder de Hitler, y donde ya se reconocen imágenes clásicas, como el admirable seguimiento del proceso de Leipzig, del que no podrán prescindir los manuales de historia del futuro cuando cuenten la epopeya de Dimitrov (12). Hablando con los escritores soviéticos, Dimitrov se asombraba recientemente de que la literatura no hubiese ni estudiado ni utilizado “ese formidable capital de pensamiento y práctica revolucionaria” que es el proceso de Leipzig. Entre los pintores, al menos a Heartfield, modelo y prototipo del artista antifascista, ese reproche no le afecta. Desde Los Castigos y Napoleón el Pequeño (13), ningún poeta había tocado las alturas en que está Heartfield frente a Hitler. Porque tanto en la pintura como en el dibujo faltan precedentes, a pesar de Goya, Wirtz y Daumier.
John Heartfield “sabe hoy saludar la belleza”. Sabe crear imágenes que son la belleza misma de nuestro tiempo, porque son el grito mismo de las masas, la traducción de la lucha de las masas contra el verdugo marrón con la tráquea de monedas de dos reales. Sabe crear imágenes reales de nuestra vida y de nuestra lucha, desgarradoras y sobrecogedoras para millones de hombres, y que son una parte de esa vida y de esa lucha. Su arte es un arte de acuerdo con Lenin, porque es un arma en la lucha revolucionaria del proletariado. John Heartfield “sabe hoy saludar la belleza”. Porque habla para la inmensa multitud de los oprimidos del mundo entero, y ello sin rebajar ni un instante su magnífico tono de voz, sin humillar a la poesía majestuosa de su imaginación colosal. Sin disminuir la calidad de su trabajo. Maestro de una técnica que ha inventado plenamente, nunca comedido en la expresión de su pensamiento, con todos los aspectos del mundo real en la paleta, mezclando a su gusto las apariencias, no tiene otra guía que la dialéctica materialista, la realidad del movimiento histórico, que traduce en blanco y negro con la rabia del combate.
John Heartfield “sabe hoy saludar la belleza”. Y si el visitante que recorre hoy la exposición de la Casa de la Cultura encuentra en los fotomontajes de los últimos años, en ese von Schacht (14) con un falso cuello gigantesco, en esa vaca que se corta a sí misma con un cuchillo, en el diálogo antisemita de dos aves zancudas, la sombra antigua de Dada, si se detiene ante la paloma empalada en una bayoneta delante del palacio de la SND [Société des Nations], ante el árbol de Navidad nazi cuyas ramas se retuercen en cruz gamada, la herencia Dada no es la única que encontrará, sino la de la pintura de todos los siglos. Hay bodegones en Heartfield, como ese en que una balanza se inclina bajo el peso de un revólver, o la cartera de von Papen (15), como ese andamiaje de cartas hitlerianas, que me recuerdan indefectiblemente a Chardin.
Con ellos, simplemente, mediante las tijeras y el bote de pegamento, el artista ha sobrepasado en éxito lo mejor de lo que había intentado el arte moderno con los cubistas, en el camino perdido del misterio en lo cotidiano. Simples objetos, como antaño con Cézanne las manzanas, y con Picasso la guitarra. Pero aquí hay, además, sentido, y el sentido no ha desfigurado la realidad.
John Heartfield “sabe hoy saludar la belleza”.
Publicación original en francés: Louis Aragon, “John Heartfi eld et la beauté révolutionnaire,” Commune, nº 20 (abril 1935), pp. 985-991. Se reproduce aquí, con permiso y con cambios menores, el texto “John Heartfield y la belleza revolucionaria”, en Louis Aragon, Los collages (trad. Pilar Andrade). Madrid: Editorial Síntesis, 2001, pp. 61-69. Las notas se han tomado (traducidas) de “John Heartfield and Revolutionary Beauty”, en Christopher Phillips (ed.), Photography in the Modern Era: European Documents and Critical Writings, 1913-1940. Nueva York: The Metropolitan Museum of Art; Aperture, 1989, pp. 60-67.
1 Conferencia pronunciada el 2 de mayo en la Maison de la Culture de París.
2 Souci es tanto “desvelo” como “caléndula” [N del T.].
3 Marie Laurencin (1883-1956) pintó retratos líricos y decorativos. Paul Chabas (1869-1937) fue un pintor académico de retratos y desnudos. Lucien Simon (1861-1945) fue un pintor e ilustrador francés conocido por sus retratos y escenas de género.
4 En la década de 1870 el poeta Rimbaud abogó por la alucinación y la alteración sistemática de los sentidos como métodos para lograr la renovación de las imágenes poéticas. [“Je m’habituai à l’hallucination simple: je voyais […] un salon au fond d’un lac” (Me acostumbré a la simple alucinación. Veía un salón en el fondo de un lago). Arthur Rimbaud, Une saison e enfer, Délires II, Alchimie du Verbe, N. del Ed.].
5 Hace referencia a una frase de Rimbaud en Une saison en enfer (1873). [“Cela c’est passé. Je sais
aujourd´hui saluer la beauté”, ibíd., N. del Ed.].
6 Association des Écrivains et Artistas Révolutionnaires, filial francesa de la Unión Internacional de Escritores Revolucionarios. Fundada en París en 1932 [N. del Ed.].
7 Gustav Noske (1868-1946) fue el ministro del Interior alemán responsable de la sangrienta represión de la insurrección espartaquista en Berlín en 1919. Kart Liebknecht y Rosa Luxemburgo, los líderes del grupo
espartaquista revolucionario, fueron detenidos y ejecutados tras un juicio sumario. [Georges Clemenceau (1841-1929) era el primer ministro francés entre 1917 y 1920, N. del Ed.].
8 Vladímir Mayakovski (1893-1930) fue un poeta ruso y una figura prominente de la vanguardia soviética.
9 El 6 de febrero de 1934, los grupos de derecha se manifestaron en el centro de París, y el 9 y 12 de febrero los partidos de la izquierda organizaron grandes contra-manifestaciones. Estos acontecimientos movilizaron y unificaron a la izquierda, llevando finalmente a la formación del Frente Popular.
10 Este barco soviético quedaría atrapado entre el hielo en el Mar del Norte, hasta acabar hundiéndose el 13 de febrero de 1934 [N. del Ed.].
11 Emil Ludwig (1881-1948) fue un prolífico escritor alemán, autor de biografías populares de grandes hombres como Napoleón, Bismarck o el Káiser Guillermo II.
12 Georgi Dimitrov (1882-1949), comunista búlgaro, estuvo entre los acusados de responsabilidad por el incendio del Reichstag de Berlín en 1933. Fue llevado a juicio en Leipzig, en el otoño de ese año. Su enérgica defensa de sí mismo y de sus compañeros acusados de los cargos presentados por dirigentes nazis como Goebbels y Göring atrajo la atención internacional.
13 En diciembre de 1851, tras el golpe de estado de Luis Napoleón, el poeta francés Víctor Hugo comenzó su exilio político en Bruselas. En 1852 publicó Napoleón le Petit, un folleto que despellejaba al aspirante a emperador. En 1853 sacó una colección de poemas mordaz y sarcástica, Les Châtiments [Los castigos], como respuesta a la proclamación del Segundo Imperio por Luis Napoleón.
14 Hjalmar Schacht (1877-1970), financiero alemán, fue presidente del Reichsbank bajo Hitler, 1933-1939.
15 Franz von Papen (1879-1969), diplomático alemán y político conservador, fue canciller de Alemania en el año previo al nombramiento de Hitler a ese puesto en 1933.
Fuente: Fotomontaje de entreguerras (1918-1939). Fundación Juan March