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"MODERNISMO", TEXTO DEL FILÓSOFO SOVIÉTICO MIJAIL LIFSCHITZ, EN EL 41 ANIVERSARIO DE SU MUERTE

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Mijaíl Aleksándrovich Lifschitz, (23 de julio de 1905, Melitópol - 20 de septiembre de 1983, Moscú) fue un filósofo marxista nacido en la antigua Unión Soviética, conocido sobre todo por sus análisis en el campo de la estética. A lo largo de sus escritos se percibe el compromiso con la revolución socialista a pesar de la naturaleza de su trabajo, pues se trataba de investigar en una rama de la filosofía no tan explorada por los manuales de filosofía soviéticos. Él demuestra en sus escritos la importancia del análisis del arte para la transformación del mundo, y la necesidad de crear ideas estéticas contrarias a la ideología dominante, pues cree firmemente que la batalla de las ideas -en este caso en el campo de la estética, o lo que Hegel llamó “Filosofía del arte”- es necesaria como parte de la educación de las masas y, por lo tanto, requisito para enseñarle a estas una nueva forma de ver el mundo.

El presente texto forma parte de la colección “Textos Libres” de Ediciones Edithor. “Textos Libres” es una serie de escritos que se colocan a libre disposición para su lectura y difusión.

El artículo “Modernismo” (Modernizm) se publicó por vez primera en la Gran Enciclopedia Soviética, 1974, t. 16, p. 402404.

Traducido directamente del ruso por Víctor Antonio Carrión

El presente artículo publicado en la Gran Enciclopedia Soviética en 1974, es la versión corta de “Modernismo en el arte”, este último apareció por primera vez el tomo III de las Obras Escogidas de Mij. Lifschitz (Moscú, 1988). El texto “Modernismo en el arte” fue incluido por EDITHOR en la compilación “El arte y la ideología”

Modernismo*

Mijaíl Alexandrovich Lifschitz

Modernismo (tendencia del arte)

Modernismo (franc. modernisme, de moderne: lo novel, lo contemporáneo), principal corriente del arte burgués de la época de su decadencia. Los primeros rasgos del inicio de la caída de la cultura artística en los países capitalistas más desarrollados fue la reiteración académica y de salón de estilos pasados, en particular la herencia del Rennaissance, que se transformó en una forma escolar de Perogrullo. Tales epígonos son visibles en el arte de mediados y de la 2da. mitad del siglo XIX. Sin embargo, en pos de la impotente reiteración de las formas tradicionales tuvo lugar la negación militante de las tradiciones; fenómeno análogo a las nuevas tendencias en la política y filosofía burguesa. En lugar de la moral mezquina se encuentra el amoralismo decadente, en lugar de los ideales estéticos estériles extraídos de la cultura artística de la Antigüedad y el Renacimiento, está la estética de la fealdad. La fe previa en las “verdades sempiternas” de la civilización clasista mudó en las ilusiones inversas de la falsa consciencia; el relativismo según el cual la verdad vale igual que la opinión, la “vivencia”, la “situación” existencial. Y en el mundo histórico, toda época y cultura tienen su propia “alma” irrepetible, su “visión” propia, “sueño colectivo”, su estilo cerrado que no se liga de modo alguno con el desarrollo artístico general, con otros estilos, igual de valiosos y simples pares. El modernismo se constituyó históricamente bajo el signo de la revuelta contra los valores supremos de la época clásica, contra las formas bellas y la representación real en el arte, finalmente, contra el propio arte. Esta negación abstracta es el principio más general de la denominada “vanguardia”. En palabras del teórico del modernismo, el filósofo español Ortega y Gasset, el nuevo arte “es puras negaciones de lo viejo”. Se puede valorar de modos muy diversos este movimiento, pero es universalmente reconocida la existencia de un límite determinado que separa los nuevos criterios sobre la tarea del artista del sistema tradicional de creación artística. Discutir únicamente sobre donde pasa este límite, en los años 6080 del siglo XIX, es decir, en la época del decadentismo francés, o después, en la época del cubismo (1907-14), la literatura de la corriente modernista valora este límite como la más grande “revolución en el arte”. La literatura marxista, por el contrario, ya a fines del siglo XIX (P. Lafargue, F. Mehring, G.V. Plejánov) adoptó una posición negativa en relación al modernismo, considerándolo como una forma de descomposición de la cultura burguesa.

Al parecer esta valoración contradice dos hechos. Primero, los fundadores del modernismo en el siglo XIX fueron poetas y pintores de gran talento que crearon obras capaces de influenciar poderosamente el intelecto y la sensibilidad de los contemporáneos, a despecho de que en su actividad creadora estuvieron presentes muchos rasgos mórbidos. Basta recordar a C. Baudelaire en poesía, van Gogh en pintura. Existe una enorme diferencia entre su peculiar arte, que pareciera estar colgando sobre un abismo, y esas consecuencias posibles de las que estaban preñados sus descubrimientos. Estas consecuencias fueron la conclusión necesaria, aunque absurda, de un principio alguna vez aceptado. Cada generación de artistas de nuevo tipo se desprendió de sus continuadores. No obstante, sobre el suelo del modernismo actuó ineludiblemente la lógica de la destrucción del arte. El valor de las obras artísticas creadas por las escuelas modernistas se encuentra en relación inversa a la distancia del inicio de este proceso. Naturalmente, el proceso de decadencia es en sí portador de un carácter desigual.

Segundo, la valoración del modernismo como fenómeno de la ideología burguesa decadente contradice, a primera vista, su tono antiburgués. Ya a mediados del siglo XIX, las primeras demostraciones del espíritu innovador modernista fueron portadoras de expresiones de carácter claramente anárquico. Estas suscitaron la ira de la mezquindad cultural como un atentado a su hogar doméstico. Los poetas decadentes y fundadores de las tendencias nuevas en pintura fueron revoltosos indigentes o, por lo menos, outsiders solitarios, como el pensador más influyente de esta tendencia, F. Nietzsche. Pero la situación cambió de década en década y la práctica contemporánea de la vanguardia “modernista” se estableció con firmeza en el modo de vida económico y cultural del capitalismo. A mediados del siglo XX la máquina de especulación y publicidad sometió a la vida artística de los países capitalistas. El juego de la promoción de las escuelas de moda que se cambian una por otra confluye con los elementos febriles del capitalismo contemporáneo. La publicidad masiva crea falsas necesidades, la demanda artificial de espectros sociales cuya posesión, a menudo completamente nominal (dígase, la posesión de una trinchera cavada por un artista de la corriente “terrena” en el desierto de Nevada), viene a ser insignia de riqueza. Paradójicamente, el carácter revoltoso del modernismo crece en todo esto, por ejemplo en el “antiarte” de los años 1960 ligado con el movimiento de las “nuevas izquierdas”. El meollo del asunto está en que la ideología burguesa contemporánea no pudo mantener su dominio sobre las mentes sin un amplío desarrollo interno del anarquismo espiritual que le es inherente como arista inversa de su sistema tradicional de normas sociales. El carácter antiburgués de las tendencias modernistas da testimonio acerca de la crisis de este sistema, pero, según confesión de teóricos de la “vanguardia” como H. Marcuse, toda esta revuelta en el arte se “íntegra” sin dificultades particulares en el sistema dominante.

Y, pese a todo, el modernismo no es la simple creación de la propaganda y economía capitalistas. Este fenómeno tiene raíces profundas en la psicología social de la época del imperialismo. Los primeros rasgos del viraje al modernismo coincidieron, y no al azar, con el inicio de la “era de las revoluciones desde arriba” (F. Engels), es decir, el cesarismo de Napoleón III y Bismarck. A menores salidas para la iniciativa libre de las personas, más se acumula en la sociedad esa energía de masas que no encuentra descarga, y mayor es la necesidad de distintas formas de “respiradero” y “compensación”. La teorías estéticas contemporáneas que explican por ésta necesidad la importancia del arte en general son insostenibles, pero ellas son parcialmente aplicables a las tendencias modernistas en las que la libertad ilusoria del artista quiebra las formas reales del mundo que nos rodea en nombre de su voluntad creadora siendo en realidad una “compensación” psicológica por una personalidad plenamente abúlica, agobiada por las gigantescas fuerzas enajenantes de la economía y Estado capitalistas.

El destino del arte expresa la profunda contradicción de la civilización burguesa contemporánea; el predominio de una enorme masa de trabajo muerto, abstracto, sobre el mundo de los valores de uso concretos y el trabajo cualitativamente diferente de las personas, el arte entrañable de épocas pasadas. A medida que declina la productividad creativa de épocas pasadas, el artista sufre más y más de una sobrecarga de conocimientos muertos, de formas consumadas. De allí la búsqueda de los formalmente nuevo, de pasiones mórbidas ante la reiteración de lo que ya fue, el culto abstracto a lo “contemporáneo” y el desconocimiento de la historia pasada del arte. El modernismo es una psicotécnica particular por medio de la cual el artista se esfuerza por superar las consecuencias de la necrosis de la cultura al encerrarse en las fronteras de su profesión. Él ve el sentido principal de la actividad artística no en la transformación del mundo que le rodea en nombre del ideal social, sino en la transformación del modo de representación o modo de “visión” del mundo (“nueva óptica” de los hermanos Goncourt). “En un futuro no muy lejano, las zanahorias bien escritas producirán la revolución”, dijo el pintor Claude en la novela de E. Zola “La obra”. Así inició una serie de experimentos formales, con cuya ayuda el artista espera someter a su voluntad el torrente de la “contemporaneidad” monstruosa, y allí, donde esto ya no llega a ser posible, la reconciliación del arte con la vida se logra por la negación de todos los signos del ser real hasta la negación de la plástica en general (arte abstracto), la negación de la propia función del arte como espejo del mundo (“popart”, “opart”, mini art, bodyart , etc.). La consciencia abdica de sí misma y brega por volver al mundo de las cosas, la materia no pensante. De allí los dos rasgos de todo modernismo: hipetrofia de la voluntad subjetiva del artista en lucha contra la realidad que le es hostil y caída de las fronteras ideales del sujeto bajo el empuje del curso sin sentido de las cosas. Tendencias en las que en lugar de la acuarela aparece la arena, cemento, brea y luego también los objetos reales como tal. En la poesía la palabra pierde su importancia de pantalla para la transmisión del contenido espiritual adquiriendo el valor de hecho material, influencia sonora. En música, se aparta la diferencia entre el tono musical y el ruido cotidiano de la vida.

El rol social de la “vanguardia” crece en plena contradicción con el valor auténticamente artístico de su creación. El arte modernista en calidad de respiradero le da una especie de salida ilusoria a la energía espiritual social agobiada. La oposición de “vanguardia” y “cultura de masas” de la mayoría es provechosa para la clase dominante como uno de los medios para dividir la nación. La demagogia social de la época del imperialismo logra algo que es un triunfo importante para incitar el odio de las
masas ignorantes hacia los intelectuales abstrusos que amenazan el espíritu saludable del pueblo. El vanguardismo que destaca en primer plano la arista negativa, anárquica, de la consciencia burguesa, tiene dos caras. De una parte, están las tendencias ultraizquierdistas en el arte y la filosofía, de otra, el “radicalismo de derecha” que pasa a ser centurionegrismo abierto.

* “Modernismo” (Modernizm) se traduce según la versión de primera publicación: Gran Enciclopedia Soviética, 1974, t. 16, p. 402404. ( N. del trad.) 

Fuente: Edithor


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