El producto final obtenido del proyecto de La Marsellesa (La Marseillaise, 1938) es un resultado directo de los aciertos y los fracasos contenidos en su génesis, pues por una parte Renoir pretendía realizar un film que se moviese en un trasunto puramente ideológico que hablase de la situación que en Europa —y más concretamente en Francia— se estaba viviendo en aquellos convulsos años —la necesidad de asegurar la paz a través de las armas para defender los valores devenidos de la Revolución francesa contra la amenaza fascista—, sorteando al mismo tiempo una censura que no permitiría que se quebrase la Paz de Múnich, y por otra el hecho de que la película pretendiera autofinanciarse a través de suscripciones públicas promovidas por la CGT —sindicato del Partido Comunista Francés— a beneficio de Ciné-liberté —cooperativa obrera que ya había producido La vie est à nous—, hecho que no llegó a cuajar y que impidió la contratación de grandes estrellas —como Maurice Chevalier o, de nuevo, Erich von Stroheim y Jean Gabin—, lo que hace variar el proyecto inicial hacia unos derroteros más populares que otorgarían carácter iniciático a esta producción.
Pero si por algo habría que considerar a este film como una de las grandes películas —no sólo de la década en cuestión, sino de la Historia del Cine en general— es por su extraordinaria capacidad para transmitir toda la emoción que contiene el himno francés, una canción que es más que una canción: es la historia musicalizada de una de las mayores —y mejores— aventuras que puede vivir el ser humano, una gesta que trasciende los límites individuales, una llamada a la inmortalidad, la consciencia de ser protagonista de una proeza realizada por un ejército de héroes de condición igualitaria, por lo que, trascendiendo su dimensión nacional, se ha convertido en todo un himno contra cualquier tipo de tiranía u opresión. De esta manera Renoir obtuvo un fresco popular, un tableau vivant—hagamos así honor al galicismo— formado por individuos anónimos en su humilde origen —el argumento no descansa, como en la mayoría de las ocasiones, en personajes de sobra conocidos, como Danton, Robestierre o Marat— que viajan a pie desde la Francia meridional hasta París para defender la legalidad revolucionaria —mientras el propio himno les acompaña como un personaje más, creciendo con ellos en presencia y personalidad hasta conseguir su verdadero papel, su auténtica dimensión— y que, después del asalto al palacio donde se guarece Luis XVI —Pierre Renoir—, prosiguen su agónico e interminable periplo hasta la frontera para combatir allí contra los enemigos de la patria. Un mensaje este último que caería en saco roto, que no lograría movilizar contra la amenaza del fascismo, corroborando el fracaso de su discurso y el del propio Frente Popular, pero que seguramente serviría de acicate en el recuerdo cuando, en los últimos estertores de la Segunda Guerra Mundial, azuzara la entereza de millones de resistentes para prolongar el último esfuerzo.
Fuente: Miradas de cine
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