Una tarde bajo la bandera roja
Julio Antonio Mella
A tres millas de la ciudad, el Vatslaw Vorovsky, anclado, espera el momento de recibir el azúcar que han hecho los proletarios de las tierras de Cuba; para los hombres libres de Rusia. Cada sovietista que endulce su café, suspirará con amargor por los que hicieron ese azúcar, y que no pueden, como él, vivir en una república de obreros libres. Esta es la obsesión dolorosa, pero llena de esperanzas, de los leninistas. No gozan su Revolución íntegramente, porque saben que esta no será de veras hasta que todos los parias del mundo no se liberten del yugo capitalista.
Una lancha nos lleva al primer barco soviet que surca las aguas de Cuba. Nada parece indicar que sea distinto a los otros barcos que están anclados junto al Vorovsky, molestos y asombrados de la compañía insultante de una bandera, que oficialmente desconocen; pero que temen en el secreto de los Consejos de Ministros, porque es la bandera, no de un pueblo, sino de toda la clase proletaria del Universo.
Pensamos sufrir una decepción. El bote motor llega a la escala, y nadie se mueve. Subimos, y casi todos permanecen afanosos en su trabajo. Nada, como no fuese la bandera roja enarbolada en la popa, que atraía nuestras miradas, sin explicarnos la causa, indica que sea un barco distinto a los otros. Un marinero se acerca y nos interroga en español, otro en inglés. Contestamos sacando del bolsillo el carnet de la Agrupación Comunista de La Habana, donde está impresa la enseña internacional: la hoz y el martillo, sobre un sol que nace y rodeados por espigas de trigo: la representación del proletariado de las ciudades y de los campos, unidos fraternalmente para la consecución del pan material y espiritual. Aquella simple palabra, comunista, que en otro lugar hubiera causado la risa o el temor igualmente imbéciles, fue allí no menos jubilosa que la palabra de Rodrigo de Triana frente a Guannahani: ¡Tierra! Nunca nos habíamos visto, pero como antiguos amigos, que se viesen después de una larga ausencia, nos abrazamos fraternalmente. Ellos nos esperaban. Saben muy bien que no hay rincón en la tierra, aunque este sea Cuba, a seis horas del nido plutórico mayor del mundo, que no tenga cruzados del nuevo ideal de la humanidad.
Toda labor cesó. Inmediatamente fuimos rodeados por la tripulación y acosados a preguntas por los marinos que conocían el inglés y el español. Después, los representantes de las colectividades obreras fuimos trasladados al “Rincón de Lenin”.
Todo barco, toda fábrica, toda finca, toda compañía, tiene el “Rincón de Lenin”. No se puede decir que sea un club como los que existen en algunas colectividades americanas.
El “Rincón de Lenin” es la escuela, es la biblioteca, es el centro de discusiones, es el lugar de esparcimiento de todo grupo de rusos, guiados por las células comunistas. En el “Rincón de Lenin” del Vorovsky hay una mesa central con un tapete rojo, asientos alrededor; en una esquina, un armario con libros y revistas, y por las paredes retratos de Lenin, de Marx, de Vorovsky, el Mártir de Lausana, banderas rojas de seda y oro regaladas por el proletariado uruguayo, y retrato de los teams de football de la nave rusa. En otra parte está el periódico del barco, ilustrado y escrito por los propios marinos.
Sobre la mesa hay un álbum confeccionado por los sovietistas. Una de las páginas tiene una crítica dura y chistosa “al marinero de tipo antiguo que se emborrachaba en los puertos”.
Hay dos marinos, muy bien dibujados, haciendo “eses” a la salida de un café. En el cuadro siguiente están a bordo y no pueden trabajar con la soltura y el fervor necesario en una sociedad comunista. Los otros compañeros, que en la noche anterior habían estado conversando y estudiando, cogen a los dos juerguistas, le dan una “tunda”, como a un niño, y los ponen en la cama a dormir. Allí sueñan con la “noche alegre, y con el castigo impuesto, diciendo, en sus sueños, no beber más nunca para poder hacer el buen trabajo que es un gran placer”.
En aquel “Rincón” vivimos unas horas inolvidables. Nos pusimos en contacto con hombres que parecen distintos a los otros. Allí hablamos de alta política internacional, de materias económicas, de literatura. El caso de China, el Plan Dawes, la Huelga de los mineros ingleses, la producción de azúcar y tabaco, el número de obreros agremiados en Cuba, salarios, riquezas, Gorki, Andreiev, del nuevo arte popular en Rusia, y de la Revolución Mundial.
Un compañero obrero cubano, que prestaba atención a varias de las traducciones, nos preguntó si el que hablaba era uno de los oficiales de la nave. Nada los diferenciaba; pues todos estaban con su overall de trabajo o vestidos de paisano. El que hablaba de esta manera era uno de los maquinistas que trataba de política como no lo saben hacer muchos senadores de la República.
Era cosa natural esos conocimientos. El tovarich (compañero) era del grupo comunista de la nave. En Rusia, dicen los marinos, el Partido está depurándose, culturiza a los que ya tiene dentro, y expulsa a los incorregibles. Estos son los temidos bolcheviques, que no pueden desembarcar en La Habana por el temor y la ignorancia de los gobernantes. Todos están completamente rasurados, menos un alemán, que ostenta un pequeño bigote; por lo común son altos, atléticos, rubios y de ojos azules o verdes.
Fuimos invitados a comer. En la mesa, de limpio mantel, tomamos asiento varios marineros, el capitán, el maquinista y los visitantes. Con elegancia y cortesía, muy naturales, los rusos nos sirvieron una buena comida en la vajilla blanca de porcelana con la hoz y el martillo, y la eterna frase: «Proletarios de todos los países, uníos», que es la incitación constante a la Revolución Mundial. Se puede decir que hasta en la sopa esos héroes encuentran su destino futuro marcado: la ayuda a la Revolución Mundial.
Al final de la comida, el Capitán, que habla inglés y francés perfectamente, dijo con sincero dolor: “Diga todo lo que usted ha visto, y que no es cierto, como ha dicho un periódico, que yo viajo con mi esposa y una amante. Los burgueses todavía, tienen el error que Marx señalaba en 1848. Consideran a la mujer como una propiedad, y, al oír que se han socializado todas las propiedades, se figuran, de veras, que las esposas se han socializado. En Rusia, el matrimonio no se diferencia de los demás países sino en que no es un yugo eterno, y a disgusto, y que tiene por origen el amor, y no el interés económico”. Sonrió recordando las estúpidas calumnias levantadas a los sovietistas por la ignorancia y la mala fe de los burgueses, mientras las dos compañeras de la nave, parientes de uno de los tripulantes, se dedicaban a la obra de quitar la mesa.
Para despedirnos los rusos reunieron su orquesta de cuerdas. El “Himno de la Revolución”, la “Marcha de Moscou”, y varios cantos populares nos dejaron ensimismados comparando la enorme diferencia entre el obrero de la República Socialista Soviética y los de las repúblicas burguesas. Aquel es culto, fraternal, artista, héroe; este es ignorante, huraño, con la vanidad de su incultura, y cobarde en la lucha social. Esta es la regla, que tiene sus excepciones. Aquella música nos transportó a la Rusia Roja, y supimos de las heroicidades de estos hombres, de la nueva vida que están creando, de la sangre que derramaron por un ideal generoso, de los sufrimientos ocasionados por los veinte ejércitos de capitalistas y traidores que la han invadido desde 1918 y de la tristeza de esos bravos que no han podido hacer su Revolución Mundial.
El camarada Vatker, héroe de la revolución y el compañero Kunt, ex anarquista convertido al comunismo después de 1918, nos acompañaron hasta la escalinata, mientras el resto de la tripulación entonaba, siguiendo la música de la Orquesta, La Internacional. Ese himno de todos los oprimidos nos hizo sentirnos más compenetrados con nuestros hermanos de ideales. No pudimos contener nuestro entusiasmo, y puestos de pie, rígidos, la mirada en el horizonte de nuestro país no libertado todavía del capitalismo, entonamos en español, y en territorio ruso, La Internacional, mientras los tovarich la cantaban en su propio idioma con un vigor y una cadencia tales que jamás olvidaremos. Hermanos por el ideal revolucionario, lo fuimos una vez más por el arte. A través de la música de todos los rebeldes, del himno triunfal de los proletarios, se abrazaron las almas de aquellos marinos, héroes casi todos de la Revolución Roja, y la de todos los proletarios cubanos, que albergan en su pecho la misma fe en el Ideal.
Cuando bajamos la escalinata para tomar la lancha que nos conduciría a tierras cubanas los vivas al obrero de Cuba y de Rusia y del Mundo, lanzados en español, en inglés y en ruso, fueron como el epílogo de aquellas horas pasadas entre los hombres de una época que aún está muy lejana para Cuba.
Los faroles se agitaban desde la borda del Vorovsky por las manos de los camaradas comunistas como despedida postrera y fraternal. Llegábamos a Cárdenas, y la luz roja del barco sovietista ya era apenas un punto perceptible en el horizonte negro de la noche lluviosa. Se había ido achicando poco a poco. Así las horas imborrables, pasadas entre los únicos obreros libres del mundo, fueron siendo cada vez más un recuerdo menos intenso en nuestra conciencia, hasta solo ser hoy, un pequeño punto rojo que jamás se borrará y que es un acicate para grandes acciones libertadoras en favor del proletariado.
Publicado por vez primera: Lucha de clases, La Habana, 16 de agosto de 1925.
Fuente de la transcripción:"Una tarde bajo la bandera roja por Julio Antonio Mella". El Sudamericano, enero 1, 2022. https://elsudamericano.wordpress.com/2022/01/01/una-tarde-bajo-la-bandera-roja-por-julio-antonio-mella/ (Descargado el 3 de enero de 2022).
Esta edición: Marxists Internet Archive, 3 de enero de 2022.