Andrea Camilleri (Porto Empedocle, 1925-Roma, 2019) nunca tuvo la menor intención de prepararse para este momento. Disponía de planes, libros en marcha. La voz de contratenor dictaba a diario a Valentina, su asistente, para seguir edificando su prolífica obra. Había nuevas ideas, volvía a menudo a la reescritura de párrafos enteros de viejas novelas que guardaba en el cajón. En la mano, el cigarrillo que le acompañó siempre (hasta que Philip Morris finiquitó la maldita producción y tuvo que cambiar de marca). Y sobre los ojos, que fueron apagándose lentamente en los últimos años, siempre unas gafas enormes con unos cristales que le permitían descifrar algo de luz y formas en su ceguera consumada ya por el glaucoma. “La oscuridad no se puede combatir. No hay nada que hacer. Hay que agarrarse a la memoria, repasar”, lamentaba en su apartamento del barrio de Prati hace dos años en una entrevista con EL PAÍS. A partir de ahora, será la memoria y sus personajes quienes se agarren a él para siempre.
Camilleri murió este miércoles en el hospital Santo Spirito de Roma, donde llevaba ingresado 25 días a causa de un paro cardíaco. Dos semanas antes, una caída en casa le partió el fémur y liquidó la parte sustancial del humor que le permitía seguir adelante siempre sin mirar atrás. Padre del comisario Montalbano (lo llamó así por su amistad con Manuel Vázquez Montalbán y su obra sobre Pepe Carvalho), autor de un centenar de obras, guionista televisivo y dramaturgo (le ilusionaba ver el estreno de una de sus obras este julio en las Termas de Caracalla), devolvió la ilusión a cientos de miles de lectores cada verano, cuando solía publicar sus libros. El último, este año, El cocinero de Alcyon [En España están pendientes de publicación cuatro libros de Montalbano, incluido el que cerrará la serie].
Camilleri fue un escritor de vocación tardía, casi por descarte. En 1954 intentó entrar como funcionario en la RAI (ahora vivía justo al lado de aquellos estudios), pero no fue seleccionado por sus inclinaciones comunistas. Lo logró años más tarde y en 1978 —con 53— debutó en el mundo editorial con su novela El curso de las cosas. En la década de los ochenta publicó dos obras más, sin demasiada repercusión, pero en 1994, cuando dio a luz la primera entrega de Montalbano, con La forma del agua (publicada en Italia por la siciliana Sellerio y, en España, por Salamandra, como la mayor parte de su obra), se convirtió en un héroe contemporáneo de los lectores italianos. Tenía 64 años y muchas dudas. Hoy es el escritor más leído en el país y uno de los que cuenta con más seguidores en toda Europa.
Las ideas políticas y la literatura nunca transcurren en paralelo en hombres como Camilleri. Comunista hasta el tuétano, jamás ocultó lo que pensaba de la política italiana y de sus representantes, cuya decadencia desdeñaba cada vez más abiertamente en las entrevistas. Hace solo unas semanas, y pese a su ateísmo galopante, soltó que el actual ministro del Interior, Matteo Salvini, le daba ganas de vomitar cuando empuñaba el rosario. En cambio, desde que Francisco fue nombrado Papa solo le dedicó elogios. “En los últimos dos o tres años, las cosas más sensibles, de izquierda y sensatas, las ha dicho él. Mucho más que cualquier político. Y continúa haciéndolo sobre los refugiados, la pobreza, las desigualdades”. Su compromiso social y político era extraño en estos tiempos de cálculo oportunista, también muy extendido entre los intelectuales italianos.
Siciliano como su gran maestro, Leonardo Sciascia (fue incapaz de imaginar el éxito que tendría), paisano también de su criatura más famosa, nació en la pequeña localidad de Porto Empedocle, en el sureste de la isla. Por sus novelas desfilaron personajes de ficción tan de carne y hueso como el dottor Pasquano, el fiel agente Catarella, el propio Montalbano o su íntimo amigo, el mujeriego Mimì Augello. Sin embargo, el Mediterráneo, la brisa del mar en su terraza o el olor a pescado fueron en el fondo el protagonista de sus obras. Desde la primera hasta la última, El cocinero de Alcyon (el número 27 de la saga), que amplía la galaxia formada por El sobrino del emperador (Destino) o La moneda de Akragas (Gatopardo). Todas junto al mar, una localidad imaginaria llamada Vigàta, con su propio lenguaje y un paisaje tan añorado a medida que Camilleri se hizo mayor y solo podía volver una vez al año.
No es del todo cierto, aunque él lo sostuviese, que viviese ignorando la muerte. Cuando cumplió 80, Andrea Camilleri concluyó que ya había recorrido mucho camino y que, quizá, el final podía encontrarse ya al final de cualquier párrafo. Así que decidió escribir de golpe la última entrega de la serie sobre el comisario Montalbano y se la envió a su editor con la orden de que la metiera en un cajón hasta que algún tipo de incapacidad o la propia muerte le impidiesen seguir escribiendo. Mientras tanto, se olvidó del día en que todo iba a terminar, y a un ritmo infatigable de publicación —podía trabajar en varios libros a la vez— siguió explorando otras historias.
Nadie está preparado para este viaje. Pero Andrea Camilleri, superado el horizonte de los 90 años, tenía pocos remordimientos y prácticamente ningún miedo. Peor hubiera sido tener que dejar de fumar, decía a menudo. Lo anticipó en su casa un año y medio antes, completamente tranquilo. “Si me voy ahora con 92 años no sentiré carencias, tampoco pienso en el pasado. En mis tiempos estaba la guerra y las bombas, siempre es mejor lo que pasa hoy. Echo de menos gente, algún amigo en Sicilia. Cuando vuelva este verano ya seré el último. De mis 15 amigos de infancia, solo quedo yo. ¿Y qué voy a hacer? Pues a respirar el aire de mi puerto”.
Fuente: El País