"¡COMPAÑERO!", DE MÁXIMO GORKI
En medio del triste y vano afanarse entre dolores y desventuras, en la confusa convulsión de la avidez de la necesidad insatisfecha, en el fango del bajo egoísmo, por los subterráneos de las casas, donde vivía aquella miseria que había creado la riqueza de la ciudad, giraban invisibles soñadores, solitarios llenos de fe en la humanidad, aislados de todos; inquietos predicadores de rebelión, chispas sediciosas del lejano fuego de la verdad.
Llevaban consigo a los subterráneos, secretamente pequeñas semillas, fructíferas siempre, de una doctrina simple, bella y elevada, austeramente, con una brillante luz en los ojos, o dulcemente y con amor, sembraban aquella verdad evidente y deslumbradora en los oscuros pechos de los hombres esclavos, transformados por la fuerza de los avaros y por la voluntad de los crueles, en instrumentos ciegos y taciturnos de lucro.
Y esos hombres oscuros y esclavos, desconfiados aún, prestaban oído a la música de las nuevas palabras, música agradable que su corazón invocaba confusamente hacía ya mucho tiempo. Levantaban poco a poco la cabeza, e iban rompiendo las cadenas de las hábiles mentiras con que les tenían oprimidos la violencia de los potentados.
A su vida, llena de animosidad callada y reprimida; a sus corazones, envenenados por innumerables ofensas; a su conciencia, a aquella existencia difícil y triste, llena de amarguras, de humillaciones, de dolores, llegaba una palabra simple y serena: ¡Compañero!...
La palabra no era nueva para ellos; la habían oído y pronunciado alguna vez, pero hasta aquel momento había tenido un significado vacío, sin calor de humanidad, como todas las palabras conocidas que se pueden olvidar sin sentimiento.
Pero ahora aquella palabra, clara y fuerte, tenía otro sonido, otra emoción, otra alma; se sentía en ella algo de rudo, de deslumbrador, de poliédrico, como un brillante. La aceptaron y comenzaron a pronunciarla con cautela, meciéndola con dulzura en el corazón, acariciándola, como una madre que arrulla y mece a su hijito en la cuna.
Cuanto más profundamente penetraba en el alma serena de la palabra, tanto más serena, significativa y clara les parecía.
-¡Compañero!- decían.
Sentían que esta palabra había venido para unir a todo el mundo, para realzar a todos los hombres a la altura de la libertad, para ligarlos con nuevos vínculos: vínculos fuertes de estimación recíproca, de estimación y deseo por la libertad del hombre, por su redención. Cuando esta palabra se grabó en el corazón de los esclavos, éstos empezaron a dejar de serlo, y un día anunciaron a la ciudad y a todas sus actividades otra gran palabra humana:
-¡No quiero!
Entonces la vida se detuvo, porque ellos, los esclavos son la fuerza que da movimiento. Se detuvo la corriente de agua, el fuego se apagó, la ciudad cayó en las tinieblas y los aparentemente fuertes se sintieron niños.
El miedo se apoderó del alma de los violemos y se vieron en la necesidad de cubrir su animosidad contra los rebeldes, inciertos y aterrorizados ante su fuerza, que despertaba.
El espectro horrible del hombre se levantó ante ellos, y sus hijos lloraron.
Las casas y los templos, rodeados por las tinieblas, se confundieron en un caos de piedras y de hierro con alma; un silencio siniestro llenó las calles; la vida se detuvo, porque la fuerza que la hacía desenvolverse se había conocido a sí misma; el hombre esclavo había encontrado la palabra adecuada, mágica, invencible, para expresar su voluntad; se había libertado de la opresión y había reconocido su fuerza, fuerza de creador.
Los días eran días de angustia para los poderosos, para aquellos que se creían dueños de la vida. Cada noche valía por mil, tan espesas eran las tinieblas, tan mezquinamente brillaban las luces, en la ciudad muerta.
Esta ciudad, creada por los siglos, inmenso monstruo que bebía la sangre de los hombres, se presentó entonces ante ellos su monstruosa nulidad, como un mísero amasijo de piedras y de madera. Las ventanas de las casas, frías y tristes, permanecían cerradas, y por las calles caminaban atrevidamente los verdaderos dueños de la vida. También ellos tenían hambre, y más que los otros, pero estaban acostumbrados a ella, y los sufrimientos del cuerpo no eran para ellos tan agudos como para los potentados ni apagaban el fuego de su alma. Ardía en ellos la conciencia de su propia fuerza y el presentimiento de la victoria brillaba en sus ojos.
Caminaban por las calles de la ciudad aquella presión melancólica y angosta donde habían vivido despreciados, donde habían sido ultrajados y veían la inmensa importancia de su trabajo, lo cual les hacía concebir el sagrado derecho que tenían de ser dueños de la vida, de ser sus creadores. Entonces, con energía nueva, con refulgente claridad, se les presentó la palabra capaz de vivificar y unificar:
-¡Compañero!
Resonó entre las mentidas palabras del presente como un anuncio del porvenir, de una nueva vida abierta a todos igualmente.
-¿cuándo?- se preguntaron, y comprendieron que esto dependía de su voluntad, porque ellos pueden aproximar la fecha de su libertad, como alejar su llegada.
La prostituta, hasta ayer bestia medio hambrienta, que esperaba con angustia en la oscura callejuela la llegada de alguien que se le acercase y comprase sus forzosas caricias por una cuantas monedas, también oyó aquella palabra, pero, sonriendo, turbada, no se decidía a repetiría. Un hombre de los que hasta entonces no se había encontrado jamás, se le acercó, le puso una mano sobre el hombro y le dijo con tono fraternal:
-¡Compañera!
Y ella sonreía tímidamente para no prorrumpir en un llanto de alegría. Porque era la primera vez que su corazón ultrajado sentía el gozo de una caricia tierna y plena de emoción. En sus ojos, que ayer miraban en mundo descaradamente con la expresión estúpida de un animal hambriento, brillaron las lágrimas de una primera felicidad pura. Este gozo, de la comunión de los abyectos con la gran familia de los trabajadores brillaba por doquiera en las calles de la ciudad, en tanto que, más fríos y más siniestros, los observaban los túrbidos ojos desde las casas cerradas.
El mendigo, al que por alejarlo se le lanzaba una mísera moneda, precio de la compasión de los hartos, oyó también esta palabra, y le pareció la primera limosna capaz de suscitar algo de gratitud en su pobre corazón, corroído por la miseria.
El cochero, joven ridículo, a quien los señores golpeaban en la espalda para que trasmitiese el golpe al caballo extenuado, este hombre golpeado tantas veces, ensordecido por el ruido de las ruedas sobre el empedrado, dijo también al transeúnte, abriendo los labios a una sonrisa franca:
-¿A dónde te llevo, compañero?
Dijo, aunque con miedo, tiró de los bridas pronto a escapar, y se puso a mirar al transeúnte, no sabiendo disimular en el rostro, ancho y rojo, la sonrisa jovial y alegre.
El transeúnte le miró con ojos benévolos y respondió, inclinando la cabeza:
-¡Gracias, compañero! Puedo ir a pie, no está lejos.
-¡Oh! ¡Madre inmaculada!.., -exclamó el cochero reanimado, giró sobre su asiento silbando alegremente y partió riente, satisfecho.
Los hombres caminaban en grupos por las aceras, y, entre ellos, como una chispa, se inflamaba cada vez con más frecuencia la gran palabra destinada a unir al mundo.
-¡Compañero!
Un polizonte de espesos bigotes, pensativo, se acercó con aire de importancia a la multitud que en la esquina de una calle rodeaba a un viejo orador, y después de haber escuchado largo rato un discurso, dijo, cohibido, lentamente:
-Están prohibidas las reuniones...separaos… señores
Y después de un momento de silencio, miró al suelo y dijo en voz baja;
-¡Compañeros!...
En los rostros de aquellos que llevaban esta palabra en el corazón, que la habían dado carne y sangre y emoción, y su alto significado de llamada a la unión, brillaba el sentimiento de orgullo de los jóvenes creadores, y se observaba que la fuerza que ellos ponían en esta palabra no podía ser destruida jamás.
Ya se reunían contra ellos turbas grises y ciegas de hombres armados que formaban silenciosas filas regulares; la enemiga de los violentos se preparaba a rechazar las ondas de la justicia.
Y en las calles estrechas, angostas, tortuosas de la inmensa ciudad, entre los muros fríos y silenciosos, erigidos por la mano de creadores desconocidos, creían cada vez más y se maduraba la gran fe de los hombres en fraternidad de todos con todos:
-¡Compañeros!
Acá y allá se encendía un pequeño fuego llamado a ser una llama que abrasará la tierra con el vívido sentimiento de la fraternidad de todas las gentes.
Abrasará toda la tierra y quemará y reducirá a cenizas el odio y la crueldad que nos deforma; abrazará todos los corazones y los fundirá en uno sólo: el corazón de los hombres justos y nobles en una familia indisoluble, libre y trabajadora.
En las calles de la ciudad muerta, creada por esclavos; en aquellas calles donde reinaba la crueldad, creció y se esforzó la fe en el hombre, en su victoria sobre sí mismo y sobre los males del mundo.
Y en el caos confuso de la vida agitada y privada de alegrías, como estrella luminosa, como faro del porvenir, brilló la palabra simple, sencilla, profunda, como el corazón:
-¡Compañero!