Introducción
En los balcones del tercer piso del Palacio de Bellas Artes en México, bajo su cúpula central, dos murales extraordinarios se enfrentan a través de un gran abismo. Los dos, opuestos en varios aspectos, fueron pintados por comisión estatal en 1934. La obra de Diego Rivera, El hombre controlador del universo, representa dos futuros - el capitalista y el comunista - del sistema de producción industrial que había surgido al inicio del siglo XX. Como bien entendió Rivera, aquel sistema había entrado en una profunda crisis política. El mural de José Clemente Orozco, al que nunca tituló pero que se ha dado de conocer como Catarsis, también trata de los efectos de la máquina sobre la existencia humana. Pero lo que vemos aquí es un poder de lujuria y desorden, de horror y asesinato - una fuerza de pura violencia.
Orozco sabía muy bien cómo iba a ser la composición de Rivera, y le respondió directamente. Los dos acababan de volver a México después de una estancia prolongada en los Estados Unidos, y en ambos casos sus experiencias en el extranjero dieron forma a sus trabajos. Los viajes que hizo Rivera durante años entre San Francisco y Nueva York incluyeron un compromiso intenso en Detroit, en donde había pintado la articulación social y tecnológica de la nueva fábrica Ford en el Río Rojo: el prototipo de los vastos complejos de producción que se iban a construir durante la Segunda Guerra Mundial. Como comunista, Rivera creía que el nuevo sistema maquínico podría tener consecuencias abrumadoramente positivas para el desarrollo futuro de la sociedad proletaria, pero sólo si se pudiera arrebatarlo de su control por los intereses del capital. Reiteró esta creencia en la versión inicial del mural en Nueva York, que llevó el título El hombre en el cruce de caminos. Pero el marco político en el que se produjo la obra hizo que fuera destruida por el patrocinador que la había comisionado, Nelson Rockefeller. Así que el mural tomaría su forma final en México.
En cuanto a Orozco, vivía en la Ciudad de Nueva York de 1927 a 1934, en donde atrajo la atención crítica tanto como el patrocinio del filósofo Lewis Mumford, autor de Técnica y civilización. Se puede ver el concepto mumfordiano anti-Ilustrativo de la enajenación histórica al principio mecánico en el ciclo de frescos Epic of American Civilization de Dartmouth College, en donde Orozco yuxtapone Cortez and the Cross con una imagen tosca y brutal de la máquina. Orozco era humanista, y su visión del futuro implicaba la liberación del trabajador de la fábrica. Su ciclo de frescos culmina con Man Released from the Mechanistic to the Creative Life. Pero volvió obsesivamente al tema de la dominación industrial, por ejemplo a finales de los años treinta en el Hospicio Cabañas de Guadalajara, en donde pintó a un Cortés enorme con miembros de acero, dando zancadas por el Nuevo Mundo con una espada ensangrentada. Esta imagen condensó la historia de la explotación de América Latina por los poderes europeos. Como escribió Mumford en 1934: "Guerra, mecanización, minería y finanza se hacían el juego unos a otros. La minería era la industria clave que suministraba el nervio de la guerra e incrementaba los contenidos metálicos del depósito del capital original, el arca de la guerra: por otra parte, favorecía la industrialización de las armas, y enriquecía al financiero con ambos procesos." 1 Para Orozco igual que Mumford, la industria y la dominación formaron dos lados de la misma moneda.
Yo no sabía nada de la perspectiva filosófica de Orozco en el otoño de 2010, cuando volví a México por primera vez después treinta años, y fui directo a ver el mural de Rivera. Redescubrí el gran movimiento narrativo de la composición, que enfrenta los ejércitos capitalistas en sus máscaras antigás con mujeres que lloran en sus bufandas rojas, mientras un medallón central contrasta apostadores burgueses disolutos a un retrato en pie de Lenin, tomado de la mano por trabajadores de todas las razas (misma imagen que tanto había enfurecido a Rockefeller). En el plano medio, gimnastas soviéticas con túnicas blancas están formadas elegantemente en una fila, mientras que manifestantes en las calles neoyorquinas piden pan y policías montadas les pegan con garrotes, como todavía lo hacen actualmente. Igual que a todo el mundo, me fascinaba la figura central del "hombre controlador," un ingeniero empujado al futuro por una suerte de hélice onírico, cuyas alas surrealistas están decoradas con las dimensiones macro- y microcósmicas de la investigación científica. Grupos de estudiosos observan la escena a través de lentes gigantescos, prefiguraciones de los televisores. Al lado izquierdo del mural, una estatua griega lleva una fascia adornada con una swástica, pero su cabeza está cortada al cuello. Al otro lado, una estatua parecida exhibe manos amputadas. Rivera previó que el conflicto decisivo de las décadas siguientes no sería entre la cultura fascista y la democrática, sino entre la economía capitalista y la comunista.
Pero estas son ideas conocidas, historias que uno/a aprende en la escuela. Como un turista insaciable fui buscando más, dando vueltas por los balcones, tragándome los demás murales, en especial los de Siqueiros y Camarena. En ese momento la composición extraña y sangrienta de Orozco me hizo parar. ¿Qué representa? Un revoltijo de vigas y engranes y armazones de metal, con llamas en el fondo, rifles en el primer plano, un hombre que está siendo apuñalado, un asesino con una navaja que emerge sin cabeza de un árbol de levas tortuoso - y una bóveda de banco abierta, una mujer ataviada con joyas, acostada con las piernas desplegadas y un rictus de placer, caras aterrorizadas, muchedumbres dispersándose... Lo que vemos aquí son las pasiones del caos, conducido por el poder implacable de la máquina. Mientras miraba fijamente este Apocalipsis, y por detrás, a través del espacio, el mural confidente de Rivera, me di cuenta de que las dos obras están en diálogo; de eso estaba seguro. A mediados de los años treinta, al haber presenciado la primera gran crisis del capitalismo corporativo organizado junto con la ascendencia del nazismo y del estalinismo, los dos artistas contemplaban futuros dramáticamente distintos del sistema industrial. La obra maestra ideológica de Rivera se vio contradicha directamente por la premonición orozquiana de horror mecanizado - una imagen de lo que Mumford llamaba "el nuevo barbarismo."
Lo paradójico es que los dos artistas tenían razón, aunque a ambos les hizo falta ver lo esencial. Orozco entendió que la década que venía sería traumática por la industria de la guerra, cuyo poder destructivo iba creciendo hacia un escala planetaria. Pero no tenía nada que decir sobre el gobierno de un sistema maquínico que ya se había vuelto parte integral de la civilización humana. Rivera entendió que el progreso tecnológico continuaría más allá de la etapa de conflicto global para ofrecer prosperidad y agencia nuevas a unos millones incalculables de seres humanos. Pero su representación ideológica estuvo equivocada: el capitalismo estadounidense, y no el comunismo soviético, llevaría la industria de la posguerra a su cumbre.
Lo que me impresionó tanto de este sitio histórico en la Ciudad de México, tan prometedor y tan desafiante a la vez, fue el hecho sencillo de que individuos distintos con ideas e ideales divergentes, hombres con ojos y manos y corazones, podían pararse en una gran crisis económica, social y cultural que les afectaba directamente, que podían tratar de analizarla y evaluarla, y que podían usar todos los recursos a su alcance para involucrarse en un debate político sobre lo que iba a suceder - qué tipo de sociedad surgiría de la crisis. En el México de 1934, ese esfuerzo podía hacerse monumental en una institución pública: nadie lo censuró ni puso objeciones morales. Y a pesar de que hoy en día no se está realizando ningún esfuerzo especial para mostrar el fondo de este diálogo, las pinturas siguen ahí a la vista de todos. La dimensión pública, la ausencia de la censura, el esfuerzo de análisis, la valentía de presentar una ideología y una cosmovisión, y por último, el desacuerdo franco entre los dos artistas, que también forma un testimonio de la mucha atención y el respeto mutuo entre sí, todo eso me hizo sentir más vivo, más en consonancia con el presente - aunque lo que yo veía fuera tan solo una reliquia, una ruina histórica entre tantas otras.
La pregunta que se me ocurrió en ese momento, y que me sigo preguntándo, es: ¿Cómo podríamos nosotros hacer algo parecido en nuestra época, hoy en día? ¿No estamos enredados en una gran crisis histórica? ¿No percibimos los contornos principales de esta crisis, a la vez que estamos oprimidos de manera visceral por la falta de debate público alguno? ¿No depende crucialmente la dirección que tome nuestra sociedad, y en efecto la civilización del futuro, de las decisiones que se hacen actualmente así como de las que se hacen durante los próximos cinco o diez o quince años? ¿No es hora, ya, de empezar a analizar y evaluar la crisis actual, para encontrar los medios de expresión que conduzcan a un debate significativo, y de ahí, a la acción política? Pero, ¿en qué momento y de qué manera hacer tal cosa? Y sobre todo, ¿quién es el nosotros que podría realizarlo?
El seminario "Tres Crisis" de la UNAM, y las múltiples colaboraciones, seminarios y debates públicos de los cuales surgió, forman intentos de responder a estas preguntas.
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