La Ponencia Colectiva leída el 10 de julio de 1937 por Arturo Serrano Plaja se considera uno de los más importantes discursos pronunciados en el Segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura que, entre el 4 y 17 de julio de aquel año, se celebró en Valencia, Madrid, Barcelona y París.
La Ponencia Colectiva, escrita por Arturo Serrano Plaja en nombre de la juventud, no sólo fue una reflexión sobre el oficio del escritor en la sociedad, sino también una toma de posición en el momento histórico concreto de la Guerra Civil Española. Se leyó en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, inspirado y dirigido por organismos y compañeros de ruta del Partido Comunista. Los firmantes de la Ponencia Colectiva reclamaban «un arte por y para el hombre», lejos del arte puro y del arte de propaganda. Ponían al servicio del gobierno republicano ayudado por la U.R.S.S. tanto su trabajo intelectual como su esfuerzo como hombres jóvenes en la lucha, rechazando el revolucionarismo libertario. Asimismo manifestaban su autonomía intelelectual y política, pretensión que les unía al proyecto de la revista Hora de España, en la cual la mayoría de ellos colaboraba asiduamente.
PONENCIA COLECTIVA
A. Sánchez Barbudo, Angel Gaos, Antonio Aparicio, A. Serrano Plaja, Arturo Souto, Emilio Prados, Eduardo Vicente, Juan Gil-Albert, J. Herrera Petere, Lorenzo Varela, Miguel Hernández, Miguel Prieto, Ramón Gaya
Tal vez resulte extraño o lo que es peor, artificial y forzado ante vosotros, que tanto significáis y tanto significa vuestra noble actitud al venir a España; tal vez resulte extraño o artificial, repetimos, el hecho de que queramos manifestarnos como lo hacemos, en grupo, en común. Por eso antes de seguir adelante queremos explicar con toda claridad el cómo y el por qué de esa serie de nombres que aparecen encabezando estas palabras.
Y resulta que, cuando hubimos de reunirnos para decidir o no nuestra participación activa en el Congreso, independientemente de que esta participación, luego de acordada por nosotros, fuese o no aceptada; cuando pensamos discutir quién de entre nosotros podría, llegado el caso, representarnos; cuando buscábamos, en fin, la forma más coherente y adecuada para sentirnos representados como era nuestro propósito y aspiración en este Congreso, que tanta importancia ha de tener para la cultura, en general, y, en particular, creemos, para la cultura española, surgió de un modo absoluto y literalmente espontáneo este criterio de hacerlo colectivamente, ya que colectivos y comunes eran nuestros puntos de vista en todas las cuestiones que nos parecieron más esenciales y objetivas.
Siendo así, como real y verdaderamente ha sido, nada se oponía a que en común fijásemos y discutiésemos nuestros puntos de vista, a que en común trazásemos las directrices que cada uno de nosotros, individualmente, había pensado como fundamentales en torno a los problemas de nuestra cultura, amenazada por el fascismo y a que, común y colectivamente, en fin, se manifestase nuestra voz en este Congreso.
Hecha esta aclaración, nadie puede pensar –si acaso había alguien que lo pensaba– que nuestro propósito ha sido inspirado en otro torpe, fácil y demagógico, de querer presentar externamente unido, por originalidad, por falso colectivismo hábilmente preparado, lo que interiormente era disgregado y distinto.
Y esto que es así, este hecho de sentir verídicamente unido ante algo y para algo lo que pudo ser o ha sido tan distinto y disperso en otras ocasiones, saltando por encima de nuestro personalismo, es ya alguna de las muchas cosas que la revolución, la extraordinaria lucha que mantiene nuestro pueblo, del que nos sentimos inefablemente orgullosos, nos regala y nos afirma como un primer punto de exaltada preferencia. Porque lo que menos importa ya es el hecho en sí mismo de que este grupo, esté total, absolutamente integrado, no sólo por distintos significados de sensibilidad, no sólo por distintas concepciones de nuestra profesión y decidida vocación de artistas, escritores y poetas, sino por individuos que, como procedencia social, puedan marcar distancias tales como las que hay entre el origen enteramente campesino de Miguel Hernández, por ejemplo, y el de la elevada burguesía refinada que pueda significar Gil-Albert; lo que importa verdaderamente, es la profundísima significación que muy por encima de nosotros tiene ese mismo hecho referido a la totalidad española y que es el siguiente: ante la guerra, ante la lucha de nuestro pueblo por mantener como enunciado primordial de su contenido su independencia nacional, todo cuanto no es contra-español, todo cuanto no sea traición malvendida al capitalismo sin patria, todo cuanto no sea bursátilmente contrahumano, diríamos se siente hoy, en España, uno y lo mismo, ante el hecho mismo de la Revolución.
Pero, además, aparte este hecho que hoy no sólo nos une para problemas estrictamente culturales, «si es que es posible entender por cultura una categoría definida, estrictamente cultural y al margen de los hechos vivos, reales y diarios», humanamente pretendemos que hay entre nosotros otros nexos de unión de tal índole, que son los que verdaderamente nos autorizan, por más que no sean por entero producto de nuestra propia voluntad para hablar hoy aquí. En su conjunto podríamos expresarlos al decir: somos distintos y aspiramos a serlo cada vez más, en función de nuestra condición de escritores y artistas, pero tenemos de antemano algo en común: la Revolución española que, por razones de coincidencia histórica, nace y se desarrolla simultáneamente con nuestra propia vida. O mejor: nacemos y nos desarrollamos simultáneamente con el nacimiento y desarrollo de esa Revolución. En las trincheras se bate, de seguro, la gente que tiene nuestra misma edad, en mucha mayor proporción que otra cualquiera. Y si por el momento nosotros mismos no estamos allí, no quiere esto decir que no hallamos estado unos, que no vayamos a estar de modo inmediato otros, y que no hayamos vivido, todos, en plena, consciente, disciplinada e incondicional actividad, los dramáticos momentos de nuestra lucha. No queremos con esto hacer, ni hacemos, naturalmente, monopolio de la heroica voluntad de lucha de todo el pueblo español. Pero sí queremos decir, con todas esas razones, que tenemos, no ya un derecho, sino que nos consideramos con el deber ineludible de interpretar, con nuestro pensamiento y sentimiento, el pensar y el sentir de esa juventud que se bate en las trincheras y que ardientemente reclamamos, por nuestra, la misma medida, y con la misma pasión con que nosotros nos consideramos suyos: de esa juventud, y listos para estar con ella dónde, cómo y cuando sea, sin alardes inútiles, sin prematuro heroísmo, sino serenamente, como esa misma juventud a la que por destino pertenecemos.
De esa juventud que, en ese sentido, es la nuestra (y que podríamos determinar como la juventud de la República, la juventud que en más o menos presta su servicio militar en el histórico período en que se proclama por segunda vez la República española), tomamos alto ejemplo e inolvidable lección, y sólo estimaremos nuestro fin conseguido en la medida en que sepamos devolver a esa juventud, cuando ya no lo sea, en nuestra obra futura, en forma de creación artística y literaria, los mismos valores humanos que con su acción enaltecedora, en su caliente sangre generosa nos afirma hoy en la actuación, ya que no podemos decir aún obra que nos defina.
Porque al decir antes que tenemos algo en común –la Revolución–, no aludimos solamente a la lucha actual del pueblo español, a la lucha armada que comienza el 18 de julio de 1936, sino a la totalidad histórica del fenómeno, que alcanza sus máximas dimensiones, su dramática plenitud, en la lucha actual del pueblo español contra el fascismo internacional. Pero esta lucha, naturalmente, no se produce, como nada en la historia, de un modo súbdito, casual e inesperado, sino que ha venido fraguándose lentamente.
La lucha actual tiene su pasado inmediato en todo un proceso que, si por fuerza tiene que haber influido en toda la vida española –si acaso la vida española no es, en sí misma, por lo menos a partir del año 17, ese mismo proceso–, con mucho mayor motivo tiene que haber influido en lo que por definición era su resultado social: la juventud, entonces adolescencia, que paralela y simultáneamente procedía a desarrollarse. Aquella adolescencia era esta juventud ya reiteradamente aludida.
Y aquel proceso, que no intentaremos caracterizar totalmente, por entenderlo innecesario, sino en un solo aspecto, es el que precisa y rigurosamente nos define. Más angustiosamente que nunca ese proceso implicaba un problema que, en muy distintas formas, viene rodando por el suelo, con diversos nombres, desde hace, por lo menos, cuatro siglos: desde que Martín Lutero, razonablemente, plantea la necesidad de hacer el libre examen de los textos sagrados.
Si verdaderamente la colisión comienza fundamentalmente ahí, la fe y la razón, o la voluntad y la razón, como luego ha de enunciar Dostoiewski, se excluyen, se oponen violentamente; la razón exige categóricamente, y la voluntad quiere apasionada, divinamente. No hay manera de conciliarla. Y la tesis teológica de que la fe, de origen divino, puede y debe ser contenida en una razón que procede igualmente de la divinidad, no llega a ser sino una tesis.
El choque es cada vez más violento: la razón no se explica la voluntad, y, a su vez, la voluntad no quiere la razón. Y, volviendo a nuestros días, que ya, y cada vez más afortunadamente, son aquellos días, el problema sigue latente.
Intentaremos, para poder mantenernos dentro de las obligadas dimensiones de esta líneas, limitar el enunciado del problema al último período de España. Precisamente a ese que por cogernos en medio de dos, como bandos en lucha, ha determinado en todos nosotros, por instinto de conservación, angustiosamente, una necesidad de soluciones a las múltiples ecuaciones dramáticas que por el hecho de nacer teníamos planteada. Y ese período es, por un lado, el de los comentaristas y los puros; por otro, el de un confuso revolucionarismo. No había soluciones comunes; las que satisfacían por entonces la cultura negaban la vitalidad, y a la inversa. En el pueblo veíamos el impulso, pero solamente el impulso y éste creíamos no bastaba.
Poéticamente, diríamos, los signos que se nos ofrecían desde ese lado no podían satisfacer todo un perfeccionamiento rápido; por ejemplo, las últimas consecuencias de todo un mundo: el subrealismo.
Una serie de contradicciones nos atormentaban. Lo puro, por antihumano, no podía satisfacernos en el fondo; lo revolucionario, en la forma, nos ofrecía tan sólo débiles signos de una propaganda cuya necesidad social no comprendíamos y cuya simpleza de contenido no podía bastarnos. Con todo, y por instinto tal vez, más que por comprensión, cada vez estábamos más del lado del pueblo. Y hasta es posible que política, social y económicamente, comprendiésemos la Revolución. De todos modos, menos de un modo total y humano. La pintura, la poesía y la literatura que nos interesaba no era revolucionaria; no era una consecuencia ideológica y sentimental, o si lo era, lo era tan sólo en una tan pequeña parte, en la parte de una consigna política, que el problema quedaba en pie. De manera que, por un lado, habíamos abominado del escepticismo, mas por otro, no podíamos soportar la ausencia absoluta y total.
En definitiva, cuanto se hacía en arte, no podía satisfacer un anhelo profundo, aunque vago, inconcreto, de humanidad, y por otro, el de la Revolución, no alcanzaba tampoco a satisfacer ese mismo fondo humano al que aspirábamos, porque precisamente no era totalmente revolucionario. La Revolución, al menos lo que nosotros teníamos por tal, no podía estar comprendida ideológicamente en la sola expresión de una consigna política o en un cambio de tema puramente formal.
El arte abstracto de los últimos años nos parecía falso. Pero no podíamos admitir como revolucionaria, como verdadera, una pintura, por ejemplo, por el solo hecho de que su concreción estuviese referida a pintar un obrero con el puño levantado, o con una bandera roja, o con cualquier otro símbolo, dejando la realidad más esencial sin expresar. Porque de esa manera resultaba que cualquier pintor reaccionario –como persona y como pintor– podía improvisar, en cualquier momento, una pintura que incluso técnicamente fuese mejor y tan revolucionaria, por lo menos, como la otra, con sólo pintar el mismo obrero con el mismo puño levantado. Con sólo pintar un símbolo y no una realidad.
El problema era y debía ser de fondo; queríamos que todo el arte que se produjese en la Revolución, apasionadamente de acuerdo con la Revolución, respondiese ideológicamente al mismo contenido humano de esa Revolución, en la misma medida, con la misma intensidad y con igual pasión con que se han producido todos los grandes movimientos del espíritu. Porque incluso en la música, la más abstracta de las artes, la única que ni directa ni indirectamente puede referir conceptos, se ha logrado una tan perfecta adecuación en momentos determinados de la historia como la que supone Bach para el cristianismo; Chopin, para el romanticismo, etc. Y todo lo que no fuese creado con esa misma relación absoluta de valores, todo cuanto fuese «simbología revolucionaria» más que «realidad revolucionaria», no podía expresar el fondo del problema.
La revolución no es solamente una forma, no es solamente un símbolo, sino que representa un contenido vivísimamente concreto, un sentido del hombre, absoluto, e incluso unas categorías, perfectamente definidas como puntos de referencia de su esencialidad. Y así, para que un arte pueda llamarse, con verdad, revolucionario, ha de referirse a ese contenido esencial, implicando todas y cada una de esas categorías en todos y cada uno de sus momentos de expresión; porque si no, hay que suponer que el concepto mismo de la revolución es confuso y sin perfiles y sin un contenido riguroso. Si no es así, si apreciamos sólo las apariencias formales, caeríamos en errores que, en otro cualquier plano, resultan groseramente inadmisibles. Como, por ejemplo, decir que es revolucionario dar limosna a un pobre. Todo eso sería tomar el rábano por las hojas y sólo por las hojas. Y, en último término, sabemos que, muy comúnmente, en esa piedad del limosnero hay no poca hipocresía y, «siempre», una concepción del mundo, según un tal orden preestablecido, «que, como pobre que no va nunca a dejar de serlo, hay que ayudarle».
Pues bien; en el terreno de la creación artística y literaria, no es posible tampoco que lo más rico objetivamente, lo que tiene más posibilidades en el porvenir, admita una limosna, por más que sea bien intencionada en cuanto a voluntad personal. No queremos –aunque lo admitamos en cuanto a las necesidades inmediatas que para nada subestimamos, ya que de ellas dependen todas– una pintura, una literatura, en las que, tomando el rábano por las hojas, se crea que todo consiste en pintar o en describir, etcétera, a los obreros buenos, a los trabajadores sonrientes, etcétera, haciendo de la clase trabajadora, la realidad más potente hoy por hoy, un débil símbolo decorativo. No. Los obreros son algo más que buenos, fuertes, etc. Son hombres con pasiones, con sufrimientos, con alegrías mucho más complejas que las que esas fáciles interpretaciones mecánicas desearían. En realidad, pintar, escribir, pensar y sentir, en definitiva, de esa manera, es tanto como pensar que hay que emperifollar algo que realmente no necesita de afeites, es pensar y sentir que la realidad es otra cosa.
Pues bien; nosotros declaramos que nuestra máxima aspiración es la de expresar fundamentalmente esa realidad, con la que nos sentimos de acuerdo poética, política y filosóficamente. Esa realidad que hoy, por las extraordinarias dimensiones dramáticas con que se inicia, por el total contenido humano que ese dramatismo implica, es la coincidencia absoluta con el sentimiento, con el mundo interior de cada uno de nosotros.
Decimos, y creemos estar seguros de ello, que, por fin, no hay ya colisión entre la realidad objetiva y el mundo íntimo. Lo que no es ni casual ni tampoco resultado sólo de nuestro esfuerzo para lograr esa identificación, sino que significa la culminación objetiva de todo un proceso. En la medida que el pueblo español, por «la fuerza de la sangre», recobra sus valores tradicionales (esto es, aquella parte de su tradición que es un valor, aquella tradición que es positiva), esa integración se produce espontáneamente, como un regalo, cosa que no podía suceder en tanto que no llegase este mismo momento; porque hasta él había tan sólo, por un lado, la lucha, la guerra, pero sin los altos valores que puede tener y que tiene hoy nuestra guerra; y por otro, la sola esperanza.
Sólo a partir de un hecho mayor, como es hoy la guerra de la independencia; sólo a partir de una realidad con categoría de realidad, de entidad real y humana, podía producirse una integración mayor, una identificación absoluta, una adecuación total del pensamiento y de la acción del mundo íntimo y de la realidad objetiva, de la realidad y de la razón. Porque hoy, al menos así lo entendemos nosotros, la voluntad quiere exactamente aquello que la razón exige, porque, a su vez, la razón, precisamente por razón, sólo exige la voluntad, la buena voluntad de Sancho Panza, cuando ésta está ya quijotizada, cuando ya también Sancho quiere aventuras. Si es cierto que esa misma oposición a que nos venimos refiriendo se ha encarnado en Don Quijote y Sancho, hoy en España queremos entender la razonabilidad de Sancho implicando y coincidiendo con la caballerosa voluntad de Don Quijote.
Porque hoy la revolución española lucha por la nada desdeñable –contra lo que creen ciertos apasionados– organización racional de su existencia, por el acoplamiento, conforme a razón, de un mundo que excluya el desorden racionalmente capitalista, inhumanamente monopolista, pero, además, lucha con toda su voluntad, con todo el esfuerzo de su mayor pasión posible: la pasión que se sabe consciente y razonable, la pasión que sabe que tiene razón. Y por eso la voluntad nuestra –que más o menos también es nuestra– tiene razón, es congruente con la razón. Hoy en España –y no es esta la victoria menos importante alcanzada sobre el fascismo–, nuestra lucha en todos sus matices, responde a un contenido de pensamiento con una expresión de voluntad. Los hechos, cada vez más, son asumidos y resumidos en formas coherentes de pensamiento. Se produce una poesía poética, absoluta, en cuanto a calidad, y una pintura y una creación intelectual en suma, cada vez más apasionada y cada vez más inteligible.
Pensamos en la función del artista, del escritor, íntima y forzosamente ligada al ambiente que la rodea y en posesión, por el hecho de nacer de un cúmulo de experiencias que el hombre ha conseguido, en otras ocasiones, de un modo definitivo, para el resto de la humanidad.
Y hoy en España, junto a esa experiencia que late como en potencia en todos los instantes de todo el mundo, nos hallamos ante un hecho de tan alto valor humano que enriquece esta misma experiencia y que permite, además, la plena, positiva y consciente incorporación de aquellos valores que en otro momento, sin este movimiento de espíritu, hubieran permanecido latentes, verdaderos, pero inoperantes, como dormidos, y la revolución española es el despertar, no sólo a la historia, sino a la vida misma de esos valores. «El hombre se ha perdido a sí mismo», dice Marx. Y lo que hoy hace revolucionariamente es encontrarse a través de la intrincada maraña de perdición que es el capitalismo, que el hombre mismo había inventado precisamente, por terrible paradoja, para, en otro atolladero de su historia, poder continuar su camino.
La revolución se decide, en el fondo, por la actualización de los valores eternos del hombre, y precisamente por esto éramos revolucionarios antes de poseer una concepción concreta de la revolución: porque más que nada esperábamos eso, deseábamos ese «sacudimiento extraño que agita las ideas», esa verdadera y vivísima inspiración histórica que viene a coincidir absolutamente con la definición becqueriana de la inspiración poética.
Esos valores eternos se concretan hoy en unas categorías humanas perfectamente decidibles y absolutamente reales. Son la opresión más elemental y, por lo tanto, más hondamente verdadera de todo un mundo en actividad o poniéndose o imponiéndose a otro, cuya fundamental característica es la de cultivar todo aquello que permita conservar su pasividad fundamental. La serie: campesinos, trabajadores, heroísmo, solidaridad, etc., tienen, del otro lado, su contrapartida, al decir: guardias civiles, señoritos, terror coactivo, ayuda financiera, etc., y en la misma medida que aquellos valores poéticos y, por lo tanto, esencialmente humanos, determinaban en nosotros su ambición, esto es, la irrenunciable ambición de hacerlos verdaderos, en esa misma medida estuvimos dispuestos a conseguirlo realmente, de toda una política que condujese a ellos. Si ese esfuerzo implicaba o no esos valores, si la política entendida en ese sentido implica o no la poesía, es cosa que no nos importa demasiado desentrañar. Para nosotros, efectivamente, la implica, la lleva consigo, por lo que no es, en sí misma, la misma poesía.
De ahí nuestra actitud ante el arte de propaganda. No lo negamos, pero nos parece, por sí solo, insuficiente. En tanto que la propaganda vale para propagar algo que nos importa, nos importa la propaganda. En tanto que es camino para llegar al fin que ambicionamos, nos importa el camino, pero como camino. Sin olvidar en ningún momento que el fin no es, ni puede ser, el camino que conduce a él. Lo demás, todo cuanto sea defender la propaganda como un valor absoluto de creación, nos parece tan demagógico y tan falto de sentido como pudiera ser, por ejemplo, defender el arte por el arte o la valentía por la valentía. Y nosotros queremos un arte por y para el hombre y una valentía miedosa, que sólo es valentía en tanto que tiene un motivo para serlo, en tanto que tiene un comienzo esforzado, para llegar a un fin victorioso. El valiente de otra manera, corre el peligro de la chabacana valentía sin objeto, de la valentía profesional.
Esa valentía y ese esteticismo y ese propagandismo puros, ya que se ha dicho, son tan nocivos como el agua pura, como el agua químicamente pura, y pertenecen a un pasado que para nada interesa perpetuar. La revolución ha acabado con él. Y, además, tan generosamente, que no distingue ni quiere distinguir de cuanto se produce hoy en España, de lo que es producto de un esfuerzo perseverante y consciente y de lo que es mera coincidencia especial. Hoy se comienza todo. Lo que tenga vida vivirá y lo muerto quedará muerto. Pero la revolución no pone trabas, y el heroísmo del pueblo español es hoy tema por igual para todos e igualmente legítimo. Sólo los que ahora no hagan el esfuerzo necesario de comprender la verdad, de tener conciencia verdadera de las cosas de la sangre, se hundirán en su propia comunidad de coincidencia en la frase, pero no en el contenido.
Por nuestra parte, de esa revolución que rompe con el pasado, queremos ir a la tradición. Queremos aprovecharnos de todo cuanto en el mundo ha sido creado con esfuerzo y clara conciencia, para, esforzadamente, enriquecer, siquiera sea con un solo verso, con una sola pincelada, con una sola idea que en nuestro convivir logremos, esa claridad creciente del hombre. Porque, efectivamente, somos humanistas, pero del humanismo éste que se produce en España hoy. Del que recoge la herencia del humanismo burgués, menos lo que este último tiene de utopía, de ilusión engañosa sobre el hombre y la sociedad, de pacifismo, de idealismo en desuso y casi pueril; no podemos fiarnos de un progreso que se hiciera por sí sólo; no podemos admitir el pacifismo en esta época de guerra, que sólo nos permite entrever el fin de las guerras capitalistas y el advenimiento efectivo de la paz, por la revolución. Entendemos el humanismo como aquello que intenta comprender al hombre, a todos los hombres, a fondo. Entendemos el humanismo como el intento de restituir al hombre la conciencia de su valor, de trabajar para limpiar la civilización moderna de la barbarie capitalista que «en la práctica –dice Unamuno en su ensayo "La Dignidad Humana"– ha trazado una escala de gradación para estimar el trabajo humano y se ha fijado en ella un punto cual cero de la escala, un punto terrible en el que empieza la congelación del hombre, en el que el desgraciado o el adscrito va lentamente deshumanizándose, muriendo poco a poco, en larga agonía de hambre corporal y espiritual, entretejida». «Y así sucede que el proceso capitalístico actual –sigue Unamuno–, despreciando el valor absoluto del trabajo y con él el del hombre, ha creado enormes diferencias en su justipreciación. Lo que algunos llaman individualismo, surge de un desprecio absoluto, precisamente de la raíz y base de toda individualidad, del carácter específico del hombre, de lo que nos es a todos común. Los infelices que no llegan al coro de la escala, son tratados cual cantidades negativas, se les deja morir de hambre y se les rehusa la dignidad humana».
El humanismo que defendemos, el que nace ahora en España, es, por excluir todo eso, más amplio que el otro, y, por su lucha, verídico, viril, renovador, heroico. Es un humanismo, en todo caso, cuya definición exacta y, por así decirlo, teórica, no puede hacerse sino en la medida misma que se producen ciertos hechos empíricos, vivos y diarios que son los que realmente decimos. Porque vive de realidades y no de supuestos, su existencia misma depende de la existencia del hombre como hombre, esto es, liberado de todo cuanto no sea una confección del mundo en la que el hombre es, ciertamente, el valor esencial. Hecho hoy tan ligado a la batalla del pueblo español, que podríamos decir que este humanismo es, existe, en tanto que el pueblo español, como expresión de voluntad razonable, tiene existencia y cuyo mayor o menor desarrollo, se podrá establecer y discutir sólo con el triunfo definitivo de nuestro pueblo. De ese humanismo implicado así en nuestra lucha, nos consideramos nosotros activos militantes. Y ponemos a contribución, para afirmarlo, cuanto nos es dable: Desde nuestra voluntad a nuestra juventud, entendida esta última, no como una abstracción parada, estática; no como juventud afirmada tan sólo en un hecho cronológico y por lo tanto anacrónico, viejo, sino como posibilidad de esfuerzo y de acción. En sí mismo no hay razón para que la juventud sea preferible a otra edad, a la hombría o a la infancia. Sólo por su capacidad, si lo consigue, de mayor esfuerzo consciente, es, puede ser, una edad preferible a otra; cosa que suele ocurrir en la llamada de la juventud. Y nosotros, que ahora somos jóvenes, pero que vamos viviendo, que tenemos y pretendemos tener la conciencia de nuestro tiempo, no queremos perderlo pensando tan sólo que somos jóvenes; porque mañana no lo seremos, y si no hemos realizado esas posibilidades por las que se suele definir la juventud, no habremos tenido juventud. Porque no queremos ser en su día esos viejos, viejos desde su nacimiento, que no se han dado cuenta de cómo se iba el tiempo, esos viejos que han perdido siempre el tiempo, su tiempo, el que debieron haber definido con su acción y que, por su omisión, los define a ellos tristemente.
Para no incurrir es ese anacronismo, queremos dar sentido a nuestra juventud. Y queremos dárselo con sólo darnos a nuestro pueblo, con sólo interpretar su lucha como participantes en ella. Porque esa lucha encierra, en sí, las mayores posibilidades, las más grandes perspectivas, los más apasionados contenidos de conciencia. Con sólo ganar la guerra–nada más y nada menos– la revolución más formidable y positiva se habrá operado en el mundo; porque, claro, con sólo ganar la guerra, una serie de hechos objetivos, tangibles, quedarían afirmados y afirmando todo un orden distinto y mejor en una nueva ordenación social; con sólo ganar la guerra, y esto es lo más importante, la conciencia de todos y cada uno de los hombres, partiría de unos supuestos, no nuevos, sino eternos, pero eternamente inactivos, teóricos, abstractos.
Basta haber vivido en España. Basta, por ejemplo –y como ejemplo lo citamos solamente, ya que podían elegirse otros innumerables–, haber estado en Madrid durante los dramáticos días de noviembre para saber que todo lo que ocultaba al hombre en cada hombre, todo lo que solamente era costumbre doméstica, hábito empequeñecido, mezquindad cotidiana, ha sido superado por las necesidades de la lucha. Cada mujer, cada hombre, cada niño, se han sentido, en Madrid, con la muerte tan a su lado, que todo cuanto no fuese lo más elevado y noble de su conciencia, le resultaba un peso muerto, sin sentirlo. El hombre ha despertado y tiene conciencia de su despertar; sólo negándose, en la derrota puede perderse esa conciencia y dejar de ejercerse; sólo con ganar la guerra se afirmará y proseguirá un camino para el que pone impulso ganado en la lucha.
Por eso, cuando se oye hablar de felicidad como aspiración, uno sabe perfectamente que, entre nosotros, la ambición es mucho mayor: ganar la guerra, que es conquistar la categoría de hombre, la dignidad humana, cosa mucho más importante y mucho más difícil. Porque no es posible creer que al hombre le bastase, caso de que fuera posible, con ser feliz, so pena de dejar de ser hombre; en realidad, por esa felicidad, ya sería el hombre, limitado, un infeliz, como dice nuestro pueblo.
Por eso nosotros, jóvenes escritores, artistas y poetas, para conquistar esa categoría humana a que aludimos, no sólo, claro está, para nosotros, sino para todos los hombres, declaramos aquí, en un Congreso de Escritores, precisamente, que como escritores y artistas y como hombres jóvenes, luchamos, disciplinada, serena y altivamente, sin demagogia, sin truculencia, allí donde el pueblo español, del que lo esperamos todo, nos diga, a través de sus órganos de expresión democrática, allí donde nos diga el Gobierno Español, que es hoy algo mucho más importante que un gobierno.
Y como jóvenes, precisamente para tener el derecho de intentar la interpretación de toda una juventud heroica, disciplinada y consciente, que se bate en nuestras trincheras, ligándose a lo que hoy, en España, es verdadera y concretamente joven: La Alianza de la Juventud, en la que nos sentimos real y verdaderamente interpretados en todo cuanto se refiera a las necesidades de la lucha, que, para nosotros, son hoy los fundamentos, los cimientos del hombre.
Y de una manera general, por fin, queremos excluir de nosotros, como forma de actuación, todo cuanto no sea un sentido de estricta, rigurosa y concretísima responsabilidad, exigida y defendida, simultáneamente, como una necesidad y una garantía: Una garantía, la que significa poder apelar a esta responsabilidad, cuando algo o alguien pretenda actuar fuera de ella. Una necesidad la de actuar en nombre de algo más importante que nuestro propio, personal y exclusivo criterio.
Así, con una responsabilidad serena y muy consciente y voluntaria disciplina, queremos colaborar con nuestro pueblo a ganar la guerra, a conquistar por ese único hecho, sólo y sencillamente: el hombre. Publicado en Hora de España nº 8, de agosto de 1937