Boceto del Mural del Club Dzerzhinsky realizado por la Brigada VJUTEIN (1928)
TEXTO DE F. NEVESHIN Y D. MIRLAS (1929)
La negación del arte como factor social y necesario sucedió y sucede en tiempos de decadencia o desintegración de una sociedad o una clase concreta. Este fenómeno, con todos sus matices propios, se puede observar con suficiente claridad en toda la cultura del Occidente burgués de antes de la guerra y también en la del momento actual. Toda esa carrera de innumerables “ismos”, el despertar del urbanismo de postguerra, el extremo aislamiento del artista respecto de la sociedad, este encierro del arte en sí mismo, el continuo vagabundeo en torno a mil especulaciones estéticas con el objetivo de satisfacer el deleite individual, este culto de la personalidad única, esos matices formales y —como culminación de toda este desbarajuste abigarrado— esa entronización de la máquina en calidad de ideal absoluto, ¿acaso no hablan elocuentemente del moho que florece en el pantano de allende nuestras fronteras?
Y todo esto se está infiltrando en nuestra dirección; todo esto, disfrazado bajo distintas salsas, está rezumando hacia nosotros por muy diversas hendiduras y subvirtiendo a nuestra juventud soviética. Desgraciadamente, más de una hornada de artistas soviéticos ha sido educada, y sigue aún educándose, en esas enseñanzas y, en consecuencia, el papel del arte, como coadyuvante en la organización de la voluntad, la ideología y las aspiraciones generales de la clase dominante, retrocede a menudo a una posición secundaria, cuando no se olvida por completo.
Tomemos como ejemplo nuestra arquitectura. En ese afán por asimilar la técnica de Occidente, a veces importamos también, mezclados con esos conocimientos y directrices técnicas, orientaciones ideológicas propias de la burguesía.
Necesitamos mantener una actitud crítica frente al racionalismo artístico: no podemos olvidar que ese racionalismo en la construcción de edificios de uso colectivo en las condiciones del Occidente burgués resulta útil, ante todo, para la burguesía. Es evidente que el ciudadano Ford no se encuentra precisamente entre quienes consideran que la arquitectura, como una más de las artes espaciales, influye con sus formas en la organización del modo de vida del proletariado.
Erigiendo rascacielos para los explotados, los millonarios occidentales están construyendo para sí mismos grandes mansiones y villas, que en nada se parecen a esos rascacielos y mucho menos responden a los planteamientos del ya mencionado espíritu racionalizador fordiano.
En sus creaciones artísticas, cada clase social confirma sus ideas y emociones, se afirma a sí misma. Sin embargo, nuestros arquitectos y sus correligionarios, tan preocupados por el estado de la cultura del proletariado, no hacen más que importar, sin ningún tipo de crítica, la ideología y los gustos de los burgueses europeos y norteamericanos.
Una estética completamente ajena a la clase trabajadora se está infiltrando subrepticiamente entre nosotros con la inestimable ayuda de nuestros elementos constructivistas y racionalistas soviéticos.
Nosotros exigimos que, al proyectar un club, un barrio de viviendas o un edificio de uso comunal o gubernamental, el arquitecto soviético, además de preocuparse por una minimización de gastos, el ahorro racional de materiales y demás, no se olvide de la formalización artística del edificio, utilizando para ello los elementos y las formas artísticas y arquitectónicas que han crecido de manera orgánica sobre el suelo de nuestra realidad soviética, alcanzando los mismos logros protagonizados por las demás variantes de nuestro arte figurativo: el fresco, la pintura de caballete o la escultura. Naturalmente, no estamos hablando aquí de “la mecánica asignación de un elemento arquitectónico” que quede bonito, sino de la formalización artística orgánica de una idea ya latente en el instante mismo de la planificación técnica y constructiva de ese edificio.
Tenemos que conseguir de una vez por todas que los problemas del arte proletario de masas se resuelvan con la crítica y la activa participación de las propias masas, y no sean solventados respondiendo al exclusivo gusto de la oligarquía burocrática, cuya complacencia ha hecho posible en parte que en nuestro arte estén creciendo flores de una perniciosa perturbación estética.
Y si pasamos a otras disciplinas artísticas, vemos que también aquí resuenan esas voces que, siguiendo el guión escrito por una ideología extranjerizante, proclaman lo inútil y superfluo que resulta el arte figurativo para la cultura proletaria.
Recientemente, en las páginas del diario Vechérniaya Moskvá, hemos visto cómo el camarada Mijáilov se esforzaba por defender el fresco soviético en calidad, naturalmente, de una forma transitoria de nuestro arte figurativo. Estamos sorprendidos por este relampagueante cambio de opinión de Mijáilov y sus correligionarios, por la circunstancialidad y la “transitoriedad” de sus directrices ideológicas principales. Pido perdón, ¿pero acaso no eran ellos quienes hace bien poco escribían una especie de panegírico fúnebre por la “pintura aún insepulta”?... Y de pronto este cambio tan inesperado: “¡Vale, de acuerdo! ¡Resucitemos el fresco por un rato!”. Al parecer, nunca se habían dado cuenta de que los jóvenes pintores soviéticos siempre “se sintieron” y “se sentían” atraídos por la pintura monumental, pero bien, visto ya el dato, de acuerdo, démosle una moratoria al fresco, a la pintura mural.
Según Mijáilov y sus compañeros de armas, el arte proletario del futuro será lacónico, no empleará demasiado tiempo en particularidades y se limitará a organizar rápidamente la ideología y la forma de vida de los trabajadores, pero así, como de pasada, como hacen ya el cine y la fotografía. Por cuestiones técnicas aún no hemos conseguido este arte del futuro, así que, mientras tanto, contentémonos con las “viejas mulas”, es decir, con el fresco y la pintura de caballete. En vista de la “extrema volatilidad” de las consideraciones de Mijáilov hay que admitir que con esa cambiante visión del mundo sólo el cine puede ponerse a su altura. ¿Y qué ocurrirá, si en verdad todos vamos a cambiar a esa misma velocidad e impetuosidad y del marxismo que marcan los Mijáilov de turno no nos queda nada? Cierto es que la pintura monumental que ahora indulta, posee, según sus palabras, ciertos antecedentes que la avalan de cara a su pervivencia en el futuro, en cambio otros ya no son tan compatibles con la cultura en ciernes. Por ejemplo, para descontento de Mijaílov, la pintura monumental no puede trasladarse de sitio, ni tampoco representar esos momentos aislados y casuales de la vida. Nosotros pensamos precisamente lo contrario, que eso no supone una deficiencia, sino una ventaja del fresco; que esa forma artística está en situación de atrapar una imagen artística de síntesis de manera más amplia y completa y, por tanto, de seguir siendo actual durante muchos más años. Que el fresco no sea móvil o trasladable también habla en su favor, ya que de esta manera siempre permanecerá en un lugar concreto, sin jugar a ese tuya y mía al que tanto juega su alabada fotografía, camarada Mijáilov, hasta el punto de que podemos aplicarle ese conocido refrán ruso: “cada barril tiene su tapa”.
Pero que sea el propio lector, si así lo desea, quien se ponga al tanto de las “novísimas” opiniones de Mijáilov, mientras nosotros tratamos de aclarar por qué los jóvenes artistas se han entusiasmado tanto por el fresco. Antes de nada, debemos advertir de que en nuestro tren no hay sitio para “entusiastas” ni para “marxistas del foxtrot”, para los que una máquina y un ser humano tienen el mismo valor. Los primeros artistas monumentalistas que se declararon como tales ante la opinión pública soviética, no se “entusiasmaron” por el fresco por esa absurda pretensión de estar a la moda o ese deseo tan extendido de restaurar el pasado, sino ante todo por su afán de ser coherentes y útiles a nuestra realidad soviética, por ese deseo febril de ir al paso con el proletariado, de convertirse en guías y asistentes de todos en los inicios de la construcción de un nuevo modo de vida. No fueron los ojos estáticos de los santos, que nos contemplan desde los muros eclesiales, los que nos “entusiasmaron”, sino la pintura monumental por sí misma, con sus recursos y capacidades artísticas.
La diferencia entre nuestro modo de vida proletario y el burgués radica ante todo en la colectividad. Evidentemente, los cambios introducidos en las residencias comunales, la construcción de enormes clubs laborales o de barrio y de grandes parques de ocio y cultura, etc., la aparición de un espectador organizado, que vive con las mismas aspiraciones generales, plantean al artista nuevos cometidos; y la pintura monumental, como una de las variantes del arte figurativo, puede y debe servir a esta necesidad de organizar las emociones y voluntades proletarias, algo en lo que tiene valiosos precedentes. En primer lugar, la pintura monumental es, sin duda, un arte de masas, ya que por su propia naturaleza está programada para cubrir grandes superficies y ponerse al servicio de una masa colectiva y no de un espectador aislado y solitario. En segundo lugar, su composición no existe por sí misma, como ocurre con el cuadro de caballete, sino que necesita estar en plena armonía orgánica con la arquitectura que la alberga. Eso le obliga a que sus especiales elementos arquitectónicos deban ser extremamente claros y precisos. Esa buena y rigurosa organización de la pintura monumental se transmite de manera natural al espectador, al mismo tiempo que obliga también al propio artista. En tercer lugar, la actitud y el ritmo internos de este tipo de pintura deben presentarse de forma condensada y resultar nobles y elevados, pues la nobleza de miras de la pintura monumental no se activa con cualquier hecho vital sin importancia, sino cuando aprehende todo un coágulo, una concentración de hechos, su síntesis, actuando entonces como un símbolo sintetizador de acontecimientos vitales aislados.
Además, a la pintura monumental le son inherentes ciertas cualidades técnicas, que le han permitido conservar su actualidad a lo largo de un larguísimo período de tiempo. Por tanto, ha sido la suma de todas estas condiciones y cualidades la que ha impulsado a nuestros jóvenes artistas a interesarse por el fresco, por la pintura monumental, ya que les proporciona un poderoso instrumento para desarrollar y elevar el nivel cultural de nuestro país. Naturalmente, como ocurre siempre y en todas partes, la juventud es muy propensa a cometer errores y faltas de bulto, debido en unos casos a su insuficiente preparación y en otros a determinadas influencias de esa herencia que ha recibido y recibe en el interior de su escuela artística; pero el camino elegido es correcto y la crítica marxista, la concepción proletaria del mundo y su relación con las masas obreras y campesinas le ayudarán a eliminar rápidamente estas deficiencias de juventud.
Aprovecho la ocasión para comentar brevemente esta herencia cultural. Mijáilov, y no sólo él por lo que parece, se ha creado la impresión de que otra causa de ese repentino entusiasmo juvenil por la pintura monumental pudiera ser la influencia que sobre los jóvenes artistas ejercen sus propios maestros; por ejemplo, Pável Kuznetsov, que, al dedicarse desde siempre a esta disciplina, ha orientado a sus discípulos en esa dirección. No vamos ahora a entrar a analizar la creatividad y la actividad docente de uno de nuestros mejores profesores, pero sí debemos decir que nunca se han visto los frescos de P. V. Kuznetsov materializados en muro alguno. La calificación de “al fresco” que se da a sus lienzos espero que se corrija pronto, pues se trata de un lapsus evidente de catálogo.
Pero lo más importante es que los trabajos de la juventud de la AJRR, realizados en el club del VJUTEIN y en el club Dzerzhinski representan, sin discusión alguna, un fenómeno de gran significado social y cultural, aunque sólo sea por el simple hecho de que, en el momento de mayor entusiasmo de la juventud por el esteticismo formal y la pintura de caballete, un grupo de jóvenes artistas haya dejado a un lado el stankovismo y se haya decidido a abrazar la pintura mural, sin que existiera ningún precedente en nuestro pasado reciente que le hubiera servido de ejemplo. A pesar de las chanzas de los amantes del “arte puro”, este grupo ha logrado, con su propia orientación general y su capacidad de trabajo, hacerse un lugar en el panorama artístico del país y triunfar en la tarea de acercar el arte a los trabajadores, así como llamar la atención de la opinión pública, no a base de mucha cháchara, sino mediante su estimable trabajo, aunque en sus comienzos quizá resultara demasiado timorato y adoleciera de grandes errores.
Puede que esto sólo represente el humilde piar de un simple jilguero en el panorama de nuestra revolución cultural, pero ese jilguero de la AJRR es mil veces más aceptable que la grulla incorpórea que nos proponen los formalistas o el propio camarada Mijáilov, ese miembro del grupo “Octubre”, ahora afectado por un nuevo arrebato de “filia fotocinematográfica”.
Pero no ha sido un camino de rosas el de la juventud ajrovtsiana que ha avanzado junto a la AJR hasta convertirse en un eslabón más en la cadena que forman los trabajadores del arte soviéticos.
La juventud de la AJR comprende perfectamente que no basta con transvasar el vino de un odre a otro, sino que, para conseguir los resultados deseados, resulta necesario activar enérgicamente a la opinión pública y desarrollar una gran capacidad de trabajo, saber aprovechar de manera crítica la herencia cultural del pasado en beneficio de la gran causa general del proletariado.
El artista monumentalista, haciendo uso de la lengua de las masas y las formas artísticas, obliga a los muros patrios a que hablen de nuestro duro pasado y desplieguen sobre ellos la historia de las gloriosas hazañas protagonizadas recientemente por las masas obreras.
El artista desarrolla, en imágenes y con una gran labor de síntesis, nuestra construcción del socialismo y la solidaridad internacional de la clase obrera. Aunque tampoco podemos excluir del campo de acción de la pintura monumental su intento de representar con imágenes entusiastas ese futuro, el mejor futuro posible, por el que nosotros tenemos que luchar con tesón y abnegación.
Así es como concebimos nosotros el cometido de la pintura monumental, ese campo de actividad que, unido a los de las demás disciplinas artísticas, deberá contribuir al impulso general de la construcción mundial del socialismo.
Publicación original en ruso: Neveshin, F. y D. Mirlas, “Sovétskaya monumentalnaya zhívopis”, Iskusstvo v maíz (Moscú, abril-mayo 1929), pp. 11-15. Para la traducción alemana cf. Gassner, Hubertus y Eckhardt Gillen (eds.), Zwischen Revolutionskunst und Sozialistischen Realismus: Dokumente und Kommentare. Kunstdebatten in der Sowjetunion von 1917 bis 1934. Colonia: DuMont, 1979, pp. 474-475.
Traducción del texto original ruso de Rafael Cañete.
Fuente: Aleksandr Deineka (1899-1969). Una vanguardia para el proletariado. 2011. Fundación Juan March