LOS FUNERALES DE DURRUTI
Aproximadamente a la una de la tarde del 19 de noviembre de 1936 (en plena Batalla de la Ciudad Universitaria de Madrid), en la calle Isaac Peral, Durruti es herido en el pecho por una bala de extraña procedencia; en grave estado, es llevado al Hotel Ritz, sede del hospital de sangre de las milicias catalanas, donde muere al día siguiente a las cuatro de la mañana. Hace hoy 77 años
La muerte de Durruti ocurrida en oscuras circunstancias propició la aparición de diversas hipótesis, la CNT dijo escuetamente que había sido una "bala fascista". Los nacionales dijeron que habían sido los comunistas. Los comunistas que los troskistas o incluso los propios hombres de Durruti. También se habló del disparo de un desertor al que Durruti habría ido a detener. Sin embargo la hipótesis más plausible es la de que fue un accidente en el que a Durruti se le habría disparado su propia arma, tal como declaró su compañera Emilienne Morin: "...fueron sus amigos, García Oliver y Aurelio Fernández, quienes me dijeron que había sido un accidente. Eran sus compañeros de lucha ¿Por qué habrían de mentirme?".
El escritor alemán H. E. Kaminski, autor del libro Los de Barcelona (junto a Homenaje a Catalunya de Orwell, uno de los grandes testimonios de la revolución social en Cataluña), relató de este modo los funerales de Durruti:
"El cadáver llegó a Barcelona tarde por la noche. Había llovido todo el día y los coches que escoltaban el féretro estaban llenos de barro. La bandera rojinegra que cubría el coche fúnebre estaba sucia. En la casa de los anarquistas, que antes de la revolución había sido la sede de la Cámara de Industria y Comercio, los preparativos ya habían comenzado el día anterior. El vestíbulo había sido transformado en capilla ardiente. Como por milagro, todo se había hecho a tiempo. La ornamentación era simple, sin pompa ni detalles artísticos. De las paredes colgaban paños rojos y negros, un baldaquín del mismo color, algunos candelabros, flores y coronas: eso era todo. Sobre las dos puertas laterales, por donde debía pasar la multitud en duelo, se había colocado, a la usanza española, grandes letreros donde se leía: "Durruti os dice que entréis" y "Durruti os dice que salgáis".
Unos milicianos vigilaban el féretro, con los fusiles en posición de descanso. Después, los hombres que habían venido con el ataúd desde Madrid, lo condujeron a la casa. A nadie se le había ocurrido abrir los grandes batientes del portal, y los portadores del féretro tuvieron que estrecharse al pasar por una pequeña puerta lateral. Les había costado abrirse paso a través de la multitud que se agolpaba ante la casa. Desde las galerías del vestíbulo, que no habían sido decoradas, miraban unos curiosos. El ambiente era de expectativa, como en un teatro. La gente fumaba. Algunos se quitaban la gorra, a otros no se les ocurría hacerlo. Había mucho ruido. Algunos milicianos que venían del frente, eran saludados por sus amigos. Los centinelas trataban de hacer retroceder a los presentes. También esto causaba ruido. El hombre encargado de la ceremonia daba indicaciones. Alguien tropezó y cayó sobre una corona. Uno de los que llevaban el ataúd encendió cuidadosamente su pipa, mientras la tapa del féretro era levantada. El rostro de Durruti yacía sobre seda blanca, bajo un vidrio. Tenía la cabeza envuelta en una bufanda blanca que le daba aspecto de árabe.
Era una escena trágica y grotesca a la vez. Parecía un aguafuerte de Goya. La describo tal como la ví, para que se pueda entrever lo que conmueve a los españoles. La muerte, en España, es como un amigo, un compañero, un obrero que se conoce en el campo el taller. Nadie alborota cuando viene, Se quiere a los amigos, pero no se los importuna. Se los deja ir y venir como quieran. Quizás el viejo fatalismo de los moros que reaparece aquí, después de encubrirse durante siglos bajo los rituales de la Iglesia católica.
Durruti era un amigo. Tenía muchos amigos. Se había convertido en el ídolo de todo un pueblo. Era muy querido, y de corazón. Todos los allí presentes en esa hora lamentaban su pérdida y le ofrendaban su afecto. Y sin embargo, aparte de su compañera, una francesa, sólo vi llorar a una persona: una vieja criada que había trabajado en esa casa cuando todavía iban y venían por allí los industriales, y que probablemente nunca lo había conocido personalmente. Los demás sentían su muerte como una pérdida atroz e irreparable, pero expresaban sus sentimientos con sencillez. Callarse, quitarse la gorra y apagar los cigarrillos, era para ellos tan extraordinario como santiguarse o echar agua bendita.
Miles de personas desfilaron ante el ataúd de Durruti durante la noche. Esperaron bajo la lluvia, en largas filas. Su amigo y su líder había muerto. No me atrevería a decir hasta qué punto era dolor y hasta qué punto curiosidad. Pero estoy seguro de que un sentimiento les era completamente ajeno: el respeto ante la muerte.
El entierro se llevó a cabo al día siguiente por la mañana. Desde el principio fue evidente que la bala que había matado a Durruti había alcanzado también el corazón de Barcelona. Se calcula que uno de cada cuatro habitantes de la ciudad había acompañado su féretro, sin contar las masas que flanqueaban las calles, miraban por las ventanas y ocupaban los tejados e incluso los árboles de las Ramblas. Todos los partidos y organizaciones sindicales sin distinción habían convocado a sus miembros. Al lado de las banderas de los anarquistas flameaban sobre la multitud los colores de todos los grupos antifascistas de España. Era un espectáculo grandioso, imponente y extravagante; nadie había guiado, organizado ni ordenado a esas masas. Nada salía de acuerdo a lo planeado. Reinaba un caos inaudito.
El comienzo del funeral había sido fijado para las diez. Ya una hora antes era imposible acercarse a la casa del Comité Regional Anarquista. Nadie había pensado en bloquear el camino que el cortejo fúnebre recorría. Los obreros de todas las fábricas de Barcelona se habían congregado, se entreveraban y se impedían mutuamente el paso. El escuadrón de caballería y la escolta motorizada que debían haber encabezado el cortejo fúnebre se hallaban totalmente bloqueados, estrujados por la muchedumbre de trabajadores. Por todas partes se veían coches cubiertos de coronas, atascados e imposibilitados de avanzar o retroceder. Con un esfuerzo mayúsculo se logró allanar el camino para que los ministros pudieran llegar al féretro.
A las diez y media, el ataúd de Durruti, cubierto con una bandera rojinegra, salió de la casa de los anarquistas llevado en hombros por los milicianos de su columna. Las masas dieron el último saludo con el puño en alto. Entonaron el himno anarquista "Hijos del pueblo". Se despertó una gran emoción. Por alguna razón, o por error, se había hecho venir a dos orquestas: una tocaba muy bajo y otra muy alto. No lograban tocar al mismo compás. Las motocicletas rugían, los coches tocaban la bocina, los oficiales de las milicias hacían señales con sus silbatos, y los portadores del féretro no podían avanzar. Era imposible organizar el paso de una comitiva en medio de ese tumulto. Ambas orquestas volvieron a ejecutar la misma canción una y otra vez. Ya habían renunciado a mantener el mismo ritmo. Se escuchaban los tonos pero la melodía era irreconocible, Los puños seguían en alto. Por último cesó la música, descendieron los puños y se volvió a escuchar el estruendo de la muchedumbre en cuyo seno, sobre los hombros de sus compañeros, reposaba Durruti.
Pasó por lo menos media hora antes que se despejara la calle para que la comitiva pudiera iniciar su marcha. Transcurrieron varias horas hasta que llegó a la plaza Cataluña, situada sólo a unos centenares de metros de allí. Los jinetes del escuadrón se abrieron paso, cada uno por su lado. Los músicos, dispersados entre la multitud, trataron de volver a reunirse. Los coches cargados de coronas dieron un rodeo por las calles laterales para incorporarse por cualquier parte al cortejo fúnebre. Todos gritaban a más no poder.
No, no eran las exequias de un rey, era un sepelio organizado por el pueblo. Nadie daba órdenes, todo ocurría espontáneamente. Reinaba lo imprevisible. Era simplemente un funeral anarquista, y allí residía su majestad. Tenía aspecto extravagante, pero en ningún momento perdía su grandeza extraña y lúgubre.
Los discursos fúnebres se pronunciaron al pie de la columna de Colón, no muy lejos del sitio donde una vez había luchado y caído a su lado el mejor amigo de Durruti (N. del E. ese amigo era Ascaso)
García Oliver , el único superviviente de los compañeros habló como amigo, como anarquista y como ministro de Justicia de la República española.
Después tomó la palabra el cónsul ruso. Concluyó su discurso, que había pronunciado en catalán, con el lema "¡Muerte al fascismo!". El presidente de la Generalitat, Companys, habló hasta el final: "¡Compañeros!", comenzó y terminó con la consigna "¡Adelante!"
Se había dispuesto que la comitiva fúnebre se disolviera después de los discursos. Sólo algunos amigos de Durruti debían acompañar el coche fúnebre al cementerio. Pero este programa no pudo cumplirse. Las masas no se movieron de su sitio; ya habían ocupado el cementerio, y el camino hacia la tumba estaba bloqueado. Era difícil avanzar, pues, para colmo, miles de coronas habían vuelto intransitables las alamedas del cementerio.
Caía la noche. Comenzó a llover otra vez. Pronto la lluvia se hizo torrencial y el cementerio se convirtió en un pantano donde se ahogaban las coronas. A último momento se decidió postergar el sepelio. Los portadores del féretro regresaron de la tumba y condujeron su carga a la capilla ardiente.
Durruti fue enterrado al día siguiente".
Fuente: contraindicaciones