Una mujer dibuja una mujer. Y la recreación, de alguna manera, es un reconocimiento. Una declaración de principios. Un homenaje.
En 1936, antes de consolidar el estilo que la inmortalizó en el panorama de las artes visuales, Amelia Peláez realizó este dibujo. Lápiz sobre el papel, dominio de la línea. Son evidentes ciertas influencias, pero lo que primero fascina es la delicadeza del trazo.
El tema de las costureras es habitual en las artes plásticas cubanas. Más de un artista dejó su testimonio de mujeres encorvadas sobre la máquina de coser.
La de Amelia Peláez no es una visión beligerante, no parece (a primera vista) una reivindicación. Es serena la proyección del personaje. Y al mismo tiempo, es poderosa.
Nótese el volumen de los brazos, el tamaño de los pies descalzos. Esta mujer pudiera sostener un mundo. Y sin embargo, está circunscrita a un ámbito más bien íntimo. El ámbito al que se solía circunscribir a las mujeres.
Pero siempre hubo pioneras. Mujeres que forzaron límites, atravesaron fronteras. Amelia entre ellas.
Este dibujo pudiera ser la metáfora de un potencial. Es más que un regodeo en la suavidad de la curva, es la reafirmación de una voluntad. La mujer no es solo la fuente y la flor. Es también tronco y fruto.