SERIE "REFORMA AGRARIA" (1969)
La comprensión cabal de los afiches de la reforma agraria peruana requiere una contextualización amplia. En los términos más históricos, pero también los más personales.
Su principal artífice, Jesús Ruiz Durand, nació en 1940 en la ciudad andina de Huancavelica, donde su abuela mantenía una tienda frecuentada por campesinos indígenas. Es allí donde aprendió quechua, antes de partir a Lima, hacia 1956, para cursar estudios de profesorado de física y matemáticas al mismo tiempo que asistía a la Escuela Nacional de Bellas Artes. Sus cuadros tempranos (1964) eran de corte expresionista, pero pronto derivarían hacia propuestas plásticas vinculadas con cierta idea mítica de la tecnología. Entre 1966 y 1968 sus desarrollos de las premisas del op art lo ubicaron en uno de los filos más cortantes de la renovación plástica en nuestro medio: una vanguardia incipiente, incierta, que se perfilaba como una asimilación todavía acrítica del experimentalismo euronorteamericano.
Pero esa disciplina conceptual y plástica devendría también la exigencia de una ruptura más amplia en la que vanguardia artística y vanguardia política se conjugarían. Un salto y un vínculo que, a finales de aquella “década prodigiosa”, encontraron su lenguaje preciso en la figuración recuperada desde la psicodelia y las rutilancias del pop cosmopolita. Así lo pusieron en estridente evidencia las alternancias que con ese estilo Ruiz Durand ensayaba entre la alusión sexual o festiva y la imagen política literalmente encendida: de las eróticas representaciones de Miss Commune (Uschi Obermeier, la célebre diva del movimiento hippie europeo) a la de un bonzo vietnamita inmo- lándose en ardientes llamas de protesta (ambos cuadros perdidos).
Todo parte de una misma y múltiple revolución cultural, evidenciada por el tratamiento uniforme con que el artífice transformaba fotografías de circulación masiva mediante procesos de solarización que le permitían luego distribuir el color por áreas y sin matices en distintas versiones pictóricas. El fuerte impacto visual así logrado, la deliberada estridencia plástica de los chirriantes tonos escogidos articulaban el sentido ideológico desde los postulados estéticos del experimentalismo. Parte de la radicalización generalizada de ideas y medios expresivos que le permitiría a Juan Acha hablar por esos años de la emergencia en Lima de una “guerrilla cultural”. Tendencia que en la obra de Ruiz Durand procuraba una articulación simbólica con la guerrilla política, aunque todavía sin apartarse de la especificidad de su campo artístico.
Tales ambivalencias se tornarían obvias para el propio artífice cuando, con cuadros de aliento subversivo, obtuvo el premio de la financiera trasnacional Adela Investment en 1970 (obras perdidas o de propiedad del artista). Esta constatación y la radicalidad de los tiempos lo llevaron a reafirmar su cuestionamiento no solo al lenguaje artístico sino, además, a los circuitos que asimilaban toda transgresión ensayada desde la especificidad plástica. Al poco tiempo abandonó la pintura para dedicarse de lleno al diseño gráfico, que lo vinculaba ya con el proceso político iniciado a fines de 1968 por el golpe militar del general Juan Velasco Alvarado. Una dictadura que, paradójicamente, se anunciaba como liberadora de opresiones seculares, sobre todo por su implementación drástica de una reforma agraria radical.
Aquella ilusión, por cierto, culminaría en un fracaso abismal. Uno de los más profundos en la historia republicana del Perú, con consecuencias devastadoras que, en menos de una década, llevarían al país a una crisis casi terminal. Pero en sus esperanzados inicios el velasquismo pareció encarnar la realización de tantas promesas incumplidas en la historia nacional, y a esa utopía procuraron darle imagen importantes artífices y escritores.
Desde 1969 y hasta 1971 Ruiz Durand integró un equipo estatal de comunicaciones al servicio de la reforma agraria. En esa oficina trabajaba también el diseñador José Bracamonte, además de José Adolph, Mirko Lauer, Jorge Merino, Pedro Morote, Efraín Ruiz Caro y otros intelectuales. Entre los materiales allí producidos destacaba un impresionante grupo de afiches a cuyo estilo Ruiz Durand daría –quince años después– el memorable nombre de “pop achorado”, utilizando un peruanismo alusivo al comportamiento desfachatado e incluso insolente que caracteriza a las nuevas generaciones de mestizos en su impetuosa apropiación de todos los recursos simbólicos de ascenso social disponibles.1 Una propuesta audaz en la que cierto velasquismo se demostraba no como la interrupción política del experimentalismo artístico de los años 70, sino como el espacio privilegiado para la realización desplazada de aquella ilusión vanguardista. Su culminación diferida.
Durante la euforia revolucionaria de esos años, lo moderno fue vivido como lo popular, lo popular se identificaba principalmente con lo campesino, lo campesino con lo andino –con la gran tradición prehispánica que se cree supérstite en la población indígena, sus reivindicaciones y mitos–. Principal entre éstos, la esperanza mesiánica del retorno de Inkarri, el Inka-Rey decapitado cuyo cuerpo se estaría regenerando bajo la tierra, a la espera del momento propicio para volver a la superficie y restaurar el tiempo interrumpido de los indígenas.
Parte de la estrategia simbólica del velasquismo apuntaba a una identificación con esa fuerza mítica. Empeño que encontró en estos afiches de la reforma agraria una de sus manifestaciones más sofisticadas. Basados casi siempre en fotografías tomadas por el propio Ruiz Durand, el aspecto decisivo de esos trabajos se hallaba en su articulación compleja de técnicas cosmopolitas –de Vasarely a Lichtenstein– con sentidos locales y telúricos, incluyendo referencias simbólicas al Tawantinsuyo. Es el reiterado caso de las presencias solares, alusivas al culto emblemático de los incas, cuyo pendón distintivo exhibía además los colores del arco iris. Éstos reaparecen con fuerza en carteles donde un amanecer radiante solariza –en el sentido literal y en el figurado– a los campesinos que trabajan la tierra, integrándolos cromáticamente al paisaje. Sus cuerpos adquieren así una energía tectónica pero de insólita modernidad al mismo tiempo. Una irradiación ancestral acentuada por las perturbaciones retinales de los efectos op que reverberan desde el horizonte. Inkarri, o cierta mistificada idea de él, asoma tras esos nuevos y tecnológicos soles.
Por cierto, también asoman los carteles de la revolución cubana, o los del diseñador polaco-francés Cieslewicz, o los del rock internacional y la psicodelia. Pero un elemento de gravedad diferencia la propuesta de Ruiz Durand. Un aire vagamente mítico que se iría volviendo cada vez más denso. La pieza culminante en esa línea es el afiche desde cuyo centro un sol incandescente irradia dorados efectos ópticos –de color rojo sangre en otra versión– sobre una compleja red de geometrías y tramas de la que emana una doble imagen de Túpac Amaru. Cual Jano bifronte, el gran rebelde andino, tantas veces identificado con Inkarri, es aquí representado en positivo y en negativo, de frente y de perfil. Como en el encuentro de una dimensión mítica y otra histórica, de dos tiempos distintos pero articulados.
El conjunto sugiere la forma de un trapecio con una figura solar en su núcleo. Dos emblemas prototípicos del Tawantinsuyo articulados en una sola presencia, cuya fuerza ancestral y mesiánica se potenciaba por la insólita modernidad de su lenguaje expresivo, hasta el punto de convertirse en el ícono paradigmático del proceso velasquista. Y aunque la instrumentalización política era evidente, lo que interesaba era la dimensión mítica que se vinculó a ella desde el código formal mismo, desde su tecnología y la opción cultural que llevó implícita.
Lo que por último estaba en juego en los afiches de la reforma agraria era una imagen factible de la modernidad andina: una forma tecnológica que no suplante, sino que resucite, valores simbólicos ancestrales, articulando estéticamente a la intelectualidad radical con los “nuevos indios”, integrando la cosmopolita sensibilidad pop a cierta cultura popular peruana. Y todo ello desde un concepto de vanguardia tan politizado que abandonaba la especificidad del circuito plástico para ensayar una comunicación visual con sectores hasta entonces apartados de la institucionalidad artística, cuando no de la tradición occidental misma. Un reto que intentó resolverse no por la vía habitual de la simplificación de los códigos, sino mediante una complejización que postulaba su eventual reelaboración dialógica.
Sin embargo, es solo en el terreno formal donde esta propuesta última alcanzó un cierto grado de realización. Un grado incierto: para el propio artífice se trataba de imágenes provisorias, casi de transición hacia una comunicación plena que las burocracias no podrían admitir. En 1971 desacuerdos ideológicos determinaron el apartamiento de Ruiz Durand de la Dirección de Difusión de la Reforma Agraria, asimilada ese mismo año al Sistema Nacional de Movilización Social (SINAMOS). Aunque continuó colaborando con otras instancias del gobierno, los crecientes obstáculos culminaron en la abierta censura a un afiche en el que la imagen exaltada del comunero industrial parece al mismo tiempo sugerir la de un miliciano armado.
Ya para 1975 la del velasquismo había demostrado ser una ilusión tan precaria como fugaz. A la inoperancia económica se le sumaron las inevitables corrupciones y un autoritarismo creciente. En términos políticos, primero la desnaturalización y luego el desmantelamiento de las reformas de aquel régimen quebraron sus vínculos con la intelectualidad radical. Se frustraban así las esperanzas artísticas casi al mismo tiempo que las sociales.
“Otra experiencia trunca” es como el propio Ruiz Durand resumió todo ello en el artículo citado de 1984. La gravedad de lo transcurrido entre una y otra fecha aparece inscrita no solo en las imágenes, sino en la propia materialidad plástica de los cuadros que poco después reunió en su conmovedora serie Memorias de la ira (1987) (hoy en Micromuseo y el Museo de Arte de Lima): una lacerante secuencia de pinturas que reinterpretaron –en apagada clave pop– incisivas fotografías periodísticas de los desastres de la guerra incivil que entonces desgarraba al Perú, casi como un efecto diferido de los ofuscamientos políticos de la década anterior. Si bien esas telas recurrían otra vez a las técnicas de solarización y pintura plana, ahora los colores acallados, casi fúnebres, eludían las deliberadas estridencias que antaño sostenían el sentido de la obra sobre un fuerte impacto visual, optimista y festivo.
Como en el paso anterior de la tela al afiche, la precariedad inscrita en este retorno a la experiencia pictórica era la de los vínculos demasiado inciertos entre la intelectualidad progresista y la diversidad fragmentada de un Perú anómico. En el tránsito al decenio de 1970 y al velasquismo más radical, ese vacío pretendía colmarse con la esperanza mitificada de la tecnología y la comunicación integradora. En los años 80 asistimos al amortajamiento de aquella ilusión, acarreada por los indígenas que antes incorporaban la esperanza solar de un amanecer tecnotelúrico para los Andes y para el país. El cadáver del periodista rutilantemente envuelto que en Memorias de la ira portan los campesinos de Uchuraccay (cuadro en el Museo de Arte de Lima) era también el de la gran ilusión moderna –cierta ilusión revolucionaria– de la utópica década de 1960.2
Texto de Gustavo Buntinx
Notas
1. Ruiz Durand, Jesús, “Afiches de la Reforma Agraria: otra experiencia trunca”, U-tópicos, Lima, nº 4/5, diciembre de 1984, p. 17. Sobre el término “pop achorado”, sus orígenes y transformaciones, véase también Buntinx, Gustavo, “Estética de proyección social: el taller E.P.S. Huayco y la utopía socialista en el arte peruano”, en Buntinx, Gustavo (ed.), E.P.S. Huayco. Documentos, Lima, Museo de Arte de Lima (MALI), Instituto Francés de Estudios Andinos y Centro Cultural de España, 2005, pp. [19]-161.
2. Para una elaboración de las ideas aquí formuladas, véanse los textos míos publicados sobre el tema, principalmente: Buntinx, Gustavo, “Modernidades cosmopolita y andina en la vanguardia peruana”, en Oteiza, Enrique (coord.), Cultura y política en los años 60 [1994], Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, 1997, pp. 267-286 (título original, modificado por los editores: “Modernidad andina / Modernidad cosmopolita. Trances y transiciones en la vanguardia peruana de los años sesenta”) (Actas de las jornadas Cultura y política en los años sesenta, organizadas en Buenos Aires por el Instituto de Investigaciones Gino Germani en septiembre de 1994); Buntinx, Gustavo, Utopía y ruinas. Jesús Ruiz Durand: fragmentos de una retrospectiva (1966-1987) (cat. exp.), Lima, Museo de Arte del Centro Cultural de San Marcos, 2005; Buntinx, Gustavo, “Pintando el horror: sobre Memorias de la ira y otros momentos en la obra de Jesús Ruiz Durand”, en Hamann, Marita; López Maguiña, Santiago; Portocarrero, Gonzalo y Vich, Víctor (eds.), Batallas por la memoria: antagonismos de la promesa peruana, Lima, Red para el Desarrollo de las Ciencias Sociales en el Perú, 2003, pp. [315]-[335].
Fuente: MALBA