Marc Bret y Nacho Morejón narran en un magnífico libro medio siglo de baloncesto en la URSS. La Guerra Fría con EE UU, Múnich 72, los duelos TSKA-Madrid, la muerte del héroe Belov, el castigo a Tkachenko, la irrupción de Sabonis, la coronación en Seúl 88…
El gigante rojo, historia del baloncesto soviético, es el título de un libro magnífico, muy minucioso y repleto de testimonios, escrito por Marc Bret y Nacho Morejón y publicado por Ediciones JC. La obra realiza un apasionante recorrido por el deporte de la canasta en la extinta URSS durante la segunda mitad del siglo XX, un país que llegó a convertirse en la segunda gran potencia mundial solo por detrás de Estados Unidos. Un libro de baloncesto, pero también de historia, que narra la rivalidad deportiva y los planes soviéticos para vencer a los estadounidenses, especialmente en los Juegos Olímpicos, en plena Guerra Fría, con una figura fundamental, la del entrenador Alexander Gomelski, que alcanzó en la cita olímpica de Seúl 88 el único título que le faltaba y, a la postre, el último de la Unión Soviética antes de su disolución.
Los dos autores, por cierto, tienen también una buena historia detrás cada uno. Marc Bret nació en Barcelona en 1987 y creció en Badalona, ciudad de baloncesto, se doctoró en física de partículas experimental en Londres y trabaja actualmente en la Organización Europea para la Investigación Nuclear, aunque sin perder de vista el mundillo de la canasta y donde ha colaborado en la web Basketme. En Londres conoció a la que ahora es su mujer, una moscovita, que le llevó a empaparse de la cultura eslava y también a aprender la lengua rusa.
Nacho Morejón, por su parte, nació en Huelva en 1972 y es ingeniero de telecomunicaciones por la Universidad de Vigo y, actualmente, jefe de equipos de automatización de redes en Telefónica UK (Reino Unido). Jugador federado de baloncesto durante muchos años y autor de La mujer que visitaba su propia tumba, una historia de Manchukuo.
“El gigante rojo contiene información extensa y fidedigna sobre la URSS y sus jugadores que antes era un misterio para los extranjeros”, escribe en el prólogo Serguei Tarakanov, alero del TSKA de Moscú y de la selección de la URSS en la década de los 80. Un placer descubrir hechos desconocidos con una lectura a la vez amena y didáctica, con multitud de anécdotas y situaciones no desveladas en su día en una época marcada por el secretismo.
Un trabajo que abarca las competiciones internacionales desde 1947 (debut con título en el Eurobasket antes de encadenar ocho medallas de oro seguidas entre 1957 y 1971) y el estreno olímpico de la URSS en 1952, que previamente había rechazado la cita olímpica por ser una competición de las élites. La victoria ante la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial cambió el panorama, los deportistas soviéticos se iban a convertir en embajadores de la URSS, aunque con la intención de participar solo en los eventos internacionales en los que se podía lograr la primera plaza. “Si perdíamos, la prensa burguesa aprovecharía para criticar a nuestra nación al completo y a nuestros atletas, lo que ya había ocurrido anteriormente. Para que nos dieran permiso para competir a nivel internacional tuve que mandar una carta especial a Stalin garantizando la victoria. Así, uno se hacía responsable de los resultados, y las consecuencias del fracaso eran muy serias”, aseguraba Nikolai Romanov, ministro de Deportes en aquellos años. Lo de las “consecuencias”, las purgas y los duros castigos tienen mucho de mito, como explican los autores.
La Guerra Fría baloncestística comenzó en Helsinki 52, con triunfo estadounidense en la final, un éxito determinado, entre otras cosas, por la superioridad de los interiores Kurland y Lovelette (en 1956 sería el turno de un joven de 22 años llamado Bill Russell). Una desventaja física que marcó a los dirigentes deportivos soviéticos, que debían encontrar jugadores de gran tamaño que hicieran frente a su rival. Arrancaba la búsqueda de gigantes, legado que dejó la URSS al baloncesto con pívots como el checheno Akhtaev, de 2,32 m; el letón Krumins, de 2,20 y primer cinco soviético de nivel internacional; el ruso Andreiev, de 2,15; y, posteriormente el ruso-ucraniano Tkachenko y el lituano Sabonis, ambos de 2,20.
Todo se terminó en 1991 con la disolución de la URSS, cuyos restos (baloncestísticamente hablando) pervivieron hasta los Juegos de Barcelona 92, donde parte del antiguo equipo soviético compitió bajo bandera de la Comunidad de Estados Independientes alcanzando las semifinales. La medalla de bronce se la arrebató Lituania en un duelo tan directo como simbólico en ese momento.
Un cerrojazo a más de 40 años de baloncesto soviético, en los que el gigante rojo ganó 14 Eurobasket, tres Mundiales y dos Juegos Olímpicos. Casi medio siglo en el que sus clubes también llegaron a dominar el Viejo Continente. Lo hizo el TSKA de Moscú (“En los duelos frente al Real Madrid en los 60 era cuestión de Estado, nos pedían ganar o morir”, recordaba el virtuoso base armenio Alachachian) y lo hizo antes el ASK Riga, vencedor de las tres primeras ediciones de la Copa de Europa con Gomelski en el banquillo. Otros dejaron huella a su manera, como el Spartak de Leningrado (ahora San Petersburgo). Y dentro del capítulo equipos, muy especial resultó la rivalidad liguera entre el TSKA y el Zalgiris del gran Sabonis en los 80. Un boom de popularidad para el deporte de la canasta al otro lado del telón de acero.
La muerte del héroe de Múnich 72
La trágica historia del atlético pívot Alexander Belov, autor de la acción ganadora en Múnich 72 en los polémicos tres segundos finales que tumbaron por primera vez a EE UU en unos Juegos, y la de Vladimir Kondrashin, su entrenador en aquella selección y también en el Spartak de Leningrado, es muy emotiva y está muy bien investigada y narrada. El técnico fue como un padre para el jugador, que perdió al suyo prematuramente, y más tarde iba a ser el propio Belov quien falleciera con solo 26 años debido a un sarcoma incurable, lo que conmocionó profundamente a compañeros y rivales en plena disputa del Mundial de Filipinas en 1978.
El otro Belov, Serguei, el escolta, el mejor jugador soviético de la historia hasta entonces (y luego entrenador), fue el último portador de la antorcha en los Juegos de Moscú 80, en el inicio de una década inolvidable que se inauguró con un rotundo fracaso, ya que el oro fue para Yugoslavia en la cita olímpica. De la decepción más absoluta al desquite en el Mundial de Cali 82 con gran protagonismo de Myshkin y del recordado Tkachenko, que faltó al Eurobasket de unos meses después en Francia como castigo interno al ser descubierto con divisas y productos comprados en el extranjero para vender dentro del país y así poder sacarse un dinero extra en rublos. Una práctica común que provocó múltiples reprimendas del KGB.
Los Juegos de 1988 en Seúl serían los de la coronación definitiva de una de las mejores selecciones de la historia, el canto del cisne de la URSS antes de la disolución y, asimismo, el requisito previo obligado para que jugadores como Marciulionis y Volkov obtuvieran el permiso para desembarcar en la NBA apenas un año más tarde, en 1989, mientras Sabonis lo hacía en nuestra ACB, en Valladolid.
Una gran historia la del baloncesto soviético que merece ser leída, sobre todo si está tan bien contada como en El gigante rojo.
Fuente: as