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"LOS ORÍGENES", NUEVO LIBRO DEL ESCRITOR EX-YUGOSLAVO SASA STANISIC

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Los orígenes
Sasa Stanisic
18,00€ P.V.P. 
Editorial AdN
ISBN: 978-84-1362-080-0
376 páginas
Año: 2020
Traductor: Belén Santana López
 Sinopsis: "Los orígenes" es un libro sobre la primera casualidad que marca nuestra biografía: nacer en un lugar determinado. Y sobre lo que viene después. "Los orígenes" es un libro sobre los lugares de donde vengo, tanto los recordados como los inventados. Un libro sobre el idioma, el trabajo clandestino, la carrera de relevos de la juventud y muchos veranos. El verano en que mi abuelo le dio tantos pisotones a mi abuela en mitad de un baile que yo por poco no nazco. El verano en que casi me ahogué. El verano en que las autoridades alemanas no cerraron las fronteras y se pareció a aquel otro verano en que tuve que huir a Alemania y cruzar muchas fronteras. "Los orígenes" es una despedida de mi abuela, que sufre demencia. Mientras yo colecciono recuerdos, ella pierde los suyos. "Los orígenes" es triste, porque para mí el origen tiene que ver con algo que ya no se puede tener. En "los orígenes"hablan los muertos y las serpientes, y mi tía abuela Zagorka se marcha a la Unión Soviética porque quiere ser cosmonauta. "Los orígenes" también son: un almadiero, un guardafrenos y una profesora de Marxismo que ha olvidado a Marx. Un policía bosnio encantado de que lo sobornen. Un soldado de la Wehrmacht al que le gusta la leche. Una escuela elemental para tres alumnos. Un nacionalismo. Un Yugo. Un Tito. Un Eichendorff. Un Sasa Stanisic.  

La impronta de la guerra en un territorio, la marca que deja en aquellos que se ven obligados a dejar su país es imborrable y, con la huida, el inexorable distanciamiento y disgregación de unos orígenes no enraizados completamente si esta se produce a edades tempranas. Porque es indudable que cualquier guerra deja una traza ineludible para aquellos que la sufrieron, ya sea de manera directa o porque les obligó a fugarse de su país justo antes de que estallara. Esto es lo que le ocurrió a Saša Stanišić, huyendo con su madre de su natal Višegrad (Bosnia) a la edad de catorce años, en verano de 1992, cuando empezaron a quemar casas de origen musulmán. Pero este libro no trata sobre la guerra, o al menos no de manera directa, sino que trata sobre los orígenes, sobre el sentimiento de pertenencia y la voluntad del autor de explicar su vida, décadas después, para reconectar con esos años de infancia y adolescencia marcados por la adaptación a un país extraño, a una lengua desconocida y a una vida abismalmente diferente a la que estaba acostumbrado. Y la necesidad, siempre imperiosa, de reencontrar, años después, sus orígenes.

El relato empieza con el autor contándonos su nacimiento en 1978, en Višegrad, en un lluvioso día de marzo. Nos habla del entorno donde se crio, con una madre que estudiaba y un padre que trabajaba. Y con una abuela, Kristina, que le puso el nombre y le cuidaba durante gran parte de la semana junto con su abuelo Pero, «comunista de corazón y de carné». Una abuela de quien afirma que «vivió las guerras en casa. La Segunda Guerra Mundial en Staniševac, el pueblo de su infancia, la guerra de Bosnia, en Višegrad». Así, a partir de fragmentos, el autor nos habla de su juventud, a pinceladas, a través de anécdotas, afirmando con nostalgia que «el país donde nací ya no existe» en una Yugoslavia desaparecida.

El estilo del autor es muy poético, cálido, sensible, pausado y próximo. Stanišić nos habla de su infancia en una tierra de pequeñas costumbres, de lugares atrapados en pueblos donde el tiempo no pasa ni pasa por ellos, de su abuela y su tía abuela con sueños de astronauta, alguien que «no quería seguir esperando otras épocas»; nos habla de los pueblos pequeños y sus vidas tan grandes que llenan el pueblo. Ese estilo tan rural que en ocasiones recuerda a Tokarczuk y sus pequeñas aldeas de Antaño, por su lenguaje terrenal y agreste, por unas costumbres arraigadas a vidas llenas de sacrifico y vacías de superfluidad; en otras ocasiones, también recuerda a la Lana Bastašić de «Atrapa la liebre», por el retrato tangencial de una guerra yugoslava que los marcó a todos y que les impulsa a hablar de ella años después. Al fin y al cabo, son los orígenes, es la antigua vida que uno busca cuando la cree ya olvidada. 

Así, el autor, partiendo el relato de su vuelta a Oskaruša, el pueblo de sus antepasados, en un viaje en 2009, nos pone rápidamente en situación para hablarnos de su pasado con la compañía de su abuela y de su amigo Gavrilo, visitando a la tumba de sus bisabuelos; una visita que abre un camino directo a su infancia. Ya el propio autor afirma que «la historia empezó con los recuerdos que se borran y con un pueblo a punto de desaparecer. Empezó en presencia de los muertos: en la tumba de mis bisabuelos»; unos abuelos que son parte esencial del relato, pues son las conversaciones con su abuela, afectada de demencia, las que impulsan al autor a querer llenar esos vacíos recordando su propia historia, buscando encontrar su origen y nutrirlo, completarlo, pues «esta historia empieza con el encendido del mundo sumándole historias». Porque su abuela es un personaje clave, es el enlace entre pasado y presente, el puente entre Yugoslavia y Alemania, entre origen y destino, entre un pasado marcado por la guerra y un presente marcado por la añoranza. Y, en esos recuerdos, la imperecedera permanencia de los sentimientos, testigos incuestionables que anclan los recuerdos a una época, a una familia, porque «yo digo que la tierra natal es aquello sobre lo que estoy escribiendo. La abuela», «el origen es la abuela. Mi madre, su abuela», «y lo es también la niña de la calle que solo la abuela ve. Mi origen es Gavrilo, que me dice adiós con la mano».  Porque, en el fondo, los orígenes no son el lugar donde nacimos; nuestro origen es el entorno, donde nos criamos, pero también las familias y sus gentes, sus costumbres, sus vidas, también los recuerdos de la infancia y la de todos aquellos enraizados a una tierra sometida a guerras que dividieron familias y pueblos.

Estilísticamente, la sensibilidad del autor es innegable, y se hace evidente en cada una de las páginas de este precioso libro, como cuando afirma que «por más vueltas que le demos, el origen continúa siendo un constructo. Una especie de vestido que tendrás que llevar para siempre una vez te lo hayan puesto». El estilo de Stanišić es arrebatadoramente bello, poético, nostálgico; es el estilo de quien siente dentro de sí mismo el transcurso de una historia que empezó en sus antepasados, en esos pueblos pequeños de vidas humildes donde parece que el tiempo no avance, pero sí las guerras que los cruzaron; nos habla de una tierra lejana en el tiempo, pero próxima dentro de uno mismo, que forma parte de su historia, de manera interna, como si siguiera creciendo dentro de él, como si la llevara incorporada, impregnada en su propio ser.  Y con ese estilo, el autor mezcla anécdotas personales, a menudo basadas en el mundo del deporte, para ubicarnos temporalmente y anclar esos recuerdos que a nivel personal le impactaron con lo que sucedía en el país; de esta manera el retrato personal del autor cobra un sentido, pues los sucesos se mezclan en la memoria y se afianzan a un estado de ánimo personal y social de manera inseparable.

Stanišić nos habla de los recuerdos y la memoria, en apariencia indisociables, aunque la memoria se va perdiendo mientras que los recuerdos se reconstruyen cada vez que acudimos a ellos o ellos aparecen de golpe. Y en esa memoria cabe una vida, la suya o la de un pueblo, y nos habla de guerras y un pasado marcado profundamente por la muerte de Tito, punto de inflexión en la historia de un país que partía de una unidad y se disolvía en partes más pequeñas y enemistadas; la grieta que se abrió después de su muerte y de cómo «el resentimiento étnico se utilizó para dar soporte a los esfuerzos por dividir, el resentimiento étnico era la respuesta. La política no hacía disminuir el miedo, sino que alimentaba las hostilidades». Dice el autor, hablando por primera vez con una chica que le gustaba, que «tendría que haber explicado algo sobre mí, pero sólo podía recordar la maldita guerra. Y de eso no quería hablarle». Y con esa frase, uno se da cuenta de cómo una vida puede quedar llena por un suceso, como los recuerdos son ocupados en su totalidad por la tragedia, aún y siendo vista desde la distancia, porque los orígenes no se dejan, los llevamos dentro, y lo que ocurre en ellos vive en nosotros porque «los orígenes es sobresaltarse cuando alguien te llama por el nombre en tu ciudad natal».

Con este estilo impregnado de emotivas palabras, la prosa del autor vuela y fluye, próxima y cercana al lector, en pequeñas pinceladas que marcan la silueta clara y nítida del cuadro sentimental que la obra destaca; el trazo es firme y decidido, pero, a la vez, delicado, apelando a los sentimientos. La belleza de la prosa del autor aparece en cada página para recordarnos que nuestro pasado está repleto de momentos que cobran importancia al paso del tiempo, al recordarlos, al revivirlos, al requerirlos. Ellos constituyen nuestra memoria y, por tanto, les debemos aquello que ahora somos. El propio autor declara, refiriéndose a su madre en que «lo que echa de menos hoy en día no lo llena de invenciones, como yo hago.» 

El estilo de Stanišić es pausado, pero no lento, tiene la cadencia propia de quien narra con la vista dirigida a un pasado que sigue muy presente, la mirada vuelta hacia unos orígenes que lleva dentro de sí y que marcaron su vida y su huida, descubriéndose a sí mismo en otra ciudad y otra lengua, otros rostros y otro entorno, pero no otra vida, sino una capa más que cubre y protege la que dejó atrás, aunque sólo físicamente. Stanišić recuerda que en su llegada a Alemania vivió en condiciones muy humildes, en casa pobladas de gente y muebles viejos y aprovechados. Con dos padres que abandonaron su profesión y trabajaron en lo que pudieron, la construcción él y la lavandería ella. Una vida precaria, donde «no valía la pena comprar nada porque podían ser deportados en cualquier momento», en una vida en la que uno se avergüenza de traer amigos a casa y que vean las condiciones en las que viven y la infancia en la nueva tierra de acogida, con nuevas amistades de distintas procedencias, pero con un mismo origen: el del migrante. Y, ante la duda de cómo reaccionar hacia ese nuevo entorno, con las amenazas y riesgos de caer en la marginalidad, la confianza en hacerlo de la manera más sabia posible: «mi rebeldía consistió en adaptarme». Una vida en Heidelberg, una ciudad sobre la que Stanišić afirma que tiene «sus fachadas de arenisca siempre delicadamente rojizas, avergonzadas de su propia belleza». 

Dice Stanišić que «no culpo la guerra ni la separación del distanciamiento de mi familia. Como ejercicio de acercamiento, fabrico historias que nos unen». Es evidente que su historia nos une a todos, al apelar a nuestra memoria y nuestros recuerdos, diferentes en cada uno, pero reclamados por motivos parecidos y, en ese proceso, tal y como dice el autor en un fragmento del libro, «las palabras me rondan, me desconciertan, me hacen feliz, tengo que seleccionar las adecuadas para esta historia». Y es evidente que el escritor ha cumplido con su propósito, pues ha encontrado, en cada una de ellas, la manera idónea de acceder a nuestros propios orígenes.

Fuente: Un libro al día
 
 

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