El arquitecto pasó de ser nombrado alcalde de Belgrado en 1981, por su prestigio como autor de la mayoría de monumentos erigidos durante el gobierno de Tito, a tener que exiliarse en 1993 por su oposición a Milosevic
“Siempre he pensado que un mundo sin memoriales sería más feliz que este, donde son necesarios”, afirmaba el escultor y arquitecto Bogdan Bogdanovic, paradójicamente el principal autor de memoriales de Yugoslavia. Por su aspecto fantasioso, que evoca civilizaciones extraterrestres y quimeras de la ciencia ficción, los spomeniks (monumentos levantados en la Yugoslavia de Tito para homenajear a los muertos de la Segunda Guerra Mundial) vienen despertando una atención creciente: la generación millenial los difunde en las redes sociales y el MoMa de Nueva York les ha dedicado una exposición monográfica. Pese a haber forjado su estética y gozar de una enorme autoridad intelectual, Bogdanovic tuvo que exiliarse por su oposición a Slobodan Milosevic. Después de vivir atrincherado durante meses en su domicilio de Belgrado se fue a Viena, donde residió hasta su muerte. Mientras, sus memoriales quedaban abandonados o eran destruidos por los nacionalistas, hoy hegemónicos en la antigua Yugoslavia.
Bogdanovic nació en la parte vieja de Belgrado, edificada sobre una loma en la confluencia de los ríos Sava y Danubio. Los horizontes fluviales de esta ciudad fueron el paisaje de su niñez: creía vivir rodeado de una enorme masa de agua inmóvil hasta que su padre lo llevó a cazar patos en barca y, al sumergir la mano en la corriente, se convenció de que los ríos fluían. Pronto advirtió en las aguas que le circundaban algo turbador. Vivía en una calle en pendiente que terminaba en la orilla del Sava y tenía miedo de que si, al bajarla corriendo, daba un paso más de la cuenta, se precipitaría en su caudal. En su percepción infantil, al anochecer la oscuridad no caía del cielo, sino que emanaba de los ríos, y su mayor terror era que la tiniebla le engullese. Con el tiempo, atribuyó al Sava y al Danubio una influencia mística en su obra: “Comprendí que el mundo se sostiene flotando sobre el agua y que el agua es algo bello e interesante, pero, a la vez, peligroso”.
Esta amenaza latente se manifestó durante la ocupación nazi de Yugoslavia. Al otro lado del Sava, la Gestapo recluyó en un campo de concentración a buena parte de los judíos de Belgrado y luego los aniquiló por el método del furgón para gaseamiento: de 10.000 judíos belgradenses, apenas medio millar sobrevivió al Holocausto. En 1951, Bogdanovic, arquitecto recién licenciado, ganó el concurso para erigir un memorial en el cementerio sefardí. Aprovechando los escombros de casas judías, levantó un complejo presidido por dos bloques simétricos que fueron explicados como una alusión a las tablas de Moisés. En busca de inspiración, se sumergió en la Cábala y le hechizó el esoterismo judaico por su interpretación simbólica del mundo: “Me parecía que se abría frente a mí una hilera de puertas que me invitaban a franquearlas una tras otra en busca de una inalcanzable ‘puerta al final del camino’”. Desde entonces, sus memoriales serían la némesis del realismo socialista imperante en la época: de vuelo místico y basados en el símbolo como arquetipo de la realidad.
El contexto geopolítico favoreció la labor de Bogdanovic. Tras romper con la URSS en 1948, las autoridades yugoslavas buscaban trazar un rumbo propio en todos los campos, incluidas las artes. La estética de Bogdanovic se adaptaba al nuevo tiempo por su alejamiento del belicismo dramático: partisanos triunfantes sobre el enemigo entre hoces, martillos y estrellas rojas. Además, la reconciliación que promovía el régimen tras las masacres interétnicas de la Segunda Guerra Mundial se alineaba con el uso que hacía Bogdanovic de la simbología arcaica de los Balcanes, preexistente a las identidades nacionales de las que se componía Yugoslavia. Sus memoriales trascendían la historia para encarnar el anhelo universal de una vida perdurable: “Desde siempre, el ser humano ha construido en su imaginación un modelo mágico de la naturaleza para ubicarse en ella de alguna forma y, en ese modelo, ha encontrado una cierta técnica engañosa de la inmortalidad”.
Los memoriales de Bogdanovic recordaban a las víctimas de la Segunda Guerra Mundial, como es el caso del Cementerio Partisano de Mostar, una de sus obras más queridas. En la capital de Herzegovina –ocupada por las fuerzas del Eje y sus colaboracionistas croatas, llamados “ustachas”–, hasta un tercio de la población había contribuido a la lucha partisana, implicación que le valió el sobrenombre de ‘La Ciudad Roja’. Para dar sepultura a los caídos del Batallón de Mostar, Bogdanovic dispuso una serie de terrazas por las que distribuyó lápidas semejantes a flores de piedra. El complejo ascendía de forma escalonada por la ladera de una colina, rematado por un altar con esferas solares que le daba un aire de templo cósmico. Bogdanovic ubicó su necrópolis a una altura elevada sobre Mostar, con la idea de que la Ciudad de los Muertos contemplase la Ciudad de los Vivos para toda la eternidad.
Por el prestigio de Bogdanovic, en 1981 el presidente de Serbia, Ivan Stambolic, le ofreció ser alcalde de su Belgrado natal, cargo que ejerció durante una legislatura. Esta “excursión en la política”, como la definía con sorna, le trajo enormes quebraderos de cabeza. En 1987, Stambolic fue derrocado por su ambicioso delfín, Slobodan Milosevic, quien se hizo con el poder azuzando el nacionalismo serbio. En una carta pública ampliamente difundida, Bogdanovic denunció el “nacional-estalinismo” que había traído Milosevic, la recuperación de la mentalidad y las formas de Stalin para apuntalar un proyecto identitario. Veía el nacionalismo como “un fenómeno espiritualmente inferior” que, pese a sus aspavientos en defensa de la Nación, en realidad la perjudicaba, al estrechar sus horizontes. Por eso consideraba que, si había que salvar al pueblo serbio –como proclamaban los nacionalistas–, no era de sus presuntos adversarios, sino de sí mismo, porque corría el riesgo de autodestruirse: “Es la autodestrucción que implica encerrarnos en los círculos viciosos de nuestras propias ficciones, las cuales prometen convertirnos en los últimos mohicanos balcánicos de Europa”.
La toma de postura de Bogdanovic le valió una serie de campañas mediáticas contra él que desembocaron en el asedio a su domicilio. Primero unos matones que habían empezado a vigilarle desde la tasca de enfrente le llamaban para avisarle de que se había dejado encendida la luz de alguna habitación o para recordarle que se había atrasado respecto a su hora de la cena. Luego en el portal del edificio aparecieron pintadas llamando a su linchamiento y flechas que señalaban el piso donde vivía. Poco a poco, Bogdanovic y su mujer fueron quedando encerrados en casa después de bloquear la puerta con un armario macizo. Dado que vivían un cerco similar, pidieron consejo a sus amigos de Sarajevo sobre cómo tapar las ventanas: colocaron colchones y, detrás, los tomos más gruesos de una enciclopedia para evitar que las balas los atravesasen. De noche los esbirros intentaban forzar la puerta y les rompieron varias veces los cristales, pero, cuando llamaban a la policía, recibían los mismos insultos que les dedicaban sus acosadores.
Por lo insostenible de la situación, en 1993 Bogdanovic se resignó a marcharse. Aunque François Mitterrand, presidente de Francia, puso a su disposición un apartamento en París, escogió instalarse en Viena porque por ella pasaba el Danubio, como en Belgrado. Durante el resto de su vida construyó un solo memorial y dedicó el tiempo a escribir libros sobre la destrucción de las ciudades, que desde siempre había sido uno de sus temas predilectos: “No sé cómo serán las ciudades en el futuro, pero por su belleza se ha vivido y perecido trágicamente durante siglos”. Sin embargo, hasta el estallido de las Guerras de Yugoslavia se trataba de especulaciones teóricas acerca de Sodoma, Gomorra, Troya o Jericó y jamás hubiese pensado que serían destruidas ciudades tan amadas por él como Vukovar o Sarajevo. Para colmo, quien las arrasaba imponía un estigma a todos los serbios al hacerlo en nombre de su nación: “Nos recordarán como destructores de ciudades, los nuevos hunos”.
En sus teorizaciones, Bogdanovic diferenciaba entre ciudades destruidas y asesinadas: pese a su devastación, las primeras todavía eran capaces de resurgir de sus escombros, mientras que en una ciudad asesinada se ha aniquilado “su metáfora capital, lo que hace de ella un ser vivo”. Según él, la definición se ajustaba a su querida Mostar después de que, en 1993, las tropas croatas destruyesen el Puente Viejo sobre el río Neretva. Con la partición de Mostar en una zona bosniaca y otra croata, el diálogo entre la Ciudad de los Muertos y la Ciudad de los Vivos que inspiró el Cementerio Partisano había sufrido una desfiguración grotesca: “Ahora son dos ciudades muertas en una sola, en ruinas”. Por encontrarse en la parte croata, cuyos líderes reivindican a los ustachas de la Segunda Guerra Mundial, la necrópolis viene siendo vandalizada hasta hoy por ultranacionalistas que periódicamente destrozan las flores de piedra. Con todo, Bogdanovic siempre procuró reprimir el dolor por sus memoriales: “¿Qué derecho tengo a lamentarme por mis monumentos cuando ya no están ni las ciudades ni mis amigos que vivían en ellas?”.
Desde la lejanía, Bogdanovic siempre tuvo presente a su Belgrado natal, unas veces para denostarla, otras para echarla de menos. Se sentía decepcionado con la capital por no haber frenado el ascenso de un nacionalismo ultramontano que había causado una enorme destrucción en las repúblicas vecinas: “Belgrado ha abortado moralmente y la gente tiene que saberlo. No ha estado a la altura del mito que existía sobre ella”. Sospechaba que la nueva Belgrado –“desoladora, terrible, cruda, con el habla degenerada y la inteligencia en descomposición”– padecía un sentimiento de culpa que intentaba disimular mediante “la arrogancia, la estupidez y la falta absoluta de estilo y buen gusto”. Al mismo tiempo, recordaba con añoranza la ciudad anterior al triunfo del nacionalismo: “A mi Belgrado se la llevó el Danubio”. Según un amigo íntimo, caminando junto al río a su paso por Viena contemplaba su fluir con gesto melancólico, sabedor de que, un par de horas más tarde, esa misma agua correría junto a Belgrado.
Cuando, llegada la vejez, un periodista le preguntó si estaba satisfecho con su obra, la respuesta de Bogdanovic fue que no le complacían ni sus memoriales, ni sus libros, ni sus dibujos, ni sus diagramas, ni su época, ni su vida: “Solo puedo estar orgulloso de haber trazado, sin mentir, mi propio ornamentum mundi”. Tras su muerte hace 10 años en Viena por complicaciones de un infarto, las autoridades belgradenses propusieron enterrarle en la Avenida de los Ciudadanos Ilustres, pero su viuda optó por darle sepultura en el memorial que había construido en el cementerio sefardí. La decisión tenía pleno sentido, y no solo por tratarse de su primera obra: pese a su condición de monumentos fúnebres, el objetivo último de los memoriales de Bogdanovic es celebrar lo que describía como “el júbilo indestructible de la vida”, así que era natural que él mismo contribuyese a tal fin como una piedra más.
Marc Casals. Fuente: CTXT