"EXHORTACIÓN A LOS MÉDICOS DE LA PESTE", DE ALBERT CAMUS
Publicado junto con otro texto en abril de 1947 en Les Cahiers de la Pléiade, con el título ‘Los archivos de La peste’, ‘Exhortación a los médicos de la peste’ probablemente fue escrito por Albert Camus en 1941, seis años antes de la aparición de La peste, de la que es uno de los textos preliminares. Aunque hoy en día la gran novela de Camus se lee y relee en todo el mundo, en numerosos idiomas, la colección Tracts, con la amable autorización de los herederos de Albert Camus, propone a los lectores descubrir este texto poco conocido, pero de candente actualidad, en que el escritor hace recomendaciones a los médicos para su lucha diaria contra la epidemia.
Los buenos escritores ignoran si la peste es contagiosa. Pero suponen que sí. Y por eso, señores, opinan que ustedes deberían mandar abrir las ventanas del cuarto en el que visiten a un enfermo. Solo hay que recordar que la peste bien puede encontrarse en las calles e infectarlos de todos modos, estén o no las ventanas abiertas.
Los mismos escritores también les aconsejan que utilicen una máscara con gafas y se coloquen un paño mojado en vinagre bajo la nariz. Lleven una bolsita con todos los extractos recomendados en los libros: melisa, mejorana, menta, salvia, romero, azahar, albahaca, tomillo, serpol, lavanda, hoja de laurel, corteza de limonero y peladura de membrillo. Sería deseable que vistieran por completo de hule. Aun así, pueden hacerse ajustes. Pero no hay ajustes posibles en las indicaciones sobre las que están de acuerdo los buenos y los malos escritores. La primera es no tomarle el pulso a un enfermo sin antes mojarse los dedos en vinagre. Adivinarán el motivo. Pero acaso lo mejor sería abstenerse de hacerlo. Pues si el paciente tiene peste, no se le quitará con esa ceremonia. Y si ha salido indemne, no los habrá llamado. En tiempos de epidemia, cada cual se cuida el hígado solo, para evitar confusiones.
La segunda indicación es nunca mirar al enfermo a la cara, a fin de no ponerse en la trayectoria de su aliento. Por eso mismo, si, aun dudando de la utilidad del procedimiento, han abierto la ventana, sería bueno que no se pusieran en la corriente de aire, que puede acarrear al mismo tiempo el estertor del apestado.
Tampoco visiten a los pacientes estando en ayunas. No lo resistirían. Sin embargo, no coman de más. Perderían el ánimo. Y si, a pesar de todas las precauciones, les cae en la boca una gota de veneno, pues para ello no hay remedio, a menos que no traguen saliva durante toda la visita. Esta es la indicación más difícil de seguir.
Una vez observado, mal que bien, todo lo anterior, no deben creerse a salvo. Pues existen otras medidas muy necesarias para la protección del cuerpo, aun cuando atañen más bien a la disposición del alma. “Ningún individuo”, dice un autor antiguo, “puede permitirse tocar nada contaminado en un país donde reine la peste”. Eso está bien dicho. Y no existe rincón que no debamos purificar en nosotros, incluso en lo más secreto de nuestro corazón, para poner de nuestra parte las pocas oportunidades que queden. Eso es especialmente cierto en el caso de los médicos como ustedes, que están más cerca, si cabe, de la enfermedad, y resultan por ello aún más sospechosos. Tienen que predicar con el ejemplo.
Para empezar, nunca deben tener miedo. Se sabe de gente que llevó a cabo muy bien su oficio de soldado con miedo a los cañones. Pero lo cierto es que las balas matan por igual a valientes y medrosos. El azar incide en la guerra, pero muy poco en la peste. El miedo infecta la sangre y calienta los humores: lo dicen todos los libros. Así pues, predispone a quedar bajo la influencia de la enfermedad; y para que el cuerpo venza la infección, el alma tiene que ser fuerte. Por cierto, no hay peor miedo que el miedo al final postrero, pues el dolor es temporal. De ahí que ustedes, los médicos de la peste, deban plantar cara a la idea de la muerte y reconciliarse con ella, antes de entrar en el reino que la peste les prepara. Si salen vencedores en esto, lo serán en todo, y los verán sonreír en medio del terror. En conclusión, les hará falta una filosofía.
También tendrán que ser discretos en todo, lo que no quiere decir en absoluto ser castos, otra forma de exceso. Cultiven una alegría razonable a fin de que la pena no altere la fluidez de la sangre y la prepare para la descomposición. En este sentido, no hay nada como usar el vino en buena cantidad, para aligerar un poco el aire de pesadumbre que les llegue de la ciudad apestada.
En términos generales, observen la mesura, primer enemigo de la peste y regla natural de la humanidad. Némesis no era, como les contaron en el colegio, la diosa de la venganza, sino de la mesura. Y asestaba sus terribles golpes a los hombres solo cuando estos se habían entregado al desorden y el desenfreno. La peste procede del exceso. Es en sí misma un exceso e ignora la contención. Ténganlo presente si quieren combatirla con clarividencia. No le den la razón a Tucídides, que habla de la peste en Atenas y dice que los médicos no eran de ninguna ayuda porque, en principio, abordaban el mal sin conocerlo. La epidemia adora los cuchitriles secretos. Acérquenle la luz de la inteligencia y la equidad. En la práctica, verán que es más fácil que no tragarse la saliva.
Por último, tienen que ser capaces de controlarse. Y, por ejemplo, hacer que se respeten las normas que hayan elegido, como el bloqueo y la cuarentena. Un historiador de Provenza cuenta que, en el pasado, cuando un confinado lograba escapar, mandaban que le rompieran la cabeza. No desearán eso. Pero tampoco pasarán por alto el interés general. No harán excepciones a las normas durante todo el tiempo que estas sean útiles, ni siquiera cuando el corazón los apremie. Se les pide que olviden un poco quiénes son, sin olvidar jamás lo que se deben a ustedes mismos. Esa es la regla de un honor tranquilo.
Armados con estos remedios y virtudes, solo les restará hacer frente al cansancio y conservar la imaginación viva. No deben nunca, pero nunca, acostumbrarse a ver a los hombres morir como moscas, según ocurre en nuestras calles hoy, y según ha venido ocurriendo siempre, desde que la peste recibió su nombre en Atenas. No dejarán de conmoverse al ver las gargantas negras de las que habla Tucídides, que supuran un sudor sangriento y de las que la tos ronca arranca a duras penas escupitajos aislados, pequeños, salados y de color azafrán. No se moverán con familiaridad entre los cadáveres de los que se apartan incluso las aves de rapiña para huir de la infección. Y seguirán rebelándose contra la terrible confusión en la que perecen en soledad quienes niegan sus cuidados a los demás, mientras que mueren amontonados quienes se sacrifican; en la que el goce ya no recibe su aprobación natural, ni el mérito su orden; en la que se baila al borde de las tumbas; en la que el enamorado rechaza a la amada para no contagiarle su mal; en la que no carga con el peso del delito el delincuente, sino el animal expiatorio que se elige en pleno desconcierto de una hora de espanto.
El alma sosegada es la más firme. Ustedes se mantendrán firmes ante esa extraña tiranía. No servirán a una religión tan vieja como los cultos más antiguos. Esa mató a Pericles, que no quería más gloria que la de no causar el luto de ningún ciudadano, y no ha cesado de diezmar a los hombres y exigir el sacrificio de los niños desde aquel ilustre asesinato hasta el día en que descendió sobre nuestra ciudad inocente. Aunque esa religión procediera del cielo, deberíamos afirmar que el cielo es injusto. Si llegan ustedes a ese punto, no verán en ello motivo alguno de orgullo. Al contrario, deberán pensar con frecuencia en la propia ignorancia, para estar seguros de observar la mesura, única señora de las epidemias.
Ni que decir tiene, nada de esto es fácil. A pesar de las máscaras y las bolsitas, el vinagre y el hule; a pesar de la placidez del coraje y los firmes esfuerzos, llegará el día en que no soportarán la ciudad llena de moribundos, el gentío dando vueltas en las calles recalentadas y polvorientas, los gritos, la angustia sin futuro. Llegará el día en que querrán gritar de asco ante el miedo y el dolor de todos. Ese día, no podré hablarles de ningún remedio salvo la compasión, que es pariente de la ignorancia.
Les Cahiers de la Pléiade,1947; Obras completas II, Gallimard, 2006 (Bibliothèque de la Pléiade). Traducción de Martín Schifino.
Fuente: El País Semanal
Publicado junto con otro texto en abril de 1947 en Les Cahiers de la Pléiade, con el título ‘Los archivos de La peste’, ‘Exhortación a los médicos de la peste’ probablemente fue escrito por Albert Camus en 1941, seis años antes de la aparición de La peste, de la que es uno de los textos preliminares. Aunque hoy en día la gran novela de Camus se lee y relee en todo el mundo, en numerosos idiomas, la colección Tracts, con la amable autorización de los herederos de Albert Camus, propone a los lectores descubrir este texto poco conocido, pero de candente actualidad, en que el escritor hace recomendaciones a los médicos para su lucha diaria contra la epidemia.
Los buenos escritores ignoran si la peste es contagiosa. Pero suponen que sí. Y por eso, señores, opinan que ustedes deberían mandar abrir las ventanas del cuarto en el que visiten a un enfermo. Solo hay que recordar que la peste bien puede encontrarse en las calles e infectarlos de todos modos, estén o no las ventanas abiertas.
Los mismos escritores también les aconsejan que utilicen una máscara con gafas y se coloquen un paño mojado en vinagre bajo la nariz. Lleven una bolsita con todos los extractos recomendados en los libros: melisa, mejorana, menta, salvia, romero, azahar, albahaca, tomillo, serpol, lavanda, hoja de laurel, corteza de limonero y peladura de membrillo. Sería deseable que vistieran por completo de hule. Aun así, pueden hacerse ajustes. Pero no hay ajustes posibles en las indicaciones sobre las que están de acuerdo los buenos y los malos escritores. La primera es no tomarle el pulso a un enfermo sin antes mojarse los dedos en vinagre. Adivinarán el motivo. Pero acaso lo mejor sería abstenerse de hacerlo. Pues si el paciente tiene peste, no se le quitará con esa ceremonia. Y si ha salido indemne, no los habrá llamado. En tiempos de epidemia, cada cual se cuida el hígado solo, para evitar confusiones.
La segunda indicación es nunca mirar al enfermo a la cara, a fin de no ponerse en la trayectoria de su aliento. Por eso mismo, si, aun dudando de la utilidad del procedimiento, han abierto la ventana, sería bueno que no se pusieran en la corriente de aire, que puede acarrear al mismo tiempo el estertor del apestado.
Tampoco visiten a los pacientes estando en ayunas. No lo resistirían. Sin embargo, no coman de más. Perderían el ánimo. Y si, a pesar de todas las precauciones, les cae en la boca una gota de veneno, pues para ello no hay remedio, a menos que no traguen saliva durante toda la visita. Esta es la indicación más difícil de seguir.
Una vez observado, mal que bien, todo lo anterior, no deben creerse a salvo. Pues existen otras medidas muy necesarias para la protección del cuerpo, aun cuando atañen más bien a la disposición del alma. “Ningún individuo”, dice un autor antiguo, “puede permitirse tocar nada contaminado en un país donde reine la peste”. Eso está bien dicho. Y no existe rincón que no debamos purificar en nosotros, incluso en lo más secreto de nuestro corazón, para poner de nuestra parte las pocas oportunidades que queden. Eso es especialmente cierto en el caso de los médicos como ustedes, que están más cerca, si cabe, de la enfermedad, y resultan por ello aún más sospechosos. Tienen que predicar con el ejemplo.
Para empezar, nunca deben tener miedo. Se sabe de gente que llevó a cabo muy bien su oficio de soldado con miedo a los cañones. Pero lo cierto es que las balas matan por igual a valientes y medrosos. El azar incide en la guerra, pero muy poco en la peste. El miedo infecta la sangre y calienta los humores: lo dicen todos los libros. Así pues, predispone a quedar bajo la influencia de la enfermedad; y para que el cuerpo venza la infección, el alma tiene que ser fuerte. Por cierto, no hay peor miedo que el miedo al final postrero, pues el dolor es temporal. De ahí que ustedes, los médicos de la peste, deban plantar cara a la idea de la muerte y reconciliarse con ella, antes de entrar en el reino que la peste les prepara. Si salen vencedores en esto, lo serán en todo, y los verán sonreír en medio del terror. En conclusión, les hará falta una filosofía.
También tendrán que ser discretos en todo, lo que no quiere decir en absoluto ser castos, otra forma de exceso. Cultiven una alegría razonable a fin de que la pena no altere la fluidez de la sangre y la prepare para la descomposición. En este sentido, no hay nada como usar el vino en buena cantidad, para aligerar un poco el aire de pesadumbre que les llegue de la ciudad apestada.
En términos generales, observen la mesura, primer enemigo de la peste y regla natural de la humanidad. Némesis no era, como les contaron en el colegio, la diosa de la venganza, sino de la mesura. Y asestaba sus terribles golpes a los hombres solo cuando estos se habían entregado al desorden y el desenfreno. La peste procede del exceso. Es en sí misma un exceso e ignora la contención. Ténganlo presente si quieren combatirla con clarividencia. No le den la razón a Tucídides, que habla de la peste en Atenas y dice que los médicos no eran de ninguna ayuda porque, en principio, abordaban el mal sin conocerlo. La epidemia adora los cuchitriles secretos. Acérquenle la luz de la inteligencia y la equidad. En la práctica, verán que es más fácil que no tragarse la saliva.
Por último, tienen que ser capaces de controlarse. Y, por ejemplo, hacer que se respeten las normas que hayan elegido, como el bloqueo y la cuarentena. Un historiador de Provenza cuenta que, en el pasado, cuando un confinado lograba escapar, mandaban que le rompieran la cabeza. No desearán eso. Pero tampoco pasarán por alto el interés general. No harán excepciones a las normas durante todo el tiempo que estas sean útiles, ni siquiera cuando el corazón los apremie. Se les pide que olviden un poco quiénes son, sin olvidar jamás lo que se deben a ustedes mismos. Esa es la regla de un honor tranquilo.
Armados con estos remedios y virtudes, solo les restará hacer frente al cansancio y conservar la imaginación viva. No deben nunca, pero nunca, acostumbrarse a ver a los hombres morir como moscas, según ocurre en nuestras calles hoy, y según ha venido ocurriendo siempre, desde que la peste recibió su nombre en Atenas. No dejarán de conmoverse al ver las gargantas negras de las que habla Tucídides, que supuran un sudor sangriento y de las que la tos ronca arranca a duras penas escupitajos aislados, pequeños, salados y de color azafrán. No se moverán con familiaridad entre los cadáveres de los que se apartan incluso las aves de rapiña para huir de la infección. Y seguirán rebelándose contra la terrible confusión en la que perecen en soledad quienes niegan sus cuidados a los demás, mientras que mueren amontonados quienes se sacrifican; en la que el goce ya no recibe su aprobación natural, ni el mérito su orden; en la que se baila al borde de las tumbas; en la que el enamorado rechaza a la amada para no contagiarle su mal; en la que no carga con el peso del delito el delincuente, sino el animal expiatorio que se elige en pleno desconcierto de una hora de espanto.
El alma sosegada es la más firme. Ustedes se mantendrán firmes ante esa extraña tiranía. No servirán a una religión tan vieja como los cultos más antiguos. Esa mató a Pericles, que no quería más gloria que la de no causar el luto de ningún ciudadano, y no ha cesado de diezmar a los hombres y exigir el sacrificio de los niños desde aquel ilustre asesinato hasta el día en que descendió sobre nuestra ciudad inocente. Aunque esa religión procediera del cielo, deberíamos afirmar que el cielo es injusto. Si llegan ustedes a ese punto, no verán en ello motivo alguno de orgullo. Al contrario, deberán pensar con frecuencia en la propia ignorancia, para estar seguros de observar la mesura, única señora de las epidemias.
Ni que decir tiene, nada de esto es fácil. A pesar de las máscaras y las bolsitas, el vinagre y el hule; a pesar de la placidez del coraje y los firmes esfuerzos, llegará el día en que no soportarán la ciudad llena de moribundos, el gentío dando vueltas en las calles recalentadas y polvorientas, los gritos, la angustia sin futuro. Llegará el día en que querrán gritar de asco ante el miedo y el dolor de todos. Ese día, no podré hablarles de ningún remedio salvo la compasión, que es pariente de la ignorancia.
Les Cahiers de la Pléiade,1947; Obras completas II, Gallimard, 2006 (Bibliothèque de la Pléiade). Traducción de Martín Schifino.
Fuente: El País Semanal