ANTONIO FERRES, LA GENERACIÓN DEL NAUFRAGIO
En el café Pelayo de Madrid, se reunía con Celaya, Amparo Gastón, Hortelano, Ángel González y Armando López Salinas. Con éste último escribió Caminando por las Hurdes.
Ha muerto Antonio Ferres, como Zúñiga, no hace mucho, o Armando López Salinas, hace algo más, y es como si marcaran con su vuelo el final de una era, en que emergen con fuerza los seres anónimos que ellos exaltaron siempre, sin ningún éxito de ventas ni de crítica, y que ahora se convierten en los héroes de una nueva forma de entender la vida, que estaba oculta, tapada por los focos del espectáculo.
La literatura se puede entender sin el PCE, obviamente, pero el PCE no se puede entender sin la literatura, y bastaría con nombrar a los integrantes de la llamada Generación del 27, fueran o no del partido, o a los miembros de la llamada Generación de los 50. Por ejemplo, hablando de estos últimos, a los que pertenecía Ferres, como uno de los más destacados de aquel comité de adelantados que se reunía en el café Pelayo de Madrid, entre los que también estaban Celaya, Amparo Gastón. Hortelano. Ángel González y Armando López Salinas. Y dentro de ese comité trabaron una amistad especial Ferres y Salinas. Ferres era un gran amigo de su gran amigo Salinas. Ambos escribieron Caminando por las Hurdes, que fue publicada en 1960. Y junto a ellos otra serie de autores, olvidados por la norma (o rebeldes frente a esa norma primero franquista y luego comercial y posmoderna), como el ya nombrado Zúñiga, o Jesús López Pacheco.
En 1956 Ferres obtiene el premio Sésamo por el cuento Cine de Barrio, y a partir de ahí un desierto de galardones y reconocimientos, como antesala del olvido y hasta de la persecución y el exilio. Desde luego no obtuvo en su momento el premio Cervantes, aunque lo merecía, como tampoco le fue asignada la calle solicitada en un barrio popular, porque estaba aún vivo: fue la excusa del Ayuntamiento.
Y desde esa cultura popular de barrio escribe su gran epopeya de la ausencia de epopeya, excepto la epopeya (convertida en etopeya) de la pobreza, el miedo y la irrelevancia: La Piqueta, donde en el barrio de Orcasitas, a través de una prosa directa, limpia, se vive en chabolas un día más cada día, sin saber hasta cuándo se mantendrán en pie, dadas la amenazas de demolición y naufragio definitivo.
“Toda mi generación ha sido producto de un gran naufragio”, mantuvo Ferres. Una generación valiente, comprometida políticamente, que basculó entre la lucha por la libertad y la supervivencia; una generación que no quiso rechazar su extrañamiento perenne ante una realidad injusta y mal organizada. “Si no se siente extrañamiento ante la vida, no se es escritor ni persona”, dijo casi al final, ya con un pie en el estribo, lúcido y empecinado, recalcitrante pero sereno.
En 2002 publicó sus memorias, Memoria de un hombre perdido, y antes nos había dejado cuentos redondos, muy conseguidos, junto a algunos libros de poesía de una llanura extensa, al mismo tiempo ardiente y apagada: La inmensa llanura, La inmensa llanura no creada, La desolada llanura.
Su última tertulia se desarrolla en Santa Engracia, hasta los días de coronavirus y confinamiento, cuando se tiene que encerrar y muere, sin virus, no sin antes dejarnos un último poema, colgado en las redes por Enrique Ferres Benedito, donde nos hace una llamada final de optimismo. Es la despedida elegante de alguien que ha sufrido mucho, que se fue a destiempo de España y creyó volver a tiempo, sin conseguirlo, cuando murió el dictador en 1976, abandonando su cátedra de literatura en los Estados Unidos, simplemente porque añoraba España, esa España que nunca lo había añorado a él.
Felipe Alcaraz
Fuente: Mundo Obrero
En el café Pelayo de Madrid, se reunía con Celaya, Amparo Gastón, Hortelano, Ángel González y Armando López Salinas. Con éste último escribió Caminando por las Hurdes.
Ha muerto Antonio Ferres, como Zúñiga, no hace mucho, o Armando López Salinas, hace algo más, y es como si marcaran con su vuelo el final de una era, en que emergen con fuerza los seres anónimos que ellos exaltaron siempre, sin ningún éxito de ventas ni de crítica, y que ahora se convierten en los héroes de una nueva forma de entender la vida, que estaba oculta, tapada por los focos del espectáculo.
La literatura se puede entender sin el PCE, obviamente, pero el PCE no se puede entender sin la literatura, y bastaría con nombrar a los integrantes de la llamada Generación del 27, fueran o no del partido, o a los miembros de la llamada Generación de los 50. Por ejemplo, hablando de estos últimos, a los que pertenecía Ferres, como uno de los más destacados de aquel comité de adelantados que se reunía en el café Pelayo de Madrid, entre los que también estaban Celaya, Amparo Gastón. Hortelano. Ángel González y Armando López Salinas. Y dentro de ese comité trabaron una amistad especial Ferres y Salinas. Ferres era un gran amigo de su gran amigo Salinas. Ambos escribieron Caminando por las Hurdes, que fue publicada en 1960. Y junto a ellos otra serie de autores, olvidados por la norma (o rebeldes frente a esa norma primero franquista y luego comercial y posmoderna), como el ya nombrado Zúñiga, o Jesús López Pacheco.
En 1956 Ferres obtiene el premio Sésamo por el cuento Cine de Barrio, y a partir de ahí un desierto de galardones y reconocimientos, como antesala del olvido y hasta de la persecución y el exilio. Desde luego no obtuvo en su momento el premio Cervantes, aunque lo merecía, como tampoco le fue asignada la calle solicitada en un barrio popular, porque estaba aún vivo: fue la excusa del Ayuntamiento.
Y desde esa cultura popular de barrio escribe su gran epopeya de la ausencia de epopeya, excepto la epopeya (convertida en etopeya) de la pobreza, el miedo y la irrelevancia: La Piqueta, donde en el barrio de Orcasitas, a través de una prosa directa, limpia, se vive en chabolas un día más cada día, sin saber hasta cuándo se mantendrán en pie, dadas la amenazas de demolición y naufragio definitivo.
“Toda mi generación ha sido producto de un gran naufragio”, mantuvo Ferres. Una generación valiente, comprometida políticamente, que basculó entre la lucha por la libertad y la supervivencia; una generación que no quiso rechazar su extrañamiento perenne ante una realidad injusta y mal organizada. “Si no se siente extrañamiento ante la vida, no se es escritor ni persona”, dijo casi al final, ya con un pie en el estribo, lúcido y empecinado, recalcitrante pero sereno.
En 2002 publicó sus memorias, Memoria de un hombre perdido, y antes nos había dejado cuentos redondos, muy conseguidos, junto a algunos libros de poesía de una llanura extensa, al mismo tiempo ardiente y apagada: La inmensa llanura, La inmensa llanura no creada, La desolada llanura.
Su última tertulia se desarrolla en Santa Engracia, hasta los días de coronavirus y confinamiento, cuando se tiene que encerrar y muere, sin virus, no sin antes dejarnos un último poema, colgado en las redes por Enrique Ferres Benedito, donde nos hace una llamada final de optimismo. Es la despedida elegante de alguien que ha sufrido mucho, que se fue a destiempo de España y creyó volver a tiempo, sin conseguirlo, cuando murió el dictador en 1976, abandonando su cátedra de literatura en los Estados Unidos, simplemente porque añoraba España, esa España que nunca lo había añorado a él.
Felipe Alcaraz
Fuente: Mundo Obrero