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"EL COMIENZO DE UNA ÉPOCA" DE LA INTERNACIONAL SITUACIONISTA, PUBLICADO HOY HACE 50 AÑOS

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"EL COMIENZO DE UNA ÉPOCA" (INTERNACIONAL SITUACIONISTA)

"¿Viviremos lo bastante para ver una revolución política? ¿Nosotros, los contemporáneos de estos alemanes? Amigo mío, usted cree lo que quiere creer", escribió Arnold Ruge a Marx en marzo de 1844, y cuatro años más tarde esa revolución estaba allí. Como ejemplo divertido de una inconsciencia histórica que, mantenida siempre por causas similares, produce intemporalmente los mismos efectos, la desafortunada frase de Ruge fue citada en el epígrafe deLa sociedad del espectáculo, que apareció en diciembre de 1967, y seis meses después sobrevino el movimiento de las ocupaciones, el mayor momento revolucionario que haya conocido Francia desde la Comuna de París.

La mayor huelga general que haya paralizado nunca la economía de un país industrial avanzado y la primera huelga general salvaje de la historia, ocupaciones revolucionarias y esbozos de democracia directa, la eliminación cada vez más completa del poder estatal durante más de dos semanas, la verificación de toda la teoría revolucionaria y el principio de su realización parcial aquí o allá, la experiencia más importante del movimiento proletario moderno que está en vías de constituirse en todos los países de forma acabada y el modelo a superar a partir de entonces -todo esto fue esencialmente el movimiento francés de mayo del 68, esta fue ya su victoria.

Hablaremos más adelante de sus flaquezas y carencias, derivadas naturalmente de la ignorancia, la improvisación y el peso muerto del pasado allí donde este movimiento pudo afirmarse mejor, y ante todo de las separaciones que lograron defender con precisión todas las fuerzas de mantenimiento del orden capitalista asociadas, empleando para ello más y mejor que a la policía a los cuadros burocráticos político-sindicales en un momento en que era cuestión de vida o muerte para el sistema. Pero enumeremos en primer lugar los rasgos manifiestos del movimiento de las ocupaciones allí donde se hallaba su centro, donde expresaba con mayor libertad su contenido en palabras y en actos. Allí manifestó sus objetivos mucho más explícitamente que cualquier otro movimiento revolucionario espontáneo de la historia, y estos objetivos eran mucho más radicales y actuales de lo que supieron nunca enunciar en sus programas las organizaciones revolucionarias del pasado, ni siquiera en su mejor momento.

El movimiento de ocupaciones era el retorno repentino del proletariado como clase histórica, extendido a la mayoría de los asalariados de la sociedad moderna y apuntando siempre a la abolición efectiva de las clases y del salariado. Este movimiento era el redescubrimiento de la historia colectiva e individual, la asunción de una intervención posible sobre la historia y de un acontecimiento irreversible, con la sensación de que "nada sería ya como antes". La gente contemplaba divertida la existencia extrañada que había llevado ocho horas antes, su supervivencia superada. Era la crítica generalizada de todas las alienaciones, de todas las ideologías y del conjunto de la antigua organización de la vida real, la pasión por la generalización, por la unificación. En ese proceso se negaba la propiedad, cada uno se sentía en todas partes en su casa. El deseo reconocido de diálogo, de expresión integralmente libre, el placer de la verdadera comunidad habían encontrado su terreno en los edificios abiertos al encuentro y en la lucha común: el teléfono, que figuraba entre los escasos medios técnicos que aún funcionaban, y el ir y venir de tantos mensajeros y viajeros, en París y en todo el país, entre locales ocupados, fábricas y asambleas, comportaban este uso real de la comunicación. El movimiento de ocupaciones era evidentemente el rechazo del trabajo alienado; y por tanto la fiesta, el juego, la presencia real de los hombres y del tiempo. Era también el rechazo de toda autoridad, de toda especialización, de toda desposesión jerárquica; rechazo del estado, y por tanto de los partidos y de los sindicatos, así como de los sociólogos y de los profesores, de la moral represiva y de la medicina. Todos aquellos a los que el movimiento había despertado con una cadena fulminante de acontecimientos -"Rápido", decía uno de los eslóganes, tal vez el más bello, escritos en los muros- despreciaban radicalmente sus antiguas condiciones de existencia, y por tanto a quienes habían procurado mantenerlas, las estrellas de la televisión y los urbanistas. A medida que se desmoronaban las ilusiones estalinianas con sus edulcorantes diversos, de Castro a Sartre, todas las mentiras rivales y solidarias de la época caían en ruinas. La solidaridad internacional volvió a aparecer espontáneamente, muchos trabajadores extranjeros se lanzaron a la lucha y gran cantidad de revolucionarios de Europa acudieron a Francia. La participación de las mujeres en todas las formas de lucha es un signo esencial de su profundidad revolucionaria. La liberación de las costumbres dio un gran paso. El movimiento era también la crítica, todavía parcialmente ilusoria, de la mercancía (en su inepto disfraz sociológico de "sociedad de consumo") y un rechazo del arte que no se reconocía todavía como su negación histórica (en la pobre fórmula abstracta "la imaginación al poder", que ignoraba los medios para poner en práctica ese poder, para reinventarlo, y que al carecer de poder, carecía también de imaginación). El odio a los recuperadores declarado en todas partes no llegaba todavía el conocimiento teórico-práctico del modo de eliminarlos: neoartistas y neodirigentes políticos, neoespectadores del movimiento que les reclamaba. Aunque la crítica del espectáculo de la no-vida no era todavía su superación revolucionaria, la tendencia "espontáneamente consejista" de la sublevación de mayo se anticipó a casi todos los medios concretos, entre ellos la conciencia teórica y organizacional, que le hubiesen permitido traducirse en poder y ser el único poder.

Escupamos de paso sobre los comentarios degradantes y los falsos testimonios de los sociólogos, de los retirados del marxismo, de todos los doctrinarios del viejo ultraizquierdismo en conserva o del ultramodernismo rastrero de la sociedad espectacular; nadie que haya vivido este movimiento puede decir que no contenía todo esto.

En marzo de 1966 escribimos en el nº 10 de Internationale Situationniste: "lo que hay de aparentemente osado en muchas de nuestras afirmaciones lo enunciamos con la seguridad de ver a continuación una demostración histórica de irrecusable peso". No puede decirse mejor.

Naturalmente, nosotros no profetizamos nada. Señalamos lo que estaba ya allí: las condiciones materiales de una nueva sociedad se daban desde hacía tiempo, la vieja sociedad de clases se mantenía en todas partes modernizando considerablemente su opresión y desarrollando cada vez más contradicciones, el movimiento proletario vencido volvía para lanzar un segundo asalto más consciente y total. Muchos pensaban todo esto que la historia y el presente ponían en evidencia, y algunos lo decían, pero de forma abstracta y por tanto en el vacío: sin eco, sin posibilidad de intervención. El mérito de los situacionistas consistió sencillamente en reconocer y designar los nuevos puntos de aplicación de la revuelta en la sociedad moderna (que no excluyen en absoluto, sino que por el contrario restablecen los antiguos): urbanismo, espectáculo, ideología, etc. Debido a que esta tarea se cumplió radicalmente, estuvo en disposición de suscitar a veces, o de reforzar bastante al menos, ciertos casos de revuelta práctica. Ello no quedó sin eco: la crítica sin concesiones había tenido escasos portadores en los izquierdismos de la época anterior. Si muchas personas hicieron lo que nosotros escribimos, es porque nosotros habíamos escrito esencialmente lo negativo que habíamos vivido nosotros y muchos otros antes. Lo que salió así a la luz de la conciencia en primavera de 1968 no fue otra cosa que lo que dormía en esa noche de la "sociedad espectacular" cuyos Sonidos y Luces mostraban un eterno decorado positivo. Nosotros "cohabitamos con lo negativo" según el programa que formulamos en 1962 (cf. I.S. 7). No detallamos nuestros méritos para ser aplaudidos, sino para clarificar en la medida de lo posible a otros que vayan a actuar en el mismo sentido.

Quienes cerraban los ojos a esta "crítica en lucha" no contemplaban en la forma inquebrantable de la dominación moderna más que su propia renuncia. Su "realismo" antiutópico no era más real que una comisaría de policía, como tampoco los edificios de la Sorbona son más reales que lo que hacen con ellos los incendiarios o los "katangais". Cuando los fantasmas subterráneos de la revolución total se alzaran y extendieran su poder por todo el país, todos los poderes del viejo mundo parecerían ilusiones fantasmáticas disipándose en el gran día. Sencillamente, después de treinta años de miseria que en la historia de las revoluciones no han contado más que un mes, llegó ese mes de mayo que resume treinta años.

Hacer realidad nuestros deseos es un trabajo histórico preciso, exactamente contrario a la prostitución intelectual que incorpora a cualquier realidad existente sus ilusiones de permanencia. Lefebvre, por ejemplo, citado en el número anterior de esta revista (octubre de 1967), porque aventuraba en su libro Positions contre les technocrates (ediciones Gonthier) una conclusión categórica cuya pretensión científica reveló, también ella, su valor en poco más de seis meses: "Los situacionistas... no proponen una utopía concreta, sino una utopía abstracta. ¿Creen realmente que una buena mañana o una tarde decisiva las personas van a mirarse diciendo: '¡Basta! ¡Basta de trabajo y de aburrimiento! ¡Acabemos con él!' y entrarán en la Fiesta inmortal, en la creación de situaciones? Aunque esto ocurrió una vez, el 18 de marzo de 1871 al amanecer, esta coyuntura no volverá a repetirse." De esta forma Lefebvre se atribuía influencia intelectual copiando subrepticiamente ciertas tesis radicales de la I.S. (Ver en este número la reedición de nuestro panfleto de 1963: Al basurero de la historia), pero él reservaba al pasado la verdad de esta crítica que, sin embargo, venía del presente y no de la reflexión histórica de Lefebvre. Advertía contra la ilusión de que una lucha actual pudiese encontrar esos resultados. No vayáis a pensar que Lefebvre fue el único pensador anterior al que el acontecimiento ridiculizó definitivamente: los que se abstenían de expresiones tan cómicas como las suyas no dejaban de pensarlas. Bajo el influjo de mayo, todos los investigadores de la nada histórica han admitido que nadie había previsto nada de lo ocurrido. Hay que hacer sitio aparte sin embargo a todas las sectas de "bolcheviques resucitados", de los que es justo decir que, en los últimos treinta años, no han dejado un solo instante de señalar la inminencia de la revolución de 1917. Pero también en eso se equivocaban: no hubo 1917, ni tampoco Lenin. En cuanto a los residuos del viejo ultraizquierdismo no trotskista, necesitaban una crisis económica mayor. Subordinaban todo momento revolucionario al retorno de la crisis y no divisaban esta crisis. Ahora que han reconocido una crisis revolucionaria en mayo, tienen que demostrar que existía en la primavera de 1968 esa crisis económica invisible. Se dedican sin miedo al ridículo a dibujar esquemas sobre el aumento del paro y de los precios. La crisis económica no es ya para ellos esa realidad objetiva y terriblemente evidente tan vivida y descrita hasta 1929, sino una especie de presencia eucarística que sostiene su religión.

Al igual que habría que reeditar toda la colección de I.S. para mostrar cuánto se engañaban estas personas antes, sería preciso escribir un grueso volumen para dar cuenta de las estupideces y confesiones veladas que han producido desde mayo. Limitémonos a citar al pintoresco periodista Gaussen, que aseguraba a los lectores de Monde el 9 de diciembre de 1966, al escribir sobre unos situacionistas locos autores del escándalo de Estrasburgo, que tenían "una confianza mesiánica en la capacidad revolucionaria de las masas y en su aptitud para la libertad". Hoy, ciertamente la aptitud de Frédéric Gaussen para la libertad no ha progresado un milímetro, pero en el mismo periódico, con fecha 29 de enero de 1969, lo vemos apasionarse al encontrar en todas partes "la sensación de que el soplo revolucionario es universal". "Escolares de Roma, estudiantes de Berlín, 'enragés' de Madrid, 'huérfanos' de Lenin en Praga, contestatarios de Belgrado combaten un mismo mundo, el Viejo Mundo..." Y Gaussen, utilizando casi las mismas palabras, atribuye a todos estos locos revolucionarios una "creencia casi mística en la espontaneidad creadora de las masas".

No queremos extendernos triunfalmente sobre la ruina de nuestros adversarios intelectuales ni sobre el significado de este "triunfo", que corresponde en realidad al movimiento revolucionario moderno, debido a la monotonía del asunto y a la luminosa evidencia del juicio que pronunció, sobre el período que acabó en mayo, la reaparición de la lucha de clases directa, reconociendo los objetivos revolucionarios actuales, la reaparición de la historia (antes era la subversión de la sociedad existente la que parecía inverosímil; ahora lo es su mantenimiento). En lugar de subrayar lo que ya se ha verificado, es más importante en lo sucesivo plantear los nuevos problemas, criticar el movimiento de mayo e inaugurar la práctica de la nueva época.

La reciente búsqueda, que sigue siendo por otra parte confusa, de una crítica radical del capitalismo moderno (privado o burocrático), no había salido en los demás países todavía de la estrecha base adquirida en un sector del medio estudiantil. Por el contrario, pese a lo que finjan creer el gobierno y los periódicos, así como los ideólogos de la sociología modernista, el movimiento de mayo no fue un movimiento de estudiantes. Fue el movimiento revolucionario proletario que volvía a surgir después de medio siglo de aplastamiento, y naturalmente desposeído de todo: su desdichada paradoja fue no poder tomar la palabra y adquirir una forma concreta más que sobre el terreno eminentemente desfavorable de la revuelta estudiantil: las calles mantenidas por los amotinados alrededor del Barrio Latino y los edificios ocupados en esa zona, que habían dependido generalmente del Ministerio de Educación. En lugar de quedarnos en la parodia histórica, efectivamente ridícula, de los estudiantes leninistas o de los estalinianos chinos que se disfrazaban de proletarios y al mismo tiempo de vanguardia dirigente del proletariado, es preciso advertir que fueron por el contrario los trabajadores más avanzados, desorganizados y divididos por todas las formas de represión, los que se vieron disfrazados de estudiantes en el imaginario tranquilizador de los sindicatos y de la información espectacular. El movimiento de mayo no fue una teoría política que buscase a sus ejecutantes obreros: fue el proletariado que al actuar buscaba su conciencia teórica.

Que el sabotaje de la universidad por grupos de jóvenes revolucionarios, que eran en realidad notoriamente antiestudiantes en Nantes y en Nanterre (al menos los "enragés", aunque no la mayoría del "22 de marzo" que asumió tardíamente el relevo de su actividad) diese ocasión para que se desarrollasen formas de lucha directa que el descontento de los obreros, principalmente jóvenes, había adoptado ya en los primeros meses de 1968 en Caen y en Redon, he aquí una circunstancia que no es en absoluto fundamental y que no podía perjudicar en ningún sentido al movimiento. Lo que le perjudicó fue que la huelga salvaje lanzada contra toda voluntad y maniobra de los sindicatos pudiese ser luego controlada por ellos. Aceptaron la huelga que no habían podido impedir, como siempre ha hecho un sindicato ante una huelga salvaje; pero esta vez tuvieron que hacerlo a escala nacional. Y al aceptar esta huelga general "no oficial" siguieron siendo aceptados por ella. Continuaron en posesión de las puertas de las fábricas y aislaron del movimiento real a la inmensa mayoría de los obreros y a cada empresa con relación a las demás. De forma que la acción más unitaria y radical que hayamos visto en su crítica fue al mismo tiempo una suma de separaciones y un festival de vulgaridades en las reivindicaciones oficiales. Igual que habían tenido que dejar que la huelga general se afirmase por fragmentos que desembocaron prácticamente en un movimiento unánime, los sindicatos se dedicaron a liquidarla por fragmentos, imponiendo en cada rama, con el terrorismo de la manipulación y el monopolio de las relaciones, las migajas ya rechazadas por todos el 27 de mayo. La huelga revolucionaria fue reconducida así a un equilibrio de guerra fría entre burocracias sindicales y trabajadores. Los sindicatos reconocieron la huelga a condición de que ésta reconociese, con su pasividad en la práctica, que no servía para nada. Los sindicatos no "perdieron una oportunidad" de ser revolucionarios porque ni los estalinianos ni los reformistas aburguesados lo son en absoluto. Ni perdieron una oportunidad de ser reformistas con buenos resultados porque la situación era demasiado revolucionaria para jugar con ella o para que les interesase sacar partido de ella. Lo que querían manifiestamente era que acabase urgentemente a cualquier precio. Aquí la hipocresía estaliniana, adoptada de nuevo de forma admirable por los sociólogos semiizquierdistas (cf. Coudray en La Brèche, Editions du Seuil, 1968) respetó extraordinariamente, sólo en momentos tan excepcionales, la competencia de los obreros, la "decisión" que se les suponía, con el más fantástico cinismo, experimentada, debatida, asumida con conocimiento de causa y reconocible de forma absolutamente unívoca: por una vez los obreros sabían lo que querían, ¡porque "no querían la revolución"! Pero los obstáculos y mordazas que acumularon los burócratas sudando angustia y mentira ante lo que supuestamente no querían los obreros constituyen la mejor prueba de su voluntad real, desarmada y temible. Únicamente olvidando la totalidad histórica del movimiento de la sociedad moderna puede gargarizarse ese positivismo circular que encuentra racional en todas partes el orden existente, porque lleva su "ciencia" al punto de considerar sucesivamente este orden del lado de la pregunta y del lado de la respuesta. Así, el propio Coudray señala que "si con los sindicatos no se puede tener más que el 5% y lo que se pide es el 5%, los sindicatos bastan". Dejando aparte la cuestión de cómo se relacionan sus intenciones con su vida real y sus intereses, lo que necesitan todos estos señores es dialéctica.

Los obreros, que tenían naturalmente -como siempre y en todas partes- excelentes motivos para el descontento, comenzaron la huelga salvaje porque percibieron la situación revolucionaria creada por las nuevas formas de sabotaje en la universidad y los fallos sucesivos del gobierno en sus reacciones. Sentían evidentemente tanta indiferencia como nosotros hacia las formas o reformas de la institución universitaria, pero no hacia la crítica de la cultura, del paisaje y de la vida cotidiana del capitalismo avanzado, crítica que se extendió tan deprisa a partir del primer roto en la vela universitaria.

Haciendo la huelga salvaje, los obreros desmintieron a los embusteros que hablaban en su nombre. En la masa de las empresas supieron llegar a tomar verídicamente la palabra por su cuenta y a decir lo que querían. Pero para decir lo que quieran es preciso que los trabajadores creen, con su acción autónoma, las condiciones concretas, inexistentes en todas partes, que les permitan hablar y actuar. La falta casi en todas partes de este diálogo, de esta relación, así como el conocimiento teórico de los objetivos autónomos de la lucha de clase proletaria (estos dos factores sólo se desarrollan al unísono), impidieron a los trabajadores expropiar a los expropiadores de su vida real. De esta forma, el núcleo avanzado de los trabajadores, alrededor del cual tomará forma la próxima organización revolucionaria proletaria, llegó al Barrio Latino como pariente pobre del "reformismo estudiantil", producto artificial de la pseudoinformación o del ilusionismo grupuscular. Eran jóvenes obreros, empleados, trabajadores de oficinas ocupadas, blousons noirs y parados, escolares sublevados que eran a menudo hijos de obreros que el capitalismo moderno recluta para esa instrucción en rebajas destinada a preparar el funcionamiento de la industria desarrollada ("¡Estalinianos, vuestros hijos están con nosotros!"), "intelectuales perdidos" y "katangais".

Una proporción no desdeñable de estudiantes franceses y sobre todo parisinos participó en el movimiento: esto es evidente, pero que no puede caracterizarlo fundamentalmente ni ser aceptado como su principal aspecto. De 150.000 estudiantes parisinos, entre 10 y 20.000 como mucho estuvieron presentes en las horas menos duras de las manifestaciones, y sólo algunos miles en los violentos enfrentamientos callejeros. El único momento de la crisis que dependió sólo de los estudiantes -decisivo por otra parte para su extensión- fue la revuelta espontánea del Barrio Latino del 3 de mayo, tras el arresto de los responsables izquierdistas en la Sorbona. Al día siguiente de la ocupación de la Sorbona, cerca de la mitad de los que participaban en asambleas generales que habían tomado visiblemente una función insurreccional, eran todavía estudiantes peocupados por las modalidades de sus exámenes que deseaban una reforma favorable de la Universidad. Sin duda un número algo mayor de los estudiantes que participaban admitía que se planteaba la cuestión del poder, pero lo hacía casi siempre como clientela ingenua de pequeños partidos izquierdistas, como espectadores de los viejos esquemas leninistas o del exotismo del Lejano Oriente del estalinismo maoísta. Estos grupúsculos tenían en efecto su base casi exclusiva en el medio estudiantil, y la miseria en que se mantenía era claramente legible en casi todos los panfletos que salían de ese medio: bagatelas los Kravetz, tonterías los Péninou. Las mejores intervenciones de los obreros que acudieron durante los primeros días de la Sorbona fueron a menudo asumidas por la pedante y altanera estupidez de esos estudiantes que jugaban a ser doctores en revoluciones, aunque estuviesen dispuestos a salivar y aplaudir ante los estímulos del más torpe manipulador que dijese cualquier inepcia con tal de que citase a "la clase obrera". Sin embargo, el propio hecho de que las agrupaciones recluten cierta cantidad de estudiantes es ya un síntoma enfermizo de la sociedad actual: los grupúsculos son la expresión teatral de una revuelta real y vaga que busca sus razones en las rebajas. Finalmente, el que una pequeña fracción de estudiantes se adhiriese verdaderamente a todas las exigencias radicales de mayo es un testimonio de la profundidad de ese movimiento y habla en su honor.

Aunque muchos miles de estudiantes hayan podido, como individuos, desprenderse más o menos completamente del lugar que les es asignado en la sociedad gracias a su experiencia de mayo del 68, la masa estudiantil no se ha transformado. Y no en virtud de la vulgaridad pseudomarxista que considera determinante el origen social de los estudiantes, muy mayoritariamente burgués o pequeño burgués, sino más bien debido al destino social que define al estudiante: el devenir del estudiante es la verdad de su ser. Está masivamente fabricado y condicionado para el alto, el medio o el pequeño encuadramiento de la producción industrial moderna. Por lo demás el estudiante no es sincero cuando se escandaliza al "descubrir" esta lógica de su formación que siempre ha estado abiertamente declarada. Es cierto que las incertidumbres económicas de su empleo óptimo, y sobre todo la puesta en cuestión del carácter verdaderamente deseable de los "privilegios" que la sociedad actual puede ofrecerle han jugado un papel en su desorden y su revuelta. Pero justamente por ello el estudiante suministra el ganado ávido de encontrar signos de distinción en la ideología de uno u otro de los grupúsculos burocráticos. El estudiante que sueña con ser bolchevique o estaliniano-conquistador (es decir, maoísta) juega con dos tableros: cuenta con administrar algún pedazo de sociedad como cuadro del capitalismo por el mero hecho de haber estudiado, aunque el cambio de poder no responda a sus deseos. Y en el caso de que su sueño se realizara, se ve gloriosamente como gerente, un grado más alto como cuadro político "científicamente" garantizado. Los sueños de dominación de los grupúsculos se traducen a menudo con torpeza en la expresión de desprecio que sus fanáticos creen poder permitirse ante algunos aspectos de las reivindicaciones obreras que han calificado con frecuencia de simplemente "alimentarios". Vemos despuntar aquí, en la impotencia que haría mejor callándose, el desdén que les gustaría oponer a los izquierdistas al futuro descontento de estos mismos trabajadores el día en que ellos, especialistas autopatentados de los intereses generales del proletariado, puedan tener "en sus frágiles manos" oportunamente reforzadas de esta forma el poder estatal y la policía, como en Cronstadt, como en Pekín. Aparte de esta perspectiva de quienes son portadores de gérmenes de burocracias soberanas, no podemos reconocer nada serio a las oposiciones sociológico-periodísticas entre los estudiantes rebeldes, que se supone que rechazan la "sociedad de consumo", y los obreros, deseosos todavía de acceder a ella. El consumo en cuestión no es el de mercancías. Es un consumo jerárquico que crece para todos jerarquizándose aún más. La caída y la falsificación del valor de uso están presentes para todos, aunque de forma desigual, en la mercancía moderna. Todo el mundo vive este consumo de mercancías espectaculares y reales con una pobreza fundamental "porque no está en sí mismo más allá de la privación que se ha hecho más rica" (La sociedad del espectáculo). Los obreros también se pasan la vida consumiendo espectáculo, pasividad, mentira ideológica y mercantil. Pero tienen puestas menos ilusiones que nadie en las condiciones concretas que les impone, en lo que les cuesta en todos los momentos de su vida, la producción de todo ello.

Por todas estas razones los estudiantes, como capa social también en crisis, no fueron en mayo del 68 más que la retaguardia del movimiento.

La deficiencia prácticamente general de la fracción estudiantil que decía tener intenciones revolucionarias fue probablemente, en relación con el tiempo libre que hubieran podido dedicar a la elucidación de los problemas de la revolución, lamentable pero muy secundaria. La de la gran masa de los trabajadores, amarrados y amordazados, fue por el contrario excusable pero decisiva. La definición y el análisis de los situacionistas en cuanto a los momentos principales de la crisis se expusieron en el libro de René Viénet Enragés y situacionistas en el movimiento de ocupaciones (Gallimard, 1968). Bastará aquí contrastar los puntos recogidos en este libro, reeditado en Bruselas en las tres últimas semanas de julio, con los documentos ya disponibles, pero no pensamos que deba modificarse ninguna conclusión. Desde enero hasta marzo, el grupo de los enragés de Nanterre (relevado tardíamente en abril por el "movimiento del 22 de marzo") emprendió con éxito el sabotaje de los cursos y los locales. La represión del Consejo de Universidad, demasiado tardía y torpe, combinada con dos cierres sucesivos de la Facultad de Nanterre, trajo consigo la revuelta espontánea de los estudiantes el 3 de mayo en el Barrio Latino. La Universidad fue paralizada por la policía y la huelga. Una semana de lucha en la calle dio ocasión a los jóvenes obreros de pasar a la revuelta, a los estalinianos, de desacreditarse cada día más con increíbles calumnias, a los dirigentes izquierdista del S.N.E. Sup. y a los grupúsculos de exhibir su falta de imaginación y de rigor y al gobierno de utilizar siempre a destiempo la fuerza y las concesiones mezquinas. En la noche del 10 al 11 de mayo, la sublevación que se apoderó del barrio que rodea la calle Gay-Lussac y resistió durante más de ocho horas con sesenta barricadas despertó a todo el país y llevó al gobierno a una capitulación mayor: retiró del Barrio Latino las fuerzas de orden y volvió a abrir la Sorbona sin poder hacerla funcionar. El período del 13 al 17 de mayo fue de ascenso irresistible del movimiento, convertido en una crisis general revolucionaria, siendo el día decisivo sin duda el 16, cuando las fábricas comenzaron a declararse a favor de la huelga salvaje. El 13, la simple jornada de huelga general decretada por las grandes organizaciones burocráticas para acabar rápido y bien el movimiento, sacando a ser posible alguna ventaja de él, no fue en realidad más que el principio: los obreros y los estudiantes de Nantes atacaron la prefectura, y los que entraron en la Sorbona como ocupantes la abrieron a los trabajadores. La Sorbona se convirtió al instante en un "club popular" con respecto al cual el lenguaje y las reivindicaciones de los clubs de 1848 se quedaban cortos. El 14, los obreros nanteses de Sud-Aviation ocuparon su fábrica secuestrando a los directores. Su ejemplo fue seguido el 15 por dos o tres empresas, y por más a partir del 16, día en que la base impuso la huelga en Renault y Billancourt. Casi todas las empresas iban a seguirlo, y casi todas las instituciones iban a ser contestadas en los días siguientes. El gobierno y los estalinianos se dedicaron febrilmente a detener la crisis disolviendo su fuerza principal: acordaron condiciones salariales susceptibles de hacer reanudar inmediatamente el trabajo. El 27, la base rechazó en todas partes los "acuerdos de Grenelle". El régimen, al que un mes de abnegación estaliniana no había podido salvar, se vio perdido. Los propios estalinianos consideraron el 29 el desplome del gaullismo y se apresuraron a recoger contracorriente, con el resto de la izquierda, su peligrosa herencia: la revolución social a desarmar o a aplastar. Aunque De Gaulle se hubiese retirado ante el pánico de la burguesía y el rápido desgaste del freno estaliniano, el nuevo poder no hubiese sido más que la alianza antes debilitada, pero oficializada: los estalinianos hubiesen defendido un gobierno, por ejemplo Mendès- Waldeck, junto a milicias burguesas, activistas del partido y parte del ejército. Habrían intentado hacer no de Kerensky, sino de Noske. De Gaulle, más firme que los cuadros de su administración, alivió a los estalinianos anunciando el 30 que trataría de mantenerse por todos los medios: es decir, implicando al ejército y abriendo un proceso de guerra civil para mantener o reconquistar París. "Los estalinianos, encantados, se abstuvieron de llamar a mantener la huelga hasta la caída del régimen. Se apresuraron a incorporarse a las elecciones izquierdistas a cualquier precio. En tales condiciones, la alternativa inmediata se planteaba entre la afirmación autónoma del proletariado o el fracaso total del movimiento, entre la revolución de los Consejos o los acuerdos de Grenelle. El movimiento revolucionario no podía acabar con el P.C.F. sin echar primero a De Gaulle. La forma de poder de los trabajadores que hubiese podido desarrollarse en la fase post-gaullista de la crisis, bloqueada a la vez por el viejo estado reafirmado y el P.C.F., no hubiese tenido ninguna posibilidad de ir más deprisa que su fracaso en marcha." (Viénet, op. cit.). Aunque los trabajadores la prosiguiesen obstinadamente, durante una o varias semanas comenzó el reflujo de la huelga que todos sus sindicatos le presionaban para que detuviesen. Naturalmente no había desaparecido la burguesía en Francia; sólo estaba muda de terror. El 30 de mayo volvió a surgir, junto a la pequeña burguesía conformista, para apoyar al Estado. Pero ese Estado que tan bien había defendido la izquierda burocrática, en la medida en que los trabajadores no se eliminaron la base del poder de estos burócratas imponiendo la forma de su propio poder autónomo, sólo podía caer si quería hacerlo. Los trabajadores le dieron esa libertad y sufrieron las consecuencias lógicas. La mayoría no había comprendido el sentido total de su propio movimiento, y nadie podía hacerlo en su lugar.

Si entre el 16 y el 30 de mayo se hubiese constituido en una sola fábrica una asamblea en Consejo que detenta todos los poderes de decisión y de ejecución eliminando a los burócratas, organizando su autodefensa y llamando a los huelguistas de todas las empresas a ponerse en contacto con ella, superado ese último paso cualitativo hubiese podido llevar el movimiento a continuación a la lucha final cuyas perspectivas trazó históricamente. Gran cantidad de empresas habrían seguido el camino así abierto. Inmediatamente, esa fábrica hubiese podido sustituir a la incierta y en algunos aspectos excéntrica Sorbona de los primeros días para convertirse en el centro real del movimiento de ocupaciones: se habrían reunido alrededor de esta base los verdaderos delegados de los numerosos consejos que prácticamente ya existían en algunos edificios ocupados y en todos aquellos que habrían podido imponerse en todas las ramas de la industria. Una asamblea semejante hubiese podido entonces declarar la expropiación de todo el capital, incluido el estatal, anunciar que todos los medios de producción del país serían en lo sucesivo propiedad colectiva del proletariado organizado en democracia directa y llamar directamente -aprovechando los medios técnicos de telecomunicación- a los trabajadores de todo el mundo para que apoyasen esta revolución. Algunos dirán que esta hipótesis es utópica. Nosotros responderemos: es precisamente porque el movimiento de las ocupaciones estuvo objetivamente en varios momentos a una hora de un resultado tal por lo que sembró semejante espanto, legible para todos en la impotencia que estaba demostrando el Estado y en el pánico que invadía al partido llamado comunista, y más tarde en la conspiración de silencio que se ha hecho sobre su gravedad. Hasta el punto de que millones de testigos, presas nuevamente de la "organización social de la apariencia" que le presenta esta época como una locura pasajera de juventud -tal vez sólo universitaria- deben preguntarse si no está loca una sociedad que pudo dejar pasar así una aberración tan asombrosa.

Naturalmente, desde esta perspectiva era inevitable la guerra civil. Aunque el enfrentamiento armado no hubiese dependido ya de lo que el gobierno temiese o hiciese temer en cuanto a las eventuales malas intenciones del partido llamado comunista, sino objetivamente de la consolidación de un poder proletario directo sobre una base industrial (poder evidentemente total, y no "poder obrero" limitado a no se sabe qué pseudocontrol de la producción de la propia alienación), la contrarrevolución armada se hubiese desencadenado pronto seguramente. Pero no lo hubiese tenido fácil. Parte de las tropas se habría amotinado, los obreros habrían sabido encontrar armas y no habrían construido ya barricadas -buenas sin duda como forma de expresión política al principio del movimiento, pero claramente ridículas desde el punto de vista estratégico (y los Malraux que dicen a posteriori que los tanques hubiesen ganado la calle Gay-Lussac mucho antes que la gendarmería móvil tienen ciertamente razón en este punto, pero ¿hubiesen podido entonces ocultar políticamente los costos de semejante victoria? Ellos no se arriesgaron, en todo caso, prefirieron hacerse los muertos y no se tragaron precisamente por humanismo esta humillación)-. La invasión extranjera hubiese seguido fatalmente a ello, piensen lo que piensen algunos ideólogos (se puede haber leído a Hegel y a Clausewitz y no ser más que Glucksmann), a partir sin duda de las fuerzas de la O.T.A.N., pero con el apoyo indirecto o directo del "Pacto de Varsovia". Pero entonces todo se habría jugado sobre el terreno a doble o nada ante el proletariado de Europa.

Tras la derrota del movimiento de las ocupaciones, tanto los que participaron como los que tuvieron que padecerlo se han planteado a menudo la pregunta: "¿Fue una revolución?". El empleo extendido, en la prensa y en la vida cotidiana, de un término cobardemente neutral -"los acontecimientos"- señala precisamente el retroceso ante la respuesta, ante la formulación siquiera de la cuestión. Hay que enfocar tal cuestión en su verdadera perspectiva histórica. El "éxito" o el "fracaso" de una revolución, referencia trivial de periodistas y gobernantes, no puede servir de criterio por la simple razón de que aparte de las burguesas nunca ha triunfado ninguna revolución: no ha abolido las clases. La revolución proletaria no se ha hecho hasta ahora en ninguna parte, pero el proceso práctico a través del cual se manifiesta su proyecto ha producido ya al menos una decena de momentos revolucionarios de extremada importancia histórica a los que se reconoce el nombre de revoluciones. Nunca se ha expresado en ellos el contenido total de la revolución proletaria, pero se trata en cada ocasión de una interrupción esencial del orden socioeconómico dominante y de la aparición de nuevas formas y nuevas concepciones de la vida real, fenómenos diversos que sólo pueden comprenderse y juzgarse en su significación de conjunto, inseparable ella misma del devenir histórico que pueda tener. De todos los criterios parciales utilizados para reconocer o no el nombre de revolución a un período problemático del poder estatal, el más perverso es seguramente el que juzga en base a si el régimen político vigente cayó o se mantuvo. Este criterio, muy utilizado después de mayo por los pensadores de izquierdas, es el mismo que permite a los informativos calificar día a día de revolución cualquier putsch militar que haya cambiado en un año el régimen de Brasil, de Ghana, de Irak o de donde sea. Pero la revolución de 1905 no derribó al poder zarista, que sólo hizo algunas concesiones provisionales. La revolución española de 1936 no suprimió formalmente el poder político existente: surgía por lo demás de un alzamiento proletario comenzado para defender la República contra Franco. Y la revolución húngara de 1956 no abolió el gobierno burocrático-liberal de Nagy. Si tenemos en cuenta otras limitaciones dignas de ser señaladas, el movimiento húngaro fue en muchos aspectos una sublevación nacional contra una dominación extranjera, y ese carácter de resistencia nacional, aunque menos importante en la Comuna, tuvo sin embargo un papel en sus orígenes. Ésta no suplantó el poder de Thiers más que en la afueras de París. Y el soviet de San Petersburgo en 1905 no llegó siquiera a controlar la capital. Todas estas crisis, inacabadas en sus realizaciones prácticas e incluso en sus contenidos, aportaron sin embargo muchas novedades radicales y pusieron seriamente en jaque a las sociedades a las que afectaron, por lo que pueden ser calificadas legítimamente como revoluciones. En cuanto a pretender juzgar las revoluciones por la magnitud de la matanza que entrañan, esta visión romántica no merece ser discutida. Revoluciones incontestables se han afirmado con choques poco sangrientos, incluso la Comuna de París que acabaría en masacre, y muchos enfrentamientos civiles han acumulado miles de muertos sin ser en absoluto revoluciones. Generalmente no son las revoluciones las que son sangrientas, sino la reacción y la opresión que se han opuesto a ellas en un segundo momento. Es sabido que el número de muertos en el movimiento de mayo dio lugar a una polémica sobre la cual los mantenedores del orden, provisionalmente tranquilos, no dejan de insistir. La verdad oficial es que no hubo más de cinco muertos que fallecieron instantáneamente, entre ellos sólo un policía. Todos los que lo afirman añaden que es una suerte inverosímil. Lo que aumenta bastante la inverosimilitud científica es que no se admitió nunca que uno solo de los numerosos heridos graves pudiese morir en los días siguientes: esta suerte singular no se debió sin embargo a la rapidez del socorro quirúrgico, sobre todo durante la noche de Gay-Lussac. Por otra parte, si era muy conveniente en aquel momento una sencilla manipulación para subestimar el número de muertos para un gobierno en situación desesperada, lo ha seguido siendo después por razones diferentes. Pero finalmente, en conjunto, las pruebas retrospectivas del carácter revolucionario del movimiento de las ocupaciones son tan incuestionables como lo que arrojó al rostro del mundo existiendo: la prueba de que llegó a esbozar una legitimidad nueva es que el régimen restablecido en junio nunca osó perseguir, para lograr la seguridad interior del Estado, a los responsables de acciones manifiestamente ilegales que le habían despojado parcialmente de su autoridad, o sea de sus edificios. Pero lo más evidente, para aquellos que conocen la historia de nuestro siglo, es esto: todo lo que los estalinianos hicieron por combatir sin descanso el movimiento demuestra que la revolución estaba allí.

Mientras que los estalinianos representaron, como siempre, de alguna manera el ideal de la burocracia antiobrera como forma pura, los embriones burocráticos del izquierdismo pisaban en falso. Todos trataban con ostensible cuidado a las burocracias efectivas, tanto por cálculo como por ideología (con excepción del "22 de marzo" que se contentaba con tratar bien a su propio núcleo, J.C.R., maoístas, etc.). De forma que no podían hacer otra cosa que "empujar a la izquierda" -pero sólo en función de sus propios cálculos deficientes- a un movimiento espontáneo mucho más extremista que ellos, y al mismo tiempo a los aparatos que no podían en ningún caso hacer concesiones al izquierdismo en una situación tan manifiestamente revolucionaria. Las ilusiones pseudoestratégicas también florecieron en abundancia: algunos izquierdistas creían que la ocupación de cualquier ministerio la noche del 24 de mayo habría asegurado la victoria del movimiento (y otros izquierdistas maniobraban entonces para impedir un "exceso" que no entrase en su propia planificación de la victoria). Otros, que tenían el sueño más modesto de conservar una gestión "responsable" y no visceral para mantener allí una "universidad de verano", creyeron que las facultades se convertirían en bases de la guerrilla urbana (todas cayeron tras la huelga obrera sin ser defendidas, y la Sorbona, que era el centro momentáneo del movimiento en expansión, con todas las puertas abiertas y casi despoblada hacia el final de la noche crítica del 16 al 17 de mayo, pudo ser recuperada en menos de una hora por una expedición del C.R.S.). No queriendo ver que el movimiento iba más allá de un cambio político en el Estado y en qué términos se planteaba la apuesta real (una toma de conciencia coherente, total, en las empresas), los grupúsculos trabajaban duramente contra esta perspectiva, extendiendo ilusiones apolilladas a montones, dando en todas partes el mal ejemplo de esa conducta burocrática que asquea a todos los trabajadores revolucionarios y finalmente parodiando de la forma más desafortunada todas las formas de revolución del pasado, tanto el parlamentarismo como la guerrilla al estilo zapatista, sin que esa mala película coincidiese nunca con la menor realidad. Los ideólogos tardíos de los pequeños partidos izquierdistas, adoradores de los errores de un pasado revolucionario desaparecido, se encontraban generalmente desarmados para comprender un movimiento moderno. Y su suma ecléctica adornada con ribetes modernistas, el "movimiento del 22 de marzo", combinó casi todas las taras ideológicas del pasado con los defectos del confusionismo ingenuo. Los recuperadores estaban instalados en la dirección de los mismos que manifestaban su temor a "la recuperación", considerada por otra parte vagamente como un peligro de naturaleza un tanto mística, a falta del menor conocimiento de las verdades sobre la recuperación y la organización, de lo que es un delegado y un "portavoz" irresponsable, y precisamente por ello mantenían la dirección, ya que el principal poder efectivo del "22 de marzo" fue hablar con los periodistas. Sus ridículas estrellas salían a la luz del sol para declarar a la prensa que les preocupaba convertirse en estrellas.

Los "Comités de acción" que se habían formado espontáneamente más o menos en todas partes se encontraron en la ambigua frontera entre la democracia directa y la incoherencia infiltrada y recuperada. Esta contradicción dividía interiormente a casi todos los comités. Pero la división era todavía más clara entre los dos tipos principales de organización que encubría la misma etiqueta. Por un lado hubo comités formados sobre una base local (comités de acción de barrios o de empresas, comités de ocupación de edificios que habían caído en manos del movimiento revolucionario), o bien constituidos para cumplir ciertas tareas especializadas cuya necesidad práctica era evidente, particularmente la extensión internacional del movimiento (comités de acción italiano, magrebí, etc.). Por otro lado vimos multiplicarse comités profesionales, intento de restaurar el viejo sindicalismo, aunque casi siempre para uso de semiprivilegiados, con un carácter claramente corporativista, como tribuna de especialistas separados que querían unirse al movimiento y mantenerse como tales, sacando incluso provecho de la notoriedad ("Estados Generales del Cine", Unión de Escritores, Comité de Acción del Instituto de Inglés y demás). Los métodos era todavía más claramente opuestos que los objetivos. Allí, las decisiones eran ejecutorias; aquí, eran voces abstractas. Allí, prefiguraban el poder revolucionario de los Consejos; aquí, parodiaban a los grupos de presión del poder estatal.

Los edificios ocupados, cuando no estaban bajo la autoridad de "gerentes leales" sindicalistas, y en la medida en que no permanecieron aislados como posesión pseudofeudal de la asamblea de sus habituales usuarios universitarios (por ejemplo la Sorbona de los primeros días, los edificios abiertos a trabajadores y gente del barrio por los estudiantes de Nantes, el I.N.S.A. donde se instalaron los obreros revolucionarios de Lyon, el Instituto Pedagógico Nacional) constituían uno de los puntos más fuertes del movimiento. La lógica propia de estas ocupaciones podía llevar a los mejores desarrollos: hay que advertir, por lo demás, cómo a un movimiento paradójicamente tímido ante la perspectiva de requisar las mercancías no le inquietaba en absoluto haberse apropiado ya de parte del capital inmobiliario del estado.

Aunque se impidió finalmente que se siguiese este ejemplo en las fábricas, hay que decir también que el estilo de muchas de estas ocupaciones dejaba mucho que desear. Las rutinas mantenidas impidieron casi en todas partes ver el alcance de la situación y los instrumentos que ofrecía para la acción en curso. Por ejemplo, el número 77 de Informations Correspondance Ouvrières (enero de 1969) objeta al libro de Viénet -que había citado su presencia en Censier- que los trabajadores que están desde hace tiempo en contacto con este boletín "no 'ocuparon': ni en la Sorbona, ni en Censier ni en ninguna otra parte; todos estaban involucrados en la huelga en su lugar de trabajo" y "en las asambleas, en la calle". "Nunca pretendieron tener, de una forma u otra, 'permanencia' en las facultades y menos todavía constituirse en 'unión obrera' ni en 'consejo', cuanto ni más 'para el mantenimiento de las ocupaciones", que ellos consideran "uno de los organismos paralelos cuya finalidad sería sustituir al trabajador". Más adelante, I.C.O. añade que ellos habían mantenido allí "dos reuniones semanales" de su grupo porque "las facultades, y particularmente Censier, más tranquila, ofrecían salas gratuitas y disponibles". De esta forma, los escrúpulos de los trabajadores de I.C.O. (a los que queremos suponer tan eficientes como modestos allí donde se involucran en la huelga, en el lugar preciso de su trabajo y en las calles vecinas) les llevaron a no ver en uno de los aspectos más originales de la crisis más que la posibilidad de sustituir su café habitual tomando prestadas salas gratuitas en una facultad tranquila. Reconocen también, pero con aire igual de satisfecho, que muchos de sus camaradas "dejaron pronto de asistir a las reuniones de I.C.O. por que no encontraban allí respuesta a su deseo de 'hacer algo'". De esta forma, 'hacer algo' se convertía automáticamente para estos trabajadores en la vergonzosa tendencia a sustituir "al trabajador", una especie de ser trabajador en sí que no existiría por definición más que en su fábrica, allí donde por ejemplo los estalinianos los obligarán a callarse y donde I.C.O. tendrá que esperar naturalmente a que los trabajadores sean puramente liberados en su lugar de trabajo (de lo contrario, ¿no se arriesgarían a sustituirse por ese verdadero trabajador todavía mudo?). Semejante elección ideológica de la dispersión es un desafío a la necesidad esencial cuya vital urgencia notaron los trabajadores en mayo: la coordinación y la comunicación de las luchas y de las ideas en base a encuentros libres, fuera de las fábricas sometidas a la policía sindical. Sin embargo I.C.O. no ha ido, ni antes ni después de mayo, hasta el final de su razonamiento metafísico. Existe, como publicación tipografiada a través de la cual algunas decenas de trabajadores se resignan a "sustituir" por sus análisis lo que pueden hacer espontáneamente algunos otros cientos de trabajadores que no la han redactado. El número 78 de febrero nos informa de que "en un año la tirada de I.C.O. ha pasado de 600 ejemplares a 1.000". Pero ese Consejo para el mantenimiento de las ocupaciones que parece conmocionar la virtud de I.C.O., simplemente ocupando el Instituto Pedagógico Nacional y sin perjuicio de sus demás actividades o publicaciones, pudo sacar gratuitamente 100.000 ejemplares gracias a un entendimiento inmediatamente obtenido con los huelguistas de la imprenta del I.P.N. en Montrouge, textos cuya tirada fue difundida, en su inmensa mayoría, entre otros trabajadores en huelga, y de los que nadie hasta el momento ha tratado de demostrar que su contenido pudiese aspirar por nada del mundo a sustituir las decisiones de ningún trabajador. Y la participación en las relaciones aseguradas por el C.P.M.O. en París y en provincias jamás se contradijo con la presencia de los huelguistas en sus lugares de trabajo (ni por supuesto en las calles). Más aún, algunos tipógrafos huelguistas del C.P.M.O. prefirieron trabajar en cualquier sitio con las máquinas disponibles que permanecer pasivos en "sus" empresas.

Si los puristas de la inacción obrera perdieron ciertamente la oportunidad de tomar la palabra en respuesta a todas las ocasiones en que fueron obligados a callarse, lo que se ha convertido entre ellos en una especie de orgullosa costumbre, la presencia de un núcleo neo-bolchevique fue mucho más nociva. Pero lo peor fue la extremada falta de homogeneidad de la asamblea que los primeros días de la ocupación de la Sorbona se encontró, si haberlo querido ni comprendido claramente, en el centro ejemplar de un movimiento que involucraba a las fábricas. Esta falta de homogeneidad social se derivaba sobre todo del aplastante peso numérico de los estudiantes, a pesar de la buena voluntad de muchos de ellos, y era agravada por una proporción bastante grande de visitantes que obedecían a una motivación simplemente turística: una base objetiva semejante es la que permite el despliegue de las más torpes maniobras de los Péninou o los Krivine. Esta ambigüedad de los participantes se añadía a la ambigüedad esencial de los actos de una asamblea improvisada que, por fuerza, iba a representar (en todos los sentidos de la palabra, y por tanto también en el peor sentido de la misma) la perspectiva consejista para todo el país. Esta asamblea tomaba decisiones a la vez para la Sorbona -mal por otra parte, mistificadamente: no pudo siquiera llegar a ser dueña de su propio funcionamiento- y para la sociedad en crisis: quería y reclamaba, en términos torpes pero sinceros, la unión con los trabajadores, la negación del viejo mundo. Al enumerar sus faltas no olvidamos cómo fue escuchada. El mismo número 77 de I.C.O. reprocha a los situacionistas haber buscado entonces en esta asamblea el acto ejemplar que les hiciese "pasar a la leyenda", poner algunas cabezas "en el podium de la historia". Creemos que nosotros no pusimos ninguna estrella en ninguna tribuna histórica, pero también creemos que la ironía impertinente de esta "buena gente" obrera no viene a cuento. Era una tribuna histórica.

Habiendo sido derrotada la revolución, los mecanismos sociotécnicos de la falsa conciencia debían restablecerse naturalmente, intactos en lo esencial: el espectáculo choca con su negación pura, y ningún reformismo puede luego recargar ni el 7% de sus concesiones a la realidad. Para mostrar esto a los menos informados basta examinar los cerca de trescientos libros, por no contar más que la edición en Francia, que aparecieron el año siguiente al movimiento de las ocupaciones. Tal cantidad de libros no puede ser ridiculizada o censurada, como han creído necesario hacer algunos obsesos de la recuperación, que sin embargo tienen menos razones para inquietarse cuanto que no hay generalmente entre ellos nada que pueda excitar la codicia de los recuperadores. El hecho de que se hayan publicado tantos libros significa principalmente que la importancia histórica del movimiento fue profundamente percibida, a pesar de las incomprensiones y denegaciones interesadas. Lo que es criticable, de modo mucho más simple, es que de trescientos libros apenas haya diez que merezcan ser leídos, que estén constituídos por relatos y análisis que escapen a las ridículas ideologías o por compilaciones de documentos no manipulados. La subinformación y la falsificación, que dominan en toda la línea, han encontrado una aplicación privilegiada en la forma en que se ha dado cuenta casi siempre de la actividad de los situacionistas. Sin hablar de los libros que se limitan a guardar silencio sobre este punto ni de imputaciones absurdas, hemos escogido tres estilos de contraverdad para otras tantas series de estas obras. El primer modelo consiste en limitar la acción de la I.S. a Estrasburgo, dieciocho meses antes, como desencadenamiento remoto de una crisis en la que a continuación habría desaparecido (ésta es también la posición del libro de Cohn-Bendit, que consiguió no decir una palabra sobre la existencia del grupo de los "enragés" en Nanterre). El segundo modelo, mentira esta vez positiva y no por omisión, afirma contra toda evidencia que los situacionistas habrían aceptado tener contactos con el "movimiento del 22 de marzo", con el que muchos llegan a fundirnos completamente. Finalmente, el tercer modelo nos presenta como un grupo autónomo de irresponsables y de exaltados que surge por sorpresa, a mano armada incluso, en la Sorbona y otros lugares para sembrar un desorden monstruoso profiriendo las más extravagantes exigencias.

No obstante, es difícil negar cierta continuidad en la acción de los situacionistas en 1967-68. Y parece que esta continuidad haya contrariado precisamente a quienes, a golpe de grandes entrevistas o reclutamientos, pretenden atribuirse un papel de líderes del movimiento, papel que por su parte la I.S. siempre ha rechazado: su estúpida ambición llevó a algunas de estas personas a ocultar lo que precisamente ellas sabían mejor que otras. La teoría situacionista se encontraba para muchos en el origen de la crítica generalizada que produjo los primeros incidentes de la crisis de mayo y que se desplegó con ellos. No sólo por nuestra intervención contra la Universidad de Estrasburgo. Por ejemplo, se distribuyeron 2.000 o 3.000 ejemplares de cada uno de los libros de Vaneigem y Debord en los meses anteriores, sobre todo en París, y una proporción inhabitual de los mismos fueron leídos por trabajadores revolucionarios (según algunos indicadores parece que estos dos libros fueron, al menos con respecto a su tirada, los más robados de las librerías en 1968). A través del grupo de los enragés, la I.S. puede alardear de no haber carecido de importancia en el origen preciso de la agitación de Nanterre, que llevaron tan lejos. En fin, creemos no haber quedado por detrás del gran movimiento espontáneo de masas que dominó el país en mayo de 1968, tanto por lo que hicimos en la Sorbona como por las diversas formas de acción que llevó a cabo el "Consejo Para el Mantenimiento de las Ocupaciones". Además de la I.S. propiamente dicha y de gran cantidad de individuos que admitían sus tesis y actuaron en consecuencia, muchos otros defendieron planteamientos situacionistas, sea mediante influencia directa o inconscientemente, porque eran en gran medida las que esa época de crisis revolucionaria llevaba objetivamente consigo. Quienes lo duden sólo tienen que leer los muros (para quienes no tuviesen esta experiencia, citamos la colección de fotografías publicada por Walter Lewino La imaginación al poder, Losfeld, 1968).

Se puede afirmar por tanto que la sistemática minimización de la I.S. no es más que un detalle homólogo a la minimización actual, y normal en la óptica dominante, del conjunto del movimiento de ocupaciones. La especie de celos que han experimentado ciertos izquierdistas, y que contribuye fuertemente a esta tarea, está por lo demás completamente fuera de propósito. Los grupúsculos más izquierdistas no tienen motivos para rivalizar con la I.S., porque la I.S. no es de esos grupos que compiten en el terreno del militantismo o que pretenden dirigir el movimiento revolucionario en nombre de la supuesta interpretación "correcta" de una verdad petrificada extraída del marxismo o del anarquismo. Plantear así la cuestión es olvidar que, contrariamente a esas repeticiones abstractas en las que antiguas conclusiones siempre actuales en la lucha de clases se mezclan inextricablemente con un montón de errores o imposturas que las desgarran, la I.S. aportó principalmente un nuevo espíritu a los debates teóricos sobre la sociedad, la cultura y la vida. Este espíritu era firmemente revolucionario. Pudo vincularse en cierta medida al movimiento revolucionario real que recomenzaba. Y en la medida en que este movimiento tuvo también un carácter nuevo resultó parecerse a la I.S. y tomó parcialmente sus tesis por su cuenta, y de ninguna forma mediante un proceso político tradicional de adhesión o seguidismo. El nuevo carácter de este movimiento práctico es legible precisamente en esta influencia, totalmente extraña a ningún papel dirigente, que la I.S. resultó ejercer. Todas las tendencias izquierdistas -incluido el "22 de marzo", que llevaba en su baratillo de leninismo, estalinismo chino y anarquismo bisuta "situacionista"- se apoyaban muy explícitamente en un extenso pasado de luchas, de ejemplos, de doctrinas cien veces publicadas y discutidas. Sin duda, estas luchas y publicaciones habían sido sofocadas por la reacción estaliniana y obviadas por los intelectuales burgueses. Pero eran sin embargo infinitamente más accesibles que las nuevas posiciones de la I.S., que jamás habían podido darse a conocer más que a través de nuestras propias publicaciones y actividades recientes. Si los raros documentos conocidos de la I.S. encontraron semejante audiencia es porque parte de la crítica práctica avanzada se reconocía en su lenguaje. Así, nos encontramos ahora en una posición bastante buena para decir lo que mayo fue esencialmente, incluso en la parte de él que sigue estando latente; para hacer conscientes las tendencias inconscientes del movimiento de las ocupaciones. Otros, que mienten, dicen que no había nada que comprender en este desencadenamiento absurdo, o describen como el todo, a través de la pantalla de su ideología, los aspectos reales más viejos y menos importantes, o prosiguen el "argumentismo" a través ahora de nuevos temas de "cuestionamiento" que se alimentan a sí mismos. Tienen de su parte los grandes periódicos y las pequeñas amistades, la sociología y las grandes tiradas. Nosotros no tenemos nada de eso, y no tenemos más derecho a la palabra que el que sacamos de nosotros mismos. Y sin embargo, lo que ellos dicen de mayo se perderá en la indiferencia y será olvidado; y lo que decimos nosotros permanecerá y será finalmente creído y retomado.

La influencia de la teoría situacionista se lee, además de en los muros, en las acciones de los revolucionarios de Nantes y en aquellas otras, de otra forma ejemplares, de los enragés en Nanterre. Se percibe la indignación que suscitaron las nuevas formas de acción inauguradas o sistematizadas por los enragés. Nanterre embarrada se convertía en "Nanterre-embriagada" porque algunos "granujas del campus" se pusieron un día de acuerdo en que "todo lo que es discutible ha de discutirse" y porque querían "que se supiese".

En realidad, los que se encontraron entonces y formaron el Grupo de los Enragés no tenían una idea preconcebida de la agitación. Estos "estudiantes" no estaban allí más que formalmente y por las becas. Ocurría únicamente que los barrizales y las chabolas les resultaban menos odiosos que los edificios de hormigón, la palurda fatuidad estudiantil y el pensamiento retrasado de los profesores modernistas. Buscaban allí un residuo de humanidad y no encontraron más que miseria, aburrimiento o mentira en el caldo de cultura en el que chapoteaban de consuno Lefebvre y su honestidad, Touraine y el fin de la lucha de clases, Bouricaud y sus gruesos brazos, Lourau y su devenir. Conocían además las tesis situacionistas, sabían que las cabezas pensantes del ghetto les conocían, las meditaban a menudo y de ahí sacaban su modernismo. Decidieron que todo el mundo tenía que saberlo y se dedicaron a desenmascarar la mentira reservándose encontrar más tarde otros terrenos de juego: contaban con que expulsados los mentirosos y los estudiantes, la ocasión les reportaría otros encuentros, a otra escala, y que entonces "felicidad e infelicidad tomarían forma".

Su pasado, que no ocultaban (origen mayoritariamente anarquista, pero también surrealista y en algún caso trotskista), hubo de inquietar pronto a aquellos a los que primero se enfrentarían: viejos grupúsculos izquierdistas, trotskistas del C.L.E.R. o estudiantes anarquistas que englobaba Daniel Cohn-Bendit, todos disputándose la falta de futuro de la U.N.E.F. y la función de psicólogo. La elección que hicieron de expulsar a muchos sin indulgencia inútil les protegió contra el éxito que rápidamente conocieron al lado de unos veinte estudiantes; y también contra las adhesiones vagas de todos aquellos que acechaban un situacionismo sin situacionistas sobre el que llevar sus obsesiones y sus miserias. En estas condiciones, el grupo, que alcanzó a veces la quincena, estuvo casi siempre formado por media docena de agitadores. Hemos visto que eran suficientes.

Los métodos que emplearon los Enragés, en particular los sabotajes de cursos, aunque son hoy banales tanto en las facultades como en las escuelas, escandalizaron profundamente tanto a los izquierdistas como a los buenos estudiantes, organizando a veces los primeros incluso servicios de orden para proteger a los profesores de una lluvia de injurias y naranjas podridas. La generalización del uso del insulto merecido, del graffiti, de la consigna de boicot incondicional a los exámenes, la distribución de panfletos en los locales universitarios, en fin, el escándalo cotidiano de su existencia, atrajeron sobre los enragés el primer intento de represión: convocatoria de Riesel y Bigorgne ante el decano el 25 de enero, expulsión de Cheval de la residencia a primeros de febrero, prohibición de estancia (finales de febrero) y cinco años de expulsión de la Universidad francesa (principios de abril) para Bigorgne. Una agitación más marcadamente política, mantenida por los grupúsculos, comenzó a desarrollarse paralelamente.

Mientras tanto, los viejos monos de la Reserva, perdidos en el embrollo de la puesta en escena de su "pensamiento", no se inquietaron más que tardíamente. Hubo que obligarlos a hacer muecas, como Morin lamentándose, verde de rabia, bajo los aplausos estudiantiles: "El otro día me arrojásteis al basurero de la historia... -Interrupción: "¿Y cómo has salido de allí?"- "Prefiero estar en la basura que entre quienes la manejan, y en cualquier caso, ¡prefiero estar en la basura que en los crematorios!". Igual que Touraine, babeando de rabia y aullando: "Ya tengo bastante de anarquistas, y más aún de situacionistas. Por el momento soy yo el que manda aquí, y si un día lo son ustedes, tendré mis derechos entre los cuales está el del trabajo". Sólo un año más tarde los descubrimientos de estos precursores encontraron aplicación en los artículos de Raymond Aron y Etiemble, que protestaban por la imposibilidad de trabajar y la escalada del totalitarismo izquierdista y del fascismo rojo. Desde el 26 de enero hasta el 22 de marzo prácticamente no cesaron las interrupciones violentas del curso. Ellas mantenían una agitación permanente con vistas a la realización de varios proyectos que se malograron: publicación de un folleto a primeros de mayo e invasión y saqueo del edificio administrativo de la facultad con ayuda de revolucionarios nanteses a primeros de marzo. Antes de ver todo esto, el decano Grappin denunció en su conferencia de prensa del 28 de marzo la existencia de "un grupo de estudiantes irresponsables que desde hace meses perturban el curso y los exámenes y practican métodos guerrilleros en la facultad... Estos estudiantes no se vinculan a ninguna organización política conocida. Constituyen un elemento explosivo en un medio muy sensible." En cuanto al folleto, el impresor de los enragés iba menos rápido que la revolución. Tras la crisis, tuvimos que renunciar a publicar un texto que hubiese parecido hacer profecías después del acontecimiento.

Todo esto explica el interés que tomaron los enragés en la noche del 22 de marzo y quizá su desconfianza a priori hacia el conjunto de los demás manifestantes. Mientras que Cohn-Bendit, estrella ya en el firmamento de Nanterre, hablaba con los menos decididos, diez enragés se instalaron en la sala del Consejo de la Facultad donde 22 minutos después se reunieron para el futuro "Movimiento del 22 de marzo". Sabemos (cf. Viénet) cómo y por qué se retiraron de esta farsa. Veían cada vez más claro que la policía no vendría, y que con tales personas no podrían llevar a cabo el único objetivo que se habían fijado para la noche: destruir completamente las notas de los exámenes. En las primeras horas del 23 decidieron expulsar a cinco de ellos que se negaron a abandonar la sala por miedo a "romper con las masas" estudiantiles.

Es gracioso constatar que en los orígenes del movimiento de mayo existe un ajuste de cuentas con los pensadores dúplices de la banda argumentista. Pero combatiendo a la fea cohorte de pensadores subversivos asalariados por el estado los enragés hacían algo más que ajustar una vieja cuenta pendiente. Hablaban ya como movimiento de ocupaciones que lucha por la ocupación real, por parte de todos los hombres, de todos los sectores de la vida social regidos por la mentira. Y al escribir sobre los muros de cemento "tomad vuestros deseos por la realidad" destruían ya la ideología recuperadora de "la imaginación al poder", pretenciosamente lanzada por el "22 de marzo". Es que unos tenían deseos, y otros imaginación.

Los enragés casi no volvieron a Nanterre en abril. Las veleidades de democracia directa exhibidas en los carteles del "movimiento del 22 de marzo" eran evidentemente irrealizables en esas compañías, y ellos rechazaban por anticipado la pequeña plaza que se les concedía, como amenizadores extremistas, a la izquierda de la ridícula "Comisión de cultura y creatividad". En el lado opuesto, la recuperación por parte de los estudiantes de Nanterre de algunas de sus técnicas de agitación, aunque con un problemático fin antiimperialista, significaba que comenzaba a tener lugar el debate sobre el terreno que ellos habían querido definir. Los estudiantes de París que atacaron a la policía el 3 de mayo en respuesta a la última de las torpezas de la administración universitaria, lo demostraron también: el violento panfleto de advertencia de los enragés La rabia en el vientre, distribuido el 6 de mayo, no pudo indignar más que a los leninistas a los que denunciaba, mientras que tomaba la medida exacta al movimiento real; en dos días de combates en las calles los amotinados le encontraron aplicación. La actividad autónoma de los enragés acabó de forma tan consecuente como había comenzado. Fueron tratados como situacionistas antes incluso de estar en la I.S., ya que los recuperadores izquierdistas se inspiraron en ellos creyendo poder ocultarlos para exhibirse ante los periodistas que los enragés habían evidentemente rechazado. El propio término "enragés", con el que Riesel dio una marca inolvidable al movimiento de las ocupaciones, adquirió tardíamente y durante algún tiempo una significación publicitaria "cohnbendista".

La rápida sucesión de las luchas en la calle en los primeros diez días de mayo reunió enseguida a los miembros de la I.S., a los enragés y algunos otros camaradas. Este compromiso se formalizó al día siguiente de la ocupación de la Sorbona, el 14 de mayo, cuando se federaron en un "Comité Enragés-I.S." que empezó a publicar ese mismo día documentos con esta firma. A ello siguió una expresión autónoma más amplia de las tesis situacionistas en el interior del movimiento, pero no se trataba de plantear los principios particulares a partir de los cuales queriamos modelar el movimiento real: al decir lo que pensábamos, decíamos lo que éramos, mientras tantos otros se disfrazaban para explicar que había que seguir la política correcta de su comité central. Esa misma tarde la asamblea general de la Sorbona, abierta efectivamente a los trabajadores, empezó a organizar su poder sobre la marcha, y René Riesel, que había afirmado las tesis más radicales sobre la propia organización de la Sorbona y sobre la extensión total de la lucha iniciada, fue elegido en el primer Comité de Ocupación. El día 15 los situacionistas presentes en París dirigieron una circular a provincias y al extranjero: A los miembros de la I.S., a los camaradas que se han declarado de acuerdo con nuestras tesis. Este texto analizaba brevemente el proceso en curso y sus desarrollos posibles por orden de probabilidad decreciente -agotamiento del movimiento en caso de permanecer limitado "a los estudiantes antes de que la revolución antiburocrática haya conquistado el medio obrero"; represión; o, finalmente, '¿revolución social?'". Comportaba también un ajuste de cuentas de nuestra actividad hasta el momento y llamaba a continuación a hacer todo lo posible "por dar a conocer, apoyar y extender la agitación". Proponíamos como temas inmediatos en Francia: "la ocupación de fábricas" (acababa de conocerse la ocupación de Sud-Aviation, ocurrida la víspera por la tarde) la 'constitución de consejos obreros', el cierre definitivo de la Universidad y la crítica completa de todas las alienaciones". Hay que señalar que era la primera vez, desde que la I.S. existía, que pedíamos a alguien hacer algo, ni siquiera a los más próximos a nuestras posiciones. Nuestra circular tampoco quedó sin eco, particularmente en las ciudades donde el movimiento de mayo se imponía con más fuerza. El día 16 por la tarde la I.S. lanzó una segunda circular exponiendo los desarrollos de la jornada y previendo "una prueba mayor de fuerza". La huelga general interrumpió esta secuencia, que fue retomada con otra forma el 20 de mayo por los emisarios que el C.M.D.O. enviaba a provincias y al extranjero.

El libro de Viénet describe con detalle cómo el Comité de Ocupación de la Sorbona, reelegido en bloque por la asamblea general del día 15 por la tarde, vio desaparecer de puntillas a la mayoría de sus miembros, que se doblegaron a las maniobras y los intentos de intimidación de una burocracia informal que intentaba volver a recuperar subrepticiamente la Sorbona (U.N.E.F., M.A.U., J.C.R., etc.). Los enragés y los situacionistas se encontraron por tanto con la responsabilidad del Comité de ocupación los días 16 y 17 de mayo. Al no aprobar finalmente la asamblea general del día 17 los actos con los que ese comité había ejercido su mandato, ni desaprobarlos tampoco (los manipuladores impidieron el voto de la asamblea), declaramos de inmediato que abandonábamos la universidad desfalleciente, y todos los que se agrupaban alrededor de ese comité de ocupación vinieron con nosotros y llegaron a constituir el núcleo del Consejo para el mantenimiento de las ocupaciones. Conviene advertir que el segundo comité de ocupación, elegido después de nuestra partida, siguió en funcionamiento, idéntico a sí mismo y del modo glorioso que sabemos, hasta el retorno de la policía en junio. Nunca más se planteó la cuestión de reelegir cada día en asamblea delegados revocables. Este comité de profesionales llegó después a suprimir rápidamente las asambleas generales, que no eran a sus ojos más que una fuente de problemas y una pérdida de tiempo. Por el contrario, los situacionistas pueden resumir su acción en la Sorbona con una sola fórmula: "todo el poder para la asamblea general". También resulta gracioso escuchar hablar ahora del poder situacionista en la Sorbona, cuando la realidad de ese "poder" consistió en recordar constantemente el principio de la democracia directa aquí mismo y en todas partes, en denunciar de forma ininterrumpida a los recuperadores y a los burócratas, en exigir de la asamblea general que asumiese sus responsabilidades decidiendo y haciendo ejecutar todas sus decisiones.

Nuestro Comité de ocupación suscitó la indignación general de los manipuladores y de los burócratas por su actitud consecuente. Aunque defendimos en la Sorbona los principios y los métodos de la democracia directa, estábamos sin embargo desprovistos de ilusiones acerca de la composición social y el nivel general de consciencia de esta asamblea: evaluamos la paradoja de una delegación más firme que sus mandantes en esa voluntad de democracia directa y vimos que no podía durar. Pero estábamos ocupados sobre todo en poner al servicio de la huelga salvaje que comenzaba los medios, no despreciables, que nos ofrecía la posesión de la Sorbona. El Comité de ocupación lanzó el 16, a las 15 horas, una breve declaración mediante la que llamaba "a la ocupación inmediata de todas las fábricas de Francia y a la formación de consejos obreros". El resto de cuanto se nos ha reprochado no fue casi nada en comparación con el escándalo que causó en todas partes -salvo entre los "ocupantes de base"- ese "temerario" compromiso de la Sorbona. Sin embargo, en ese momento estaban ocupadas dos o tres fábricas, parte de los transportistas de los N.M.P.P. trataban de impedir la distribución de periódicos y varios talleres de Renault, como llegamos a saber dos horas después, lograban interrumpir el trabajo. ¿Y en nombre de qué, individuos sin cargo alguno pretendían dirigir la Sorbona si no eran partidarios de la toma por parte de los trabajadores de todas las propiedades del país? Creemos que pronunciándose de esta forma la Sorbona ofreció una última respuesta manteniéndose al nivel de un movimiento cuya continuación asumían felizmente las fábricas, es decir, al nivel de la respuesta que ellas ofrecían a las primera luchas limitadas al Barrio Latino. Ciertamente, esta llamada no iba contra la intención de la mayoría de quienes estaban entonces en la Sorbona e hicieron tanto por difundirla. Por otra parte, al extenderse las ocupaciones de fábricas, hasta los burócratas izquierdistas se hicieron partidarios de algo en lo que no habían osado comprometerse la vigilia, aunque sin renegar de su hostilidad a los consejos. El movimiento de las ocupaciones no tenía realmente necesidad de la aprobación de la Sorbona para extenderse a otras empresas. Pero además, como en ese momento cada hora contaba para unir a todas las fábricas en la acción emprendida por algunas mientras los sindicatos intentaban en todas partes ganar tiempo para impedir la interrupción general del trabajo, y como una llamada a este derecho alcanzó gran difusión, incluso radiofónica, nos pareció sobre todo importante mostrar, con la lucha que comenzaba, el máximo al que debía tender a continuación. Las fábricas no llegaron a formar Consejos, y los huelguistas que empezaban a acudir a la Sorbona no descubrieron ciertamente el modelo.

Podemos pensar que esta llamada contribuyó a abrir aquí y allá algunas perspectivas de lucha radical. En todo caso figura ciertamente entre los hechos de esa jornada que inspiraron más temor. Sabemos que el Primer Ministro hizo difundir a las 19 horas un comunicado afirmando que el gobierno "en presencia de intentos anunciados o sugeridos por grupos extremistas de provocar una agitación generalizada", haría lo que fuese preciso para mantener 'la paz civil' y el orden republicano "puesto que la reforma universitaria no sería más que un pretexto para sumir al país en el desorden". Se convocaron a 10.000 reservistas de la gendarmería. La "reforma universitaria" no era efectivamente más que un pretexto también para el gobierno, que enmascaraba bajo esta honorable necesidad, tan bruscamente descubierta por él, su retroceso ante la revuelta del Barrio Latino.

Al ocupar el I.P.N. de la calle Ulm, el Consejo para el mantenimiento de las ocupaciones hizo lo que pudo durante la continuación de una crisis en la que, desde que la huelga fue general y se inmovilizó a la defensiva, ningún grupo revolucionario organizado existente tenía ya medios para contribuir de forma notable. Reuniendo a los situacionistas, a los enragés y a otros treinta a sesenta revolucionarios consejistas (de los cuales menos de la décima parte eran estudiantes), el C.M.D.O. aseguró gran cantidad de contactos en Francia y fuera del país, dedicándose particularmente, hacia el final del movimiento, a dar a conocer su significación a los revolucionarios de otros países, que no podían dejar de inspirarse en él. Publicó, con una tirada cercana a los 200.000 ejemplares en algunos casos, unos cuantos carteles y documentos, entre los principales Informe sobre la ocupación de la Sorbona el 19 de mayo, Por el poder de los Consejos obreros el 22, y Llamada a todos los trabajadores del día 30. El C.M.D.O., que no había sido dirigido ni jerarquizado por nadie, "acordó disolverse el 15 de junio (...) El C.M.D.O. no había buscado obtener nada para sí, ni siquiera reclutamientos con vistas a una existencia permanente. Sus participantes no separaban sus objetivos personales de los objetivos generales del movimiento. Eran individuos independientes que se habían agrupado para una lucha sobre bases determinadas y en un momento preciso, y que volverían a hacerse independientes después de ella". (Viénet, op. cit.). El C.M.D.O. había sido "un vínculo, no un poder".

Algunos nos han reprochado, en mayo y después, criticar a todo el mundo y no presentar como aceptable más que la actividad de los situacionistas. Esto no es exacto. Aprobamos el movimiento de masas en toda su profundidad e iniciativas notables de decenas de miles de individuos. Aprobamos la conducta de algunos grupos revolucionarios que conocimos en Nantes y en Lyon, así como los actos de todos los que estuvieron relacionados con el C.M.D.O. Los documentos citados por Viénet evidencian que aprobamos parcialmente muchas declaraciones de los comités de acción. Muchos grupos o comités que siguieron siendo desconocidos para nosotros durante la crisis hubiesen tenido nuestra aprobación de haber tenido información sobre ellos -y es todavía más patente que, ignorándolos, no pudimos criticarlos-. Dicho esto, cuando se trata de los pequeños partidos izquierdistas y del "22 de marzo", de Barjonet o de Lapassade, sería sorprendente que se esperase de nosotros ninguna aprobación cortés cuando se conocen nuestras posiciones anteriores y cuando puede constatarse cuál ha sido en este período la actividad de las personas en cuestión.

Tampoco hemos pretendido que ciertas formas de acción que revistió el movimiento de las ocupaciones -con excepción tal vez del empleo de viñetas críticas- fuesen de origen directamente situacionista. Por el contrario, vemos el origen de todas ellas en luchas obreras "salvajes", y algunos números de nuestra revista las han citado desde hace muchos años especificando de dónde venían. Fueron los obreros los primeros que atacaron la sede de un periódico para protestar contra la falsificación de la información concerniente a ellos (en Lieja en 1961), que quemaron coches (en Merlebach en 1962) y comenzaron a escribir sobre los muros las fórmulas de la nueva revolución ("Aquí acaba la libertad" sobre un muro de la fábrica Rhodiaceta en 1967). A cambio podemos señalar, como preludio evidente de la actividad de los enragés en Nanterre, que el 26 de octubre de 1966 en Estrasburgo fue por vez primera atacado un profesor de universidad y expulsado de su silla: esta fue la suerte que los situacionistas hicieron sufrir al cibernético Abraham Moles en su curso inaugural.

Todos nuestros textos publicados durante el movimiento de las ocupaciones demuestran que los situacionistas nunca propagaron ilusiones en ese momento acerca de las posibilidades de triunfo total del movimiento. Sabíamos que ese movimiento revolucionario, objetivamente posible y necesario, había partido subjetivamente de muy abajo: espontáneo y desorganizado, ignorando su propio pasado y la totalidad de sus objetivos, volvía de medio siglo de aplastamiento y encontraba ante él a todos sus vencedores todavía en su lugar, burócratas y burgueses. Una victoria duradera de la revolución era poco factible en nuestra opinión entre el 17 y el 30 de mayo. Pero como esa posibilidad existía, la señalamos como el máximo en juego a partir de cierto punto alcanzado por la crisis, y mostramos que merecía ciertamente la pena. A nuestros ojos el movimiento era ya una gran victoria histórica ocurriese lo que ocurriese, y pensábamos que sólo la mitad de lo que se había producido hubiese sido un resultado muy significativo.

Nadie puede negar que la I.S., opuesta igualmente en esto a todos los grupúsculos, se negó a toda propaganda en su favor. Ni el C.M.D.O. enarboló la "bandera situacionista" ni ninguno de nuestros textos de esa época habló de la I.S. excepto para responder al desvergonzado envite del frente común lanzado por Barjonet el día siguiente a la reunión de Charléty. Y entre las múltiples siglas publicitarias de grupos con vocación dirigente no pudo verse una sola inscripción que evocase a la I.S. trazada sobre los muros de París, de los cuales nuestros partidarios eran sin embargo los principales dueños.

Creemos, y presentamos esta conclusión sobre todo a los camaradas de otros países que conozcan crisis de esta naturaleza, que estos ejemplos muestran lo que pueden hacer en la primera fase de la reaparición del movimiento revolucionario proletario unos cuantos individuos coherentes en lo que respecta a lo esencial. No había en mayo en París más que una decena de situacionistas y de enragés, y ninguno en provincias. Pero la feliz conjunción de la improvisación revolucionaria espontánea y de una especie de aura de simpatía existente alrededor de la I.S. permitieron coordinar una acción bastante amplia, no solamente en París, sino en muchas grandes ciudades, como si se hubiese tratado de una organización preexistente a escala nacional. Con más amplitud incluso que esta organización espontánea, una especie de vaga y misteriosa amenaza situacionista fue percibida y denunciada en muchos lugares, siendo sus portadores algunos cientos, acaso miles de individuos que los burócratas y los moderados calificaban de situacionistas o, con mayor frecuencia, según la abreviación popular que apareció en esa época, de situs. Nos consideramos honrados por el hecho de que este término de "situ", que parece haber tenido su origen peyorativo en el lenguaje de algunos medios estudiantiles de provincias, no sólo sirviese para designar a los participantes más extremistas del movimiento de ocupaciones, sino que comportase también ciertas connotaciones que evocan al vándalo, al ladrón, al granuja.

No pensamos que no hemos cometido errores. Los enumeramos aquí para instrucción de los camaradas que puedan encontrarse ulteriormente en circunstancias similares.

En la calle Gay-Lussac, donde nos encontramos espontáneamente en pequeños grupos, cada uno de estos grupos reunió a decenas de personas conocidas o que nos conocían de vista y venían a hablar con nosotros. Después cada uno, en el admirable desorden que presentaba este "barrio liberado" mucho antes incluso del inevitable ataque de la policía, se alejó hacia tal "frontera" o cual preparativo de defensa. De forma que, no sólo todos permanecieron más o menos aislados, sino que a menudo nuestros propios grupos no pudieron unirse. Fue un grave error por nuestra parte no pedir que permaneciésemos agrupados. En menos de una hora, un grupo que hubiese actuado así hubiese producido inevitablemente un efecto de bola de nieve, reuniendo a todos los barricadistas que conocíamos -cada uno de nosotros encontró más amigos de los que se encuentran por azar en un año en París. Hubiéramos formado así una banda de doscientas o trescientas personas que se conocen y actúan en conjunto, lo que faltó precisamente en esta lucha dispersa. Sin duda, la relación numérica con las fuerzas que rodeaban el barrio, alrededor del triple que los sublevados, por no hablar de la superioridad de su armamento, condenaba de todas formas esta lucha al fracaso. Pero un grupo semejante podía permitirse cierta libertad de maniobra, ya sea para realizar una contracarga sobre un punto del perímetro atacado, ya sea instalando barricadas al este de la calle Mouffetard, zona bastante mal guarnecida por la policía hasta muy tarde, para abrir una vía de escape a todos los que quedaron atrapados (escapando algunos cientos gracias a la suerte y al precario refugio de la Escuela Normal Superior).

En el Comité de ocupación de la Sorbona hicimos, a la vista de las condiciones y de la precipitación del movimiento, más de lo que podíamos hacer. No puede reprochársenos no haber hecho más por modificar la arquitectura de este triste edificio que ni siquiera tuvimos tiempo de recorrer. Es cierto que había todavía allí una capilla cerrada, pero llamamos a los ocupantes con carteles -y también Riesel en su intervención en la asamblea general del 14 de mayo- a destruirla lo antes posible. Por otra parte, "Radio Sorbona no existe como aparato emisor, y no puede por tanto reprochársenos no haberlo empleado. Por supuesto no proyectamos ni preparamos el incendio del edificio el 17 de mayo, como decía el rumor que siguió a algunas oscuras calumnias de los grupúsculos. Este dato basta para mostrar hasta qué punto hubiera sido desatinado el proyecto. No vamos a dispersarnos más en detalles, sea cual sea la utilidad que pueda reconocérseles. Así, es pura fantasía cuando Jean Maitron afirma que "el restaurante y la cocina de la Sorbona... estuvieron hasta junio controlados por 'situacionistas'. Muy pocos estudiantes entre ellos. Muchos jóvenes sin trabajo." (La Sorbonne par elle-même, Editions Ouvrières, 1968). De todas formas tenemos que reprocharnos este error: los camaradas encargados de enviar a imprenta los panfletos y declaraciones que emanaban del Comité de ocupación, el 16 de mayo a partir de las 17 horas, sustituyeron la firma "Comité de ocupación de la Sorbona" por "Comité de ocupación de la Universidad autónoma y popular de la Sorbona" sin avisar a nadie. Se trataba de una regresión de cierto alcance, puesto que la Sorbona no tenía a nuestros ojos otro interés que el de un edificio tomado por el movimiento revolucionario, y esta firma podía hacer creer que reconocíamos el lugar todavía como Universidad, aunque fuese "autónoma y popular", cosa que nosotros despreciamos en todo caso y que era bastante molesto parecer que aceptábamos en tal situación. Una falta de atención menos importante se cometió el 17 de mayo cuando se difundió un panfleto emanado de los obreros de base venidos de Renault con la firma "Comité de ocupación". El Comité de ocupación había hecho ciertamente bien suministrando sin censura medios de expresión a estos trabajadores, pero había que precisar que este texto estaba redactado por ellos y únicamente editado por el Comité de ocupación; y tanto más cuanto estos obreros, al llamar a continuar las "marchas sobre Renault", todavía admitían en ese momento el argumento mistificante de los sindicatos sobre la necesidad de mantener cerradas las puertas de la fábrica para que no pudiese sacar pretexto y provecho de su apertura un ataque de la policía.

El C.M.D.O. olvidó mencionar en cada una de sus publicaciones "impreso por los obreros en huelga", lo que ciertamente hubiese sido ejemplar, perfectamente de acuerdo con las teorías que evocaban, y hubiese proporcionado una réplica excelente de la habitual marca sindical de los impresores. Error aún más grave: aunque se hizo un uso excelente del teléfono, dejamos completamente de lado la posibilidad de servirnos de los telégrafos que permitían llegar a numerosas fábricas y edificios ocupados de Francia y enviar noticias a toda Europa. Particularmente dejamos de lado el circuito de observatorios astronómicos, accesible y utilizable al menos a partir del Observatorio ocupado de Meudon.

Pero dicho esto, y si se trata de formular un juicio sobre lo esencial, reunidas y consideradas todas estas iniciativas de la I.S., no vemos en qué punto mereció ser censurada.

Citemos ahora los principales resultados del movimiento de las ocupaciones hasta el momento. En Francia este movimiento fue vencido y de alguna forma aplastado. Es sin duda el punto más notable y el que presenta mayor interés en la práctica. Parece que nunca una crisis social de semejante gravedad había acabado sin que una represión viniese a debilitar, más o menos duraderamente, la corriente revolucionaria, como especie de contrapartida de lo que debe esperar pagar la experiencia histórica que en cada momento ha sido llevada a existir. Sabemos que no se mantuvo ninguna represión específicamente política, aunque naturalmente, además de los numerosos extranjeros expulsados administrativamente, muchos cientos de sublevados se viesen condenados en los meses siguientes por delitos llamados "de derecho común" (aunque más de un tercio del efectivo del Consejo para el mantenimiento de las ocupaciones fue arrestado en diversos enfrentamientos, ninguno de sus miembros cayó en esta rúbrica, al haber sido muy bien conducido a finales de junio el movimiento de retirada del C.M.D.O.). Todos los responsables políticos que no supieron escapar al arresto al acabar la crisis fueron liberados tras unas semanas de detención, y ninguno fue citado ante un tribunal. El gobierno tuvo que decidir este nuevo retroceso nada más que para obtener una apariencia de apertura universitaria tranquila y una apariencia de exámenes en otoño de 1968. La única presión del Comité de acción de los estudiantes de medicina obtuvo esa importante concesión a finales del agosto.

La amplitud de la crisis revolucionaria desequilibró gravemente "lo que fue atacado de frente... la economía capitalista que funciona" (Viénet), no ciertamente por el aumento absolutamente soportable y consentido de los salarios, ni tampoco por la interrupción total de la producción durante semanas, sino sobre todo porque la burguesía francesa perdió su confianza en la estabilidad del país: lo que -unido a los demás aspectos de la actual crisis monetaria en los intercambios internacionales- supuso la evasión masiva de capitales y la crisis del franco en noviembre (las reservas de divisas del país cayeron de 30 millardos de francos en 1969 a 18 millardos un año después). Tras la devaluación tardía del 8 de agosto de 1969, Le Monde comenzaba a darse cuenta al día siguiente de que "el franco, como el general, había 'muerto' en mayo".

El régimen "gaullista" no era más que un detalle menor en esta puesta en cuestión general del capitalismo moderno. Sin embargo el poder de De Gaulle recibió, él también, un golpe mortal en mayo. A pesar de su restablecimiento en junio -objetivamente sencillo, como dijimos, puesto que la verdadera lucha se había perdido en otra parte-, De Gaulle no podía hacer desaparecer, como responsable del Estado que había sobrevivido al movimiento de las ocupaciones, la mancha de haber sido responsable del estado que había sufrido el escándalo de su existencia. De Gaulle, que no hacía más que envolver con su estilo personal todo lo que ocurría -y no era otra cosa que la modernización normal de la sociedad capitalista- había pretendido reinar por el prestigio. Éste sufrió en mayo una humillación definitiva, tan subjetivamente sentida por él como objetivamente constatada por la clase dominante y los electores que le plebiscitan indefinidamente. La burguesía francesa busca una forma de poder político más racional, menos caprichosa y soñadora, más inteligente a la hora de defenderse de las nuevas amenazas cuyo surgimiento ha constatado con estupor. De Gaulle quería hacer desaparecer la pesadilla persistente, "los últimos fantasmas de mayo", ganando el 27 de abril ese referéndum anunciado el 24 de mayo que la revuelta había anulado la misma noche. El "poder estable" que tropezó y que notaba que no había recuperado su equilibrio, se empeñaba imprudentemente en ser rápidamente confirmado con un rito de adhesión ficticia. Los eslóganes de los manifestantes del 13 de mayo de 1968 estaban justificados: De Gaulle no alcanzó su onceavo aniversario, no por la oposición burocrática o pseudorreformista, sino porque al día siguiente se vio que la calle Gay-Lussac desembocaba directamente en todas las fábricas de Francia.

Un desorden generalizado, que cuestionó de raíz todas las instituciones, se instaló en la mayor parte de las facultades y sobre todo en las escuelas. Aunque limitándose a lo más urgente el estado salvó más o menos el nivel de enseñanza en las disciplinas científicas y en las escuelas superiores, el año universitario 1968-69 se perdió completamente y los títulos se devaluaron, aunque estén lejos todavía de ser despreciados por la masa estudiantil. Una situación semejante es incompatible a la larga con el funcionamiento normal de un país industrial avanzado y produce una caída en el subdesarrollo creando un "cuello de botella" cualitativo en la enseñanza secundaria. Aunque la corriente extremista no tuvo en realidad más que una pequeña base en el medio estudiantil, parece que tuviese la fuerza suficiente para mantener un proceso de continua degradación: a finales de enero, la ocupación y el saqueo del rectorado de la Sorbona y numerosos incidentes bastante graves que le siguieron mostraron que el simple mantenimiento de la pseudoenseñanza constituye un tema de considerable inquietud para las fuerzas de mantenimiento del orden.

La agitación esporádica de las fábricas que acogieron la huelga salvaje y donde se implantaron grupos radicales más o menos conscientemente enemigos de los sindicatos trajo consigo, a pesar de los esfuerzos de los burócratas, numerosas huelgas parciales que paralizan fácilmente empresas cada vez más concentradas, en las cuales se aumenta siempre la interdependencia entre diferentes operaciones. Estas sacudidas no permiten olvidar a nadie que el suelo no ha vuelto a ser sólido en las empresas, y que las formas modernas de explotación revelaron en mayo a la vez el conjunto de sus medios asociados y su nueva fragilidad.

Tras la erosión del viejo estalinismo ortodoxo (legible en las pérdidas de la C.G.T. en las recientes elecciones sindicales), llega para los viejos partidos izquierdistas el turno de las maniobras facciosas: casi todos hubieran querido volver a comenzar mecánicamente el proceso de mayo para repetir sus errores. Infiltraron fácilmente lo que quedaba de los comités de acción y estos no dejaron de desaparecer. Los propios partidos izquierdistas estallan en numerosos matices hostiles, manteniéndose cada uno firme en una tontería que excluye gloriosamente todas las de sus rivales. Sin duda, los elementos radicales, que se hicieron numerosos después de mayo, están todavía dispersos, sobre todo en las fábricas. La coherencia que necesitan adquirir está todavía, al no haber sabido organizar una verdadera práctica autónoma, alterada por antiguas ilusiones o por la verborrea, e incluso a veces por una malsana admiración "prosituacionista" unilateral. Su único camino, evidentemente difícil y largo, está por tanto trazado: la formación de organizaciones consejistas de trabajadores revolucionarios federados en base a la democracia total y la crítica total. Su primera tarea teórica será combatir y desmentir en la práctica la última forma de ideología que el viejo mundo le opondrá: la ideología consejista, tal como la ha expresado en una tosca primera forma, al final de la crisis, el grupo "Revolución Internacional" implantado en Toulouse, que proponía simplemente -no sabemos por otra parte a quién- elegir consejos obreros por encima de las asambleas generales, que de esta forma sólo tendrían que ratificar los actos de esta sabia neodirección revolucionaria. Ese monstruo leninista-yugoslavo, retomado después por la "organización trotskista" de Lambert, es casi tan extraño actualmente como el uso del término "democracia directa" por los izquierdistas cuando estaban imbuidos de "diálogo" refrendario. La próxima revolución no reconocerá como consejos más que las asambleas generales soberanas de la base, en las empresas y en los barrios, y sus delegados siempre revocables que dependen únicamente de ellas. Una organización consejista no defenderá nunca otro objetivo: necesita expresar en actos una dialéctica que supere los términos fijos y unilaterales de espontaneísmo y organización abierta o subrepticiamente burocratizada. Debe ser una organización que marche revolucionariamente hacia la revolución de los consejos, que no se disperse tras la declaración de la lucha ni se institucionalice.

Esta perspectiva no se limita a Francia, sino que es internacional. Es el sentido total del movimiento de las ocupaciones, que tendrá que comprender en todas partes cómo el ejemplo de 1968 desencadenó o elevó la gravedad de los problemas a través de Europa, América y Japón. Los acontecimientos inmediatos más notables que siguieron a mayo fueron la sangrienta revuelta de los estudiantes mexicanos, que pudo romperse en un relativo aislamiento, y el movimiento de los estudiantes yugoslavos contra la burocracia y por la autogestión proletaria, que involucró parcialmente a los obreros y puso en grave peligro el régimen de Tito: pero la intervención rusa en Checoslovaquia, más que las concesiones afirmadas por la clase dominante, llegó poderosamente en auxilio del régimen, permitiéndole unir al país ante el temor a la invasión de una burocracia extranjera. La mano de la nueva Internacional empezó a ser denunciada por la policía de varios países, que creían descubrir las directivas de los revolucionarios franceses tanto en México, en verano de 1968, como en Praga, en la manifestación antirrusa del 28 de marzo de 1969; y el gobierno franquista justificó explícitamente a primeros de año su recurso al estado de excepción por el riesgo de que la agitación universitaria evolucionase hacia una crisis general de tipo francés. Hace mucho tiempo que Inglaterra conocía huelgas salvajes, y uno de los objetivos principales del gobierno laborista era evidentemente prohibirlas; pero no cabe duda de que fue la primera experiencia de huelga general salvaje lo que llevó a Wilson a desplegar tanta prisa y tanta saña para arrancar ese año una legislación represiva contra este tipo de huelga. Este arribista no dudó en arriesgar en el "proyecto Castle" su carrera y la propia unidad de la burocracia político-sindical laborista, ya que aunque los sindicatos son enemigos directos de la huelga salvaje, tuvieron miedo de perder protagonismo al perder el control sobre los trabajadores después de dejar en manos del Estado el derecho a intervenir, sin pasar por su mediación, contra las formas reales de la lucha de clases. Y el 1º de mayo la huelga antisindical de 100.000 estibadores, tipógrafos y metalúrgicos contra la ley que les amenazaba, por primera vez desde 1926, una huelga política en Inglaterra: como debe ser, esta forma de lucha reapareció contra un gobierno laborista.

Wilson tuvo que desacreditarse renunciando a su proyecto más querido y transfiriendo a la policía sindical la responsabilidad de reprimir en lo sucesivo el 95% de los acuerdos de trabajo constituidos en Inglaterra por las huelgas salvajes. En agosto, la huelga salvaje ganada después de ocho semanas por los fundidores de las acerías Port-Talbot "demostró que la dirección del T.U.C. no está preparada para ese papel". (Le Monde, 30-8-1969).

Reconocemos el nuevo tono con el que la crítica radical pronuncia en lo sucesivo a través del mundo su declaración de guerra a la vieja sociedad, desde el grupo extremista mexicano Caos, que llamaba en verano de 1968 al sabotaje de los Juegos Olímpicos y de "la sociedad de consumo espectacular" hasta las inscripciones en los muros de Inglaterra y de Italia; desde el grito de una manifestación en Wall Street lanzado por la A.F.P. el 12 de abril -"Stop the Show"- en esa sociedad americana cuyo "declive y caída" señalamos en 1965 y cuyos responsables confiesan ahora ser "una sociedad enferma" hasta las publicaciones y actuaciones de los Ácratas de Madrid.

En Italia, la I.S. aportó cierta ayuda a la corriente revolucionaria a finales de 1967, momento en que la ocupación de la Universidad de Turín dio la salida a un vasto movimiento con algunas ediciones, malas aunque rápidamente agotadas (en Feltrinelli y De Donato) y con la acción radical de algunos individuos, aunque la actual sección italiana de la I.S. no se constituyese formalmente hasta enero de 1969. La lenta evolución de la crisis italiana desde hace veintidós meses -lo que se ha llamado "el mayo rampante"- se hundía sobre todo en 1968 en la constitución de un "movimiento estudiantil" mucho más atrasado y aislado aún que en Francia -con la ejemplar excepción de la ocupación del hotel de la ciudad de Orgosolo, en Cerdeña, por estudiantes, pastores y obreros unidos. Pero las luchas obreras comenzaron lentamente y se agravaron en 1969, a pesar de los esfuerzos del partido estaliniano y de los sindicatos que agotaban sus recursos para fragmentar la amenaza concediendo huelgas de un día a escala nacional por categorías o huelgas generales de un día por provincias. A primeros de abril la insurrección de Battipaglia, seguida de los motines de las prisiones de Turín, Milán y Genes, elevaron la crisis a otro nivel y redujeron aún más el margen de maniobra de los burócratas. En Battipaglia, después de que saliese la policía los trabajadores siguieron siendo dueños de la ciudad durante veinticuatro horas, apoderándose de las armas, sitiando a la policía refugiada en sus cuarteles y conminándola a rendirse, cortando los caminos y las vías férreas. Aunque la llegada masiva de refuerzos de los carabineros recuperó el control de la ciudad y de las vías de comunicación, todavía existía un esbozo de consejo en Battipaglia que pretendía reemplazar a la municipalidad y ejercer el poder directo de los habitantes sobre sus propios asuntos. Aunque las manifestaciones de apoyo en toda Italia, encuadradas por los burócratas, siguieron siendo platónicas, los elementos revolucionarios de Milán consiguieron atacar violentamente a esos burócratas y asolar el centro de la ciudad, chocando fuertemente con la policía. En esta ocasión los situacionistas italianos retomaron los métodos franceses de la forma más adecuada.

En los meses siguientes, los movimientos "salvajes" de Fiat y de los obreros del norte mostraron, más que la descomposición total del gobierno, hasta qué punto está cerca Italia de una crisis revolucionaria moderna. El giro tomado en agosto por las huelgas salvajes de la Pirelli de Milán y de la Fiat de Turín señala la inminencia de un enfrentamiento total.

Es fácilmente comprensible la principal razón que nos ha llevado a tratar aquí juntas la cuestión del sentido general de los nuevos movimientos revolucionarios y la de su relación con las tesis de la I.S. Antes, a los que querían reconocer el interés de algunos aspectos de nuestra teoría les disgustaba que suspendiésemos toda verdad a un retorno de la revolución social y juzgaban esta última "hipótesis" increíble. Diversos activistas que giran en el vacío, pero alardean vanidosamente de seguir siendo alérgicos a toda teoría actual, planteaban a propósito de la I.S. la estúpida cuestión: "¿cuál es su acción práctica?". Al no comprender, ni siquiera un poco, el proceso dialéctico de encuentro entre el movimiento real y "su propia teoría desconocida", todos prefirieron ignorar lo que creían que era una crítica desarmada. Ahora esta crítica se arma. El "amanecer que, con un relámpago, dibuja de repente la forma del nuevo mundo", se vio en estos meses de mayo en Francia, con las banderas rojas y las banderas negras mezcladas en la democracia obrera, y continuó en todas partes. Y si hemos escrito, en alguna medida, nuestro nombre sobre el retorno de este movimiento, no es por conservar ningún instante ni por extraer ninguna autoridad. Ahora estamos seguros del resultado satisfactorio de nuestras actividades: la I.S. será superada.

Traducción a castellano del artículo "Le comencement d'une epoque" publicado en Internationale Situationniste, # 12 (septiembre de 1969, págs. 3-4, 7-15, 28-32. Traducción de Luis Navarro incluida en Internacional Situacionista (textos completos en castellano d ela revista Internationale Situationniste (1958-1969): vol. 2: La práctica de la teoría, Madrid, Literatura Gris, 2001.

Fuente: Archivo Situacionista Hispano

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