Extraído de Un Vallekano en Rumanía
(http://imbratisare.blogspot.com)
Alexandru Sahia nació en la provincia de Dambovita, en la Rumania de 1908, teniendo una vida breve, muriendo en 1937. Pese a esa muerte prematura (no tenía treinta años), fue considerado como un exponente de la generación de escritores y periodistas de entreguerras comprometidos con la lucha contra el fascismo y a favor de la lucha de la clase trabajadora por su emancipación. No obstante, fue militante del Partido Comunista de Rumania y miembro fundador de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética. Igualmente, fue el primer escritor rumano que dejó por escrito su experiencia de su viaje a la URSS en 1934, con motivo de un encuentro de escritores antifascistas celebrado aquel año en Moscú.
Hábil y decidido en el ejercicio de la función periodística, aunque su producción no fue abundante, obras como Rebelión en el puerto, que traducimos al castellano en esta entrada, La usina viviente o Lluvia de junio, han sido estimadas como ejemplos clásicos de una literatura de inspiración proletaria.
A continuación, compartimos aquí uno de sus textos breves, Rebelion en el Puerto , donde retrata las condiciones miserables de los estibadores rumanos a las puertas de la Segunda Guerra Mundial, condenados a la pobreza más absoluta por el régimen burgueso-latifundista dirigido por el entonces rey Carol II, y obligados a trabajar a destajo en las condiciones inhumanas de los puertos sin apenas derechos. Rebelión el el Puerto se publicó en la Revista Bluze Albastre (Camisas Azules), nr.4, del 31 de julio de 1932.
La historia contada por Sahia nos recuerda, entre otras cosas, lo mucho que les ha costado a los trabajadores a lo largo de la historia conquistarlos y lo rápido que se pueden perder sin organización y sin estar dispuestos a luchar para mantenerlos para sí mismos y para las próximas generaciones.
Lamentablemente, Alexandru Sahia fue víctima de la pobreza y murió de tuberculosis antes de ver su sueño cumplido, aquel por el cual escribió y luchó durante toda su breve vida: la proclamación del Socialismo por la clase trabajadora, frente a una realidad en la que, como se denuncia en Rebelión en el Puerto, escrito en 1932, los estibadores rumanos no podían ni siquiera enterrar a las víctimas de la explotación y de sus miserables condiciones de trabajo con la dignidad que se merecían. Faltaban todavía dieciseis años para que los trabajadores rumanos, entre ellos los estibadores, conquistaran su emancipación tras la proclamación de la República Popular Rumana, en 1948.
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REBELIÓN EN EL PUERTO, Alexandru Sahia
(Traducción de Un Vallekano en Rumanía)
(Traducción de Un Vallekano en Rumanía)
Amarrados en el puerto, los vapores aullaban desesperados, gimiendo bajo el peso de su carga.
Se hacían señales, se chillaban, pero nadie se acercaba a la orilla. Un grupo de soldados y algunos funcionarios del puerto corrían como locos de un lado a otro.
Los trabajadores, sin embargo, se habían retirado lejos del muelle y esperaban.
Las órdenes ya no eran obedecidas y la bandera del puerto estaba rota en mil pedazos; no ondeaba ya cuando el trabajo se interrumpió.
-¿Crees, camarada, que no van a dejarnos enterrarlo tal cómo queremos nosotros?
El preguntado calla. Alto, con anchas espaldas y brazos macizos, miraba al vacío mientras su labio inferior no dejaba de temblar.
-Te he preguntado, camarada Mihail, para conocer tu opinión. Eres la persona más adecuada para encargarte de este problema. Has conducido el sindicato muchos años y, al fin y al cabo, Galaciuc ha sido un buen camarada.
El camarada Mihail seguía sin responder.
Su labio tiritaba cada vez de forma más evidente y parecía que sus pómulos se movían. Se notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo para controlarse, apretando los dientes, aunque no lo consiguiera. Finalmente, habló:
-Espera, amigo Simeon, espera. Sé que te es muy difícil esperar. Pero para poder sacar algo en claro tienes primero que rumiar, mordiéndote los labios si es necesario. Lo que te quiero decir es que acumules fuerzas, no las tires por la borda. De otra forma no se puede. La lucha final tendremos que llevarla a cabo pronto, no queda mucho- dijo.
.-Sí, claro, la lucha final va a tener lugar. Desde hace veinte años me controlo, me aguanto las ganas, pero no debe tardar ya mucho - habló el flaco y enclenque Simeon, estirando su delgado cuello con los ojos humedecidos, elevando la voz y a balbuceando.
-Te entiendo, camarada Simeon - le respondió Mihail - comparto tu opinión, ya que cualquier movimiento de revuelta en las filas de los trabajadores no puede más que traer bien a la causa proletaria. Tenemos, sin embargo, que organizarnos. Cuánto mejor organizados estemos para enfrentar la lucha, más seguro y más cercano estará el triunfo. Por ejemplo, en este caso, queremos que Galaciuc sea enterrado con nuestro homenaje, parando el trabajo unas horas; seguramente no lo conseguiremos. Somos aproximadamente 200 brazos, pero un regimiento de cañones espera a las afueras de la ciudad. Por supuesto, no vamos a renunciar al combate aunque sean pocas las posibilidades de éxito. Sé que muchos de nosotros caeremos. Moriremos, pero en sacrificio por la causa obrera, por Elizabeta Galaciuc y sus hijos -
Una franja del horizonte se deslizaba sobre las orillas del Danubio. Del color de la sangre, un rojo ardiente que bañaba simbólicamente tanto la tierra como el agua. Pájaros blancos volaban sobre el agua, cayendo con su pecho desde los mástiles sobre la brillante superficie del rio.
En el despacho del capitán, cuatro estibadores del comité sindical negociaban desde hacía unas horas el funeral de Galaciuc. Los trabajadores pedían abandonar el trabajo y poder acompañar al cuerpo del camarada por las calles de la ciudad hasta el cementerio. Pero los autoridades de la ciudad se opusieron rotundamente. No se podía permitir una manifestación obrera, prohibidas por la ley; además, el comandante del puerto no toleraba que se abandonara el trabajo solo para enterrar a un estibador, mientras en el muelle esperaban dos cargueros llenos de piedra.
A las tres, la comitiva mortuoria tenía que empezar su desfile solidario. Las autoridades, no obstante, lo habían prohibido, exigiendo la vuelta al trabajo. Los obreros, a pesar de ello, habían abandonado sus puestos. Todos los esfuerzos de la capitanía para que regresaran a su actividad fracasaron. Las amenazas enérgicas, las enormes multas, los castigos con aumentos de jornada, nada convenció a los huelguistas.
Su decisión era también una protesta contra la forma en la que los funcionarios del puerto trataban a los trabajadores. Galaciuc era ya el sexto que caía desde el puente y moría ahogado. Las peticiones y quejas realizadas tantas veces ante la capitanía no habían obtenido resultado alguno, porque un puente más resistente era caro.
En un chamizo, dentro del ataud de madera podrida alzado sobre unos sacos vacíos, esperaba el cuerpo de Galaciuc. Hinchado de agua, con labios morados, parecía estar gordo y satisfecho.
De vez en cuando, Elizabeta Galaciuc, su mujer, pasaba por la cara del cadáver una hoja de lampazo para espantar a las moscas, mientras lloraba sin parar, como una niña. Habría deseado poder parar, pero no podía.
-Si tampoco hoy le enterramos, ¿cómo haremos para comprar más velas para una nueva vigilia?-
preguntó.
Y entonces se echó a llorar con más fuerza.
-!El sindicato! !Tenemos dinero ahorrado en el sindicato! - se oyó la voz ronca de alguno de los trabajadores apoyados sobre el montón de carbón
-!Ah! El sin-di-ca-to, el sin-di-ca-to - repitió quejándose Elizabeta llorando
Junto a ella estaban Avram y Marcu, los hijos de Galaciuc, ambos tan rubios como esmirriados. Miraban la tripa hinchada de su padre sin poder entender cómo pudo haber tragado tanta comida.
Afuera se escuchaba un creciente alboroto, griterío, maldiciones. Los que estaban sentados sobre los montones dieron un respingo y se dirigieron a la salida. Elisabeta abrazó a los niños asustada e, instintivamente, se giró hacia el muerto como buscando una salida. Gritaba; gritaba sin saber por qué. Sus dos chavales, con los pies descalzos, ambos en los huesos y con la ropa hecha jirones, también chillaban, asustados.
Los obreros entraron en tropel en la chabola, haciendola bandearse. De repente, se hizo el silencio. Los lamentos y llantos de la familia Galaciuc dejaron helados a todos. Rompió el hielo Mihail, acercándose al ataud y descubriéndose:
-Amiga Elizabeta, Entendemos tu desesperación. Sin embargo, tienes que intentar controlarte. La desgracia que ha caído sobre ti puede caer sobre la esposa de cualquier otro obrero. Déjame decir ahora otra mala noticia. Los cuatro camaradas que han ido a hablar con los jefes no han podido conseguir la garantía de que podemos acompañar al féretro de Galaciuc hasta el cementerio. Pero no pasa nada, nosotros igual te vamos a acompañar. Solo te pedimos que tengas confianza en nosotros.
Elizabeta miraba como atontada al gentío que se agolpaba a su alrededor, sintiendo como los dos niños aterrados se apretaban con fuerza contra sus enjutos muslos.
-!Los niños! !Cuidad a los niños! !Son los hijos de Galaciuc! - dijo desesperada, moviendo la cabeza, ahogada en lágrimas.
Seis hombres se adelantaron, alzando el ataud sobre sus hombros. Más de una centena de trabajadores los siguieron formando una columna, detrás de la familia Galaciuc.
Ya había anochedido. La calle que unía la ciudad con el puerto se abría frente a ellos recta como un rayo luminoso marcado por las farolas eléctricas.
La columna avanzaba silenciosa y tranquila; ni siquiera la mujer de Galaciuc lloraba ya. Se sentía cansada, sostenida sobre los brazos de dos obreros.
-!Oid, camaradas!- gritaba de vez en cuando con una voz casi inaudible - !Necesitamos un sacerdote, no quiero sin un sacerdote!.
-Seguro que sí- respondía alguien para tranquilizarla - se nos va a unir en el camino, ten calma.
Sin embargo, nadie había pensado en ello antes. Un cura y, seguramente, uno orondo ¿Qué sentido tendría una panza entre estibadores hambrientos? El puerto enterraba a sus muertos sin clérigo desde hacía dos años. Así, el convoy formado solamente por obreros, la viuda y sus hijos demostraba su dignidad. Solo las mujeres sometidas a la superstición pensaban en un cura, pero no se les hacía caso.
La noche había caído totalmente. Los focos daban una luz débil, gris, que solo matizaba la oscuridad !Qué triste y taciturna parecía la columna de obreros! Acompañaba a un camarada fallecido, pero cada uno iba pensando en la dureza de su propia vida.
Elizabeta Galaciuc llamaba a sus hijos, que apenas se atrevían a responder salvo tirando débilmente de su ropa.
-Tenéis hambre, lo sé !Esperad, que no queda mucho! - les decía, pensando en cómo podía calmar sus ganas.
En el silencio, se espezaron a escuchar pasos rítmicos, producidos por un calzado pesado.
-!Deteneos!- alguien gritó.
Todo el mundo se paró, enmudeció, escuchando tensos. El ruido crecía y se hizo evidente lo que iba a suceder: !el ejército había llegado!
!Paraos! !El ejército, viene el ejército! - gritó de nuevo la misma voz:
Los manifestantes se revolvieron, les entró el pánico. Sin embargo, todos corrieron a proteger el
ataud, creando una barricada de hombres tras la cual, quedaron los Galaciuc. Ahora ya no se avanzaba, sumidos en la espera. La tensión se mascaba en el ambiente, al acecho de la lucha inevitable, aunque lo que se defendía fuera solamente el cuerpo de un estibador ahogado.
Los soldados se iban acercando. Solo unos metros separaban a ambos bandos. En uno, estaban los campesinos, con uniforme militar; en el otro, también campesinos, pero con el mono azul de trabajo. Una voz poderosa sobresalía, la de Mihail:
-!Qué nadie se mueva! !Defended a los niños! !Que no sean golpeados los niños! -animaba con voz poderosa.
Elizabeta y los dos niños rubios fueron llevados a un cobijo más seguro. Junto a ellos, el féretro.
En la calle, el combate había empezado. Los soldados golpeaban con furia, corrían los insultos, se apretaban los dientes... Tras los primeros disparos al aire todo se transformó en un caos. Los trabajadores estaban rodeados por todos lados, pero Mihail continuaba jaleándolos:
-!Que nadie retroceda! Así, !Adelante!
No obstante, todos los esfuerzos eran en vano. Las culatas de los fusiles arreaban con violencia, mientras los obreros no tenían ni siquiera piedras. Muchos se encontraban ya en el suelo, desgañitándose al ser pisoteados por las botas militares. Los soldados empujaban continuamente a los estibadores, cercados, hacia la ciudad, a golpe de bayoneta, entre protestas e injurias.
Finalmente, reinó el silencio en ambos lados, mientras en el borde de la calle segúia esperando el ataud del estibador, vigilado por la viuda y sus hijos.
De la oscuridad aparecieron dos siluetas; las de Mihail y Simeon. Ambos se arrodillaron ante la familia de Galaciuc. Elizabeta sollozba, pero los obreros no.
-Volvamos al puerto, camarada Elizabeta. El ataud no puede quedarse aquí - dijeron mientras se limpiaban con el brazo el sudor y la sangre de su frente.
La mujer no decía nada. Se levantó ausente, tirando de Avram y Marcu, medio dormidos. Los trabajadores alzaron de nuevo la caja sobre sus hombros. La marcha ahora volvía sobre sus pasos, insegura en la oscuridad. Ya nadie lloraba.
Elizabeta Galaciuc caminaba como ida. No se daba cuenta de si sus hijos, que casi tenía que arrastrar, se quejaban o callan. Preguntó algo, pero nadie la contestó. Puede que nadie la escuchar o que su pregunta no tuviera ningún sentido.
El disminuido grupo se detuvo. Mihail vió que Simeon estaba cansado. Dejaron el ataud sobre el suelo para poder descansar.
-En cualquier caso- preguntó Simeon agotado- teníamos que luchar ¿Te entristece lo que ha pasado?
Mihail no respondió, y Simeon no siguió preguntando.
Los dos barcos cargados de piedra hicieron sonar sus sirenas, pero con seguridad tampoco iban a poder zarpar al día siguiente.