Reeducación, esclavismo y muerte marcaron la vida en los campos de internamiento creados por el bando ganador de la guerra. El libro Los campos de concentración de Franco regresa a aquel país de miedo y desolación. Su autor evoca en estas páginas la memoria de aquel horror. Luis Ortiz, uno de los últimos esclavos del franquismo y protagonista de este reportaje, ha muerto este jueves, 7 de marzo, a los 102 años
La imagen de la bandera franquista ondeando al otro lado de la frontera le provocó una profunda inquietud. Nunca hasta entonces la había contemplado tan de cerca. Tras dos años y medio combatiendo en las filas del Ejército republicano, de la dura derrota y de siete meses de exilio en Francia, Luis Ortiz (fallecido este jueves, 7 de marzo, a los 102 años) estaba decidido a retornar a casa aquel 1939. Su madre había sondeado en Bilbao a personas cercanas al nuevo régimen. Todas le aseguraron que, si su hijo regresaba, nadie le molestaría ya que no existía cargo alguno contra él. El informe materno le generó más confianza que las promesas realizadas por las autoridades españolas y francesas. Luis nunca se había acabado de creer el mensaje que repetía la megafonía de los campos de concentración galos de Septfonds y Gurs, en los que había compartido cautiverio con miles de compatriotas: “Volved a vuestro país. Nada tiene que temer en la España de Franco aquel que no tenga las manos manchadas de sangre”.
Ya no era momento de echarse atrás. Luis siguió adelante y cruzó tranquilamente el puente de Hendaya. “Irún estaba plagado de guardias civiles y falangistas. No tardaron ni un minuto en detenerme”. Instantes después ingresaba como prisionero en el cercano campo de concentración habilitado en la fábrica de chocolates Elgorriaga. Allí comenzó un periplo que le llevaría a pasar por otros dos campos de concentración y por un batallón de trabajadores esclavos. Luis Ortiz fue uno más del cerca de millón de españoles víctimas de un sistema que comenzó a organizarse tras la sublevación contra la Segunda República.
Los generales golpistas tardaron 24 horas en abrir el primer campo de concentración oficial del franquismo. El lugar escogido fue una vieja fortaleza del siglo XVII en el corazón del protectorado español en Marruecos. Entre el 18 y el 19 de julio de 1936, decenas de militares que habían permanecido leales al orden constitucional, miembros de organizaciones republicanas, cargos públicos, periodistas y maestros comenzaron a ser confinados en la alcazaba de Zeluán. Todos ellos eran, en cierto modo, afortunados. Solo en la primera noche de la sublevación los golpistas habían fusilado a 189 personas en Ceuta, Melilla y el territorio del protectorado. Un día después Franco oficializó esta práctica represiva. A través de una orden, pidió a sus compañeros de rebelión que organizaran “campos de concentración con los elementos perturbadores” a los que debían emplear “en trabajos públicos, separados de la población”.
Antes de finalizar el mes de julio abrieron sus puertas los campos de El Mogote, a 10 kilómetros de Tetuán, y La Isleta, en Las Palmas de Gran Canaria. En Mallorca, el comandante militar publicó en la prensa una nota oficial: “Firme, humanitaria y severa, la España rescatada, en defensa de sus hijos leales, no podrá tener con los traidores otra actitud que encerrarlos en campos de concentración. No será cruel porque será cristiana, pero tampoco será estúpida porque dejó de creer en el parlamentarismo liberaloide. Sépanlo todos y especialmente los señoritos comunistas de cabaret: hay plazas vacantes en los campos de concentración, y picos, palas y azadones disponibles en sus almacenes”. Siguieron los pasos de Baleares todos y cada uno de los territorios en los que triunfó rápidamente el golpe de Estado: Galicia, Navarra, zonas de Castilla la Vieja y de Andalucía… “Crearemos campos de concentración para vagos y maleantes políticos; para masones y judíos; para los enemigos de la Patria, el Pan y la Justicia”, anunciaba amenazante la Falange de Cádiz en la portada de su periódico Águilas.
Metódicamente, las zonas conquistadas por los ejércitos franquistas fueron sembradas de campos de concentración. Sus inquilinos eran mayoritariamente prisioneros de guerra capturados en el frente. También pasaron por ellos todo tipo de presos políticos: altos cargos de la Administración, militantes de partidos políticos y sindicatos, hasta mujeres cuyo único delito era el ser esposa, madre o hija de un combatiente republicano. Andalucía fue la región que albergó un número mayor de recintos, 51. Le siguieron la Comunidad Valenciana, con 41; Castilla-La Mancha, con 38, y Castilla y León, con 24. Fueron en total 286 los campos de concentración oficiales abiertos entre 1936 y 1939 que hemos podido documentar. Algunos, como la plaza de toros de Valencia o el campo de fútbol del viejo Chamartín en Madrid, aunque reunieron a miles de prisioneros, funcionaron solo durante unos días. La mayoría operaron durante años, como el de Miranda de Ebro (Burgos), el más longevo del franquismo, que cerró sus puertas en 1947.
A diferencia del meticuloso sistema de los nazis, el español fue poco homogéneo. Aunque en julio de 1937 Franco creó la Inspección de Campos de Concentración de Prisioneros (ICCP) para centralizar el control de estos recintos, la improvisación, el caos organizativo y las disputas entre generales provocaron enormes diferencias. Las condiciones de vida variaban en función de la provincia, del comandante militar a cargo de la región o del oficial designado para dirigirlo. Las posibilidades de sobrevivir crecían si el jefe impedía la entrada de falangistas que iban a la caza del hombre y descendían si era un corrupto y desviaba a su bolsillo parte del dinero que debía destinar a la alimentación. A pesar de las diferencias, todos cumplieron una misión principal: seleccionar a los cautivos. El Generalísimo no quería que ni uno solo quedara en libertad sin haber sido investigado y depurado. Lejos de respetar sus derechos como prisioneros de guerra, la España “nacional” no los consideraba miembros de un ejército, sino, tal y como verbalizó la propia ICCP, “una horda de asesinos y forajidos”.
Para dictaminar su supuesto grado de criminalidad, los cautivos fueron sometidos a complejos procesos de clasificación en los que se solicitaban informes a los alcaldes, guardias civiles y sacerdotes de sus localidades de origen. Sufrieron durísimos interrogatorios que en numerosas ocasiones terminaron con la muerte. Luis Ortiz fue testigo de este tipo de prácticas en el campo de concentración de la Universidad de Deusto, en Bilbao: “Como sabía escribir a máquina, me destinaron a las oficinas. Tomaba nota de lo que los presos declaraban. Cuando no les gustaba lo que contestaban, les daban con un palo en los riñones. Una y otra vez. Eran tremendamente duros los interrogatorios”.
Tras reunir toda la información, las comisiones los dividían, básicamente, en tres grupos: los enemigos considerados irrecuperables, que eran sometidos a juicios sumarísimos donde se les condenaba a muerte o a largas penas de prisión en cárceles inmundas; los que, aun siendo contrarios al nuevo régimen, se estimaba que podían ser “reeducados”, y, por último, los considerados “afectos”, que eran incorporados al Ejército franquista o puestos en una libertad que siempre sería condicional, bajo la eterna vigilancia de las autoridades civiles y militares.
Los campos sirvieron también como lugar de exterminio y de “reeducación”: los cautivos perecían de hambre, de frío y de enfermedades provocadas por las deplorables condiciones higiénicas y la ausencia casi total de asistencia sanitaria; centenares de hombres fueron sacados a la fuerza por grupos de falangistas, guardias civiles o comandos paramilitares que, con la complicidad de los mandos castrenses, los asesinaron en cualquier cuneta. Según fue avanzando la guerra, estos “paseos” irían siendo sustituidos o complementados por los asesinatos “legales”: ejecuciones llevadas a cabo tras unos consejos de guerra que apenas duraban una hora y que en muchas ocasiones se celebraban en los propios campos. En el habilitado en el convento de Camposancos, en A Guarda (Pontevedra), los acusados eran juzgados en grupos de hasta 30 personas. Sus abogados eran militares franquistas que solían limitarse a confirmar la gravedad de los cargos.
Franco tenía claro que quienes sobrevivieran a los campos debían salir de ellos “reformados”. Los prisioneros de San Marcos, en León, recibieron un librito en el que se les intentaba adoctrinar sobre religión, política y conceptos morales. En él se les decía: “Aspiramos a que unos salgáis (…) espiritual y patrióticamente cambiados; otros, con estos sentimientos revividos, y todos, viendo que nos hemos ocupado de enseñaros el bien y la verdad”. Ese “bien” y esa “verdad” fueron inculcados a través de un cruel proceso de deshumanización. Los cautivos eran despojados de sus pertenencias, rapados al cero e incorporados a un grupo humano impersonal que se movía a toque de corneta y a golpe de porra. En la mayor parte de los campos se impartían además dos charlas diarias de adoctrinamiento sobre temas con títulos elocuentes: “Errores del marxismo. Criminalidad imperante antes del 18 de julio. Los fines del judaísmo, la masonería y el marxismo. Por qué el Ejército toma la labor de salvar la patria. El concepto de España imperial”.
La Iglesia desempeñó un papel clave en la “reeducación”. La asistencia a misa era obligatoria, y la comunión, conveniente para congraciarse con los guardianes. Los jefes de los campos consideraban el mayor de los éxitos lograr la conversión de los internos. Tal y como redactó el teniente coronel Cagigao, responsable militar del campo de concentración de El Burgo de Osma (Soria), en un informe elevado a Franco: “¡Espectáculo soberbio! ¡Cuadro imponente de una magestad [sic] y grandeza que solo puede verse en la España del Caudillo, el de 3.082 prisioneros de rodillas con las manos cruzadas y discurriendo entre ellos 10 sacerdotes que distribuían la sagrada forma!”.Los campos de concentración también nacieron con el objetivo de aprovechar a los prisioneros como mano de obra esclava. En Baleares, Canarias y el protectorado de Marruecos estos recintos fueron, durante la contienda, centros de trabajos forzados destinados a la construcción de infraestructuras y fortificaciones. En Mallorca, los internos de los campos de Pollensa, San Juan de Campos, Manacor y Sóller construyeron más de 100 kilómetros de carreteras. En la Península la situación fue menos homogénea. Al principio de la guerra, los cautivos eran usados arbitrariamente. Generales, oficiales, alcaldes, falangistas y particulares afectos a los golpistas les empleaban en todo tipo de tareas: excavando trincheras, reconstruyendo puentes, rehabilitando pueblos destruidos. En 1937, con el nacimiento de la ICCP, el trabajo esclavo empezó a sistematizarse. Franco reguló ese año por decreto lo que definió como el “derecho obligación” al trabajo de sus cautivos. Y paso a paso fue surgiendo el sistema de explotación laboral de los prisioneros y presos políticos.
En los llamados batallones de trabajadores llegaron a ser explotados, simultáneamente, entre 90.000 y 100.000 personas en más de un centenar de compañías desplegadas por la geografía nacional. Funcionaron hasta 1940. A partir de ese momento se garantizó la mano de obra esclava obligando a los varones en edad militar que no habían combatido en las filas franquistas a realizar la mal llamada “mili de Franco”. De ellos, quienes eran reconocidos como afectos al Movimiento ingresaban en el Ejército regular. El resto iban a parar a los llamados Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores, que retomaron las labores de los batallones de trabajadores, o fueron destinados a realizar fortificaciones en el Pirineo, el Campo de Gibraltar y las costas españolas de cara a una posible entrada del país en la Segunda Guerra Mundial. Anualmente, entre 1940 y 1942, trabajaron 47.000 hombres en estos batallones. Hasta 1948 siguieron operativas algunas de estas unidades formadas por los republicanos que iban saliendo de prisión tras ser indultados o cumplir íntegramente sus penas.
La perpetuación del modelo de presos esclavos se llevó a cabo a través del Patronato de Redención de Penas por el Trabajo, un organismo controlado por el Ministerio de Justicia y ajeno al sistema de campos de concentración. En sus unidades se integraron presos políticos y comunes que veían reducida su pena y percibían un salario hasta 30 veces inferior al de un obrero libre. El patronato gestionó desde 1938 hasta 1970 media docena de agrupaciones de colonias penitenciarias militarizadas y centenares de destacamentos penales, como los que trabajaron en la construcción de pantanos y de monumentos como el Valle de los Caídos.
Los prisioneros que lograron sobrevivir nunca obtuvieron una libertad total. Durante años tuvieron que presentarse periódicamente en el cuartel de la Guardia Civil y fueron sometidos a un régimen de vigilancia. Al salir de los campos se encontraron con que habían perdido sus trabajos, sus negocios y, en muchos casos, todos sus bienes. La depuración ideológica en el sector público y privado fue sistemática. Luis Ortiz lo sufrió en sus propias carnes: “Me liberaron en 1943. Mi mujer trabajaba en una fábrica de pilas y ganaba una miseria. Vivíamos en un piso de esos que hoy llaman pisos patera. Las empresas necesitaban gente, pero solo contrataban a quienes habían hecho méritos en el Ejército franquista. Antes de empezar a trabajar en una empresa era necesario presentar un impreso de aceptación sellado por el sindicato vertical. Ibas a la sede del sindicato, te miraban los antecedentes, decían que eras desafecto y no te lo sellaban”. Luis solo logró el sello después de sobornar a uno de los jefes del sindicato: “Le tuve que pagar bajo cuerda 5.000 pesetas. ¡5.000 pesetas del año 1943! Movilicé a medio Bilbao para que me prestaran dinero”.
Como buena parte de los hombres y mujeres que pasaron por los campos de concentración franquistas, Luis Ortiz afrontó su nueva vida en semilibertad desde el miedo y el silencio. Durante 34 años trabajó en la empresa Uralita, en la que se jubiló en 1977, el mismo año en el que votó en las primeras elecciones libres que se celebraban en España desde 1936. No fue hasta muchos años después de la muerte del dictador cuando decidió contar su historia. Este jueves 7 de marzo ha fallecido a los 102 años en un hospital de Bilbao. Días antes compartió su testimonio: “Durante mucho tiempo solo se conoció lo que el franquismo quiso contar sobre nosotros. Lo importante ahora es que se sepa la verdad. Yo estuve más de 40 años calladito, pero ahora estoy embalado. ¿Sabes aquel famoso personaje que quería morir con las botas puestas? Pues así quiero morir yo. Así moriré yo”.