Título original: Il cammino della speranza
Director: Pietro Germi
Año: 1950
País: Italia
Duración: 100 min.
Guión: Federico Fellini, Tullio Pinelli (Novela: Nino Di Maria)
Fotografía: Leonida Barboni
Música: Carlo Rustichelli
Reparto: Raf Vallone, Elena Varzi, Saro Urzì, Saro Arcidiacono, Franco Navarra, Mirella Ciotti
Si recuperar cualquier obra del olvidado Pietro Germi (además de la recurrente y, desde mi punto de vista no precisamente entre las más notables, Divorcio a la italiana) deparará sin ninguna duda más de una sorpresa al cinéfilo despistado, rescatar el cuarto largometraje del director genovés puede suponer una auténtica revelación para cualquier espectador contemporáneo por la rabiosa y dramática actualidad de su planteamiento argumental: ciertamente, resulta imposible no relacionar la epopeya de los mineros sicilianos en su éxodo en busca de la tierra prometida (Francia en este caso) de El camino de la esperanza, con la de los miles de inmigrantes que se juegan a diario la vida en su desesperado intento por huir de la guerra y la miseria que asola alguno de los muchos países del llamado tercer mundo en nuestro ignominiosa actualidad. Y el paralelismo es desolador, por cuanto reconocemos en el film de Germi todos y cada uno de los elementos y situaciones de la catástrofe humanitaria que vemos a diario en los noticiarios: familias separadas, traficantes sin escrúpulos, implacables burócratas, sueños truncados, miseria, desolación y muerte…
“No os podéis imaginar cómo se vive allí. Es como otra vida, civilizada”, clama el traficante Ciccio Ingaggiatore (Saro Urzì) ante Saro (Raf Vallone) y el resto de mineros sin trabajo para convencerles de emprender el largo viaje desde su Sicilia natal hasta Francia en busca de trabajo. Antes, en el arranque de la película, Germi nos muestra las últimas horas de la desesperada huelga de los mineros, encerrados en las galerías mientras sus familiares permanecen a la espera de noticias en la superficie (magníficos los planos eisenstenianos de mujeres e hijos, inmóviles, casi como estatuas de sal, aguardando en silencio a la entrada de la mina). Y una vez reclutados (“Os llevaré yo, es mi oficio. Veinte mil por cabeza”), el traficante lanza una advertencia que nos suena de nuevo lastimosamente reconocible: “Desde este momento las decisiones las tomo yo. No preguntaréis nada, ni opinaréis nunca en ningún caso, porque no conocéis el camino, los lugares ni las personas”. Deshumanización del individuo, convertido en miembro de un grupo amorfo, sin identidad, derechos ni voluntad. Nada que nos resulte demasiado lejano, por desgracia.
Pero Germi evita caer en el reduccionismo o la tipificación y (de la mano de sus dos coguionistas, Tullio Pinelli y Federico Fellini) nos ofrece un preciso retrato de buena parte de los personajes que emprenden el éxodo: el viejo contable Carmelo (Saro Arcidiacono); el joven matrimonio formado por Lorenza y Antonio (Mirella Ciotti y Angelo Grasso); Mommio (Renato Terra), con su inseparable guitarra; Rosa y Luca (Liliana Lattanzi y Giuseppe Priolo), una pareja de novios que se casa la misma madrugada antes de emprender el viaje; Barbara (Elena Varzi), una joven proscrita por su familia por mantener relaciones con el inquietante Vanni (Franco Navarra), que se une al grupo cuando el viejo autobús se encuentra ya a las afueras del pueblo; el viudo Saro y sus tres hijos… Todos ellos en busca de un porvenir que adivinan incierto y remoto, tal como vemos en el bellísimo plano de Rosa y Luca asomados a la ventanilla del tren en el que el grupo prosigue su largo viaje hacia el norte, la mirada perdida en el lejano horizonte.
Una vez en Roma, la sucesión de escenas que nos siguen resultando lastimosamente cercanas se repiten: el traficante abandonando a su suerte al grupo de emigrantes, y éstos rápidamente detenidos por las autoridades y confinados en celdas junto a otros ilegales, mientras Lorenza, separada accidentalmente del grupo durante su intento de huida, vaga perdida por la ciudad bajo la amenazante mirada de los transeúntes; los interrogatorios y la orden de regreso a Sicilia; y, de nuevo, la rebelión del que nada tiene que perder, con los emigrantes poniéndose en manos de un camionero para proseguir su viaje hacinados como animales de carga en un viejo remolque. Una cadena de acontecimientos ininterrumpida en la que cada mínimo atisbo de esperanza se ve rápidamente cercenado por un nuevo episodio de fatalidad: obligados nuevamente a proseguir el camino a pie, después de ser descargados por el transportista antes de llegar al destino pactado, los mineros consiguen trabajo como temporeros de manos de un terrateniente que les ofrece hospedaje y comida; durante la noche, los mineros celebran un baile, momento en el que Germi nos ofrece una de las más hermosas secuencias de la película, cuando los recién casados Rosa y Luca se adentran en el bosque para poder por fin consumar su matrimonio al son de los acordes de la guitarra de Mommio, que les regala una sentida interpretación del aria de Casta Diva de Bellini; pero a la mañana siguiente, el grupo es atacado por los campesinos del pueblo en huelga, que acuden a expulsar violentamente a los involuntarios esquiroles.
Y prosigue el calvario, hasta llegar al pie de las ariscas montañas que separan a los emigrantes de su destino. Desde allí, tras el enfrentamiento a muerte entre Saro y Vanni (espléndida la secuencia del duelo con navajas en medio de la nieve en la que el protagonista acabará dando muerte a su rival), los mineros emprenden la última y más peligrosa etapa de su viaje: las cimas nevadas que sólo algunos pocos podrán llegar a cruzar (aquí es en el viejo Carmelo, en quien se personifica a todos aquellos que acaban dejando la vida en el desesperado intento) establecen una vez más un sorprendente y doloroso paralelismo con la tragedia que acontece en las aguas del Mediterráneo en nuestros días, y convierten a El camino de la Esperanza en una desoladora constatación de nuestra incapacidad por aprender de los errores cometidos a lo largo de la historia.
Fuente: Cinema Esencial
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Director: Pietro Germi
Año: 1950
País: Italia
Duración: 100 min.
Guión: Federico Fellini, Tullio Pinelli (Novela: Nino Di Maria)
Fotografía: Leonida Barboni
Música: Carlo Rustichelli
Reparto: Raf Vallone, Elena Varzi, Saro Urzì, Saro Arcidiacono, Franco Navarra, Mirella Ciotti
Si recuperar cualquier obra del olvidado Pietro Germi (además de la recurrente y, desde mi punto de vista no precisamente entre las más notables, Divorcio a la italiana) deparará sin ninguna duda más de una sorpresa al cinéfilo despistado, rescatar el cuarto largometraje del director genovés puede suponer una auténtica revelación para cualquier espectador contemporáneo por la rabiosa y dramática actualidad de su planteamiento argumental: ciertamente, resulta imposible no relacionar la epopeya de los mineros sicilianos en su éxodo en busca de la tierra prometida (Francia en este caso) de El camino de la esperanza, con la de los miles de inmigrantes que se juegan a diario la vida en su desesperado intento por huir de la guerra y la miseria que asola alguno de los muchos países del llamado tercer mundo en nuestro ignominiosa actualidad. Y el paralelismo es desolador, por cuanto reconocemos en el film de Germi todos y cada uno de los elementos y situaciones de la catástrofe humanitaria que vemos a diario en los noticiarios: familias separadas, traficantes sin escrúpulos, implacables burócratas, sueños truncados, miseria, desolación y muerte…
“No os podéis imaginar cómo se vive allí. Es como otra vida, civilizada”, clama el traficante Ciccio Ingaggiatore (Saro Urzì) ante Saro (Raf Vallone) y el resto de mineros sin trabajo para convencerles de emprender el largo viaje desde su Sicilia natal hasta Francia en busca de trabajo. Antes, en el arranque de la película, Germi nos muestra las últimas horas de la desesperada huelga de los mineros, encerrados en las galerías mientras sus familiares permanecen a la espera de noticias en la superficie (magníficos los planos eisenstenianos de mujeres e hijos, inmóviles, casi como estatuas de sal, aguardando en silencio a la entrada de la mina). Y una vez reclutados (“Os llevaré yo, es mi oficio. Veinte mil por cabeza”), el traficante lanza una advertencia que nos suena de nuevo lastimosamente reconocible: “Desde este momento las decisiones las tomo yo. No preguntaréis nada, ni opinaréis nunca en ningún caso, porque no conocéis el camino, los lugares ni las personas”. Deshumanización del individuo, convertido en miembro de un grupo amorfo, sin identidad, derechos ni voluntad. Nada que nos resulte demasiado lejano, por desgracia.
Pero Germi evita caer en el reduccionismo o la tipificación y (de la mano de sus dos coguionistas, Tullio Pinelli y Federico Fellini) nos ofrece un preciso retrato de buena parte de los personajes que emprenden el éxodo: el viejo contable Carmelo (Saro Arcidiacono); el joven matrimonio formado por Lorenza y Antonio (Mirella Ciotti y Angelo Grasso); Mommio (Renato Terra), con su inseparable guitarra; Rosa y Luca (Liliana Lattanzi y Giuseppe Priolo), una pareja de novios que se casa la misma madrugada antes de emprender el viaje; Barbara (Elena Varzi), una joven proscrita por su familia por mantener relaciones con el inquietante Vanni (Franco Navarra), que se une al grupo cuando el viejo autobús se encuentra ya a las afueras del pueblo; el viudo Saro y sus tres hijos… Todos ellos en busca de un porvenir que adivinan incierto y remoto, tal como vemos en el bellísimo plano de Rosa y Luca asomados a la ventanilla del tren en el que el grupo prosigue su largo viaje hacia el norte, la mirada perdida en el lejano horizonte.
Una vez en Roma, la sucesión de escenas que nos siguen resultando lastimosamente cercanas se repiten: el traficante abandonando a su suerte al grupo de emigrantes, y éstos rápidamente detenidos por las autoridades y confinados en celdas junto a otros ilegales, mientras Lorenza, separada accidentalmente del grupo durante su intento de huida, vaga perdida por la ciudad bajo la amenazante mirada de los transeúntes; los interrogatorios y la orden de regreso a Sicilia; y, de nuevo, la rebelión del que nada tiene que perder, con los emigrantes poniéndose en manos de un camionero para proseguir su viaje hacinados como animales de carga en un viejo remolque. Una cadena de acontecimientos ininterrumpida en la que cada mínimo atisbo de esperanza se ve rápidamente cercenado por un nuevo episodio de fatalidad: obligados nuevamente a proseguir el camino a pie, después de ser descargados por el transportista antes de llegar al destino pactado, los mineros consiguen trabajo como temporeros de manos de un terrateniente que les ofrece hospedaje y comida; durante la noche, los mineros celebran un baile, momento en el que Germi nos ofrece una de las más hermosas secuencias de la película, cuando los recién casados Rosa y Luca se adentran en el bosque para poder por fin consumar su matrimonio al son de los acordes de la guitarra de Mommio, que les regala una sentida interpretación del aria de Casta Diva de Bellini; pero a la mañana siguiente, el grupo es atacado por los campesinos del pueblo en huelga, que acuden a expulsar violentamente a los involuntarios esquiroles.
Y prosigue el calvario, hasta llegar al pie de las ariscas montañas que separan a los emigrantes de su destino. Desde allí, tras el enfrentamiento a muerte entre Saro y Vanni (espléndida la secuencia del duelo con navajas en medio de la nieve en la que el protagonista acabará dando muerte a su rival), los mineros emprenden la última y más peligrosa etapa de su viaje: las cimas nevadas que sólo algunos pocos podrán llegar a cruzar (aquí es en el viejo Carmelo, en quien se personifica a todos aquellos que acaban dejando la vida en el desesperado intento) establecen una vez más un sorprendente y doloroso paralelismo con la tragedia que acontece en las aguas del Mediterráneo en nuestros días, y convierten a El camino de la Esperanza en una desoladora constatación de nuestra incapacidad por aprender de los errores cometidos a lo largo de la historia.
Fuente: Cinema Esencial
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