"NO NOS JUSTIFICA CUALQUIER AMOR", POR ALBERT CAMUS
Me decía usted: “La grandeza de mi país no tiene precio. Cuanto contribuya a llevarla a cabo es bueno. Y en un mundo en el que ya nada tiene sentido, quienes, como nosotros, los jóvenes alemanes, tienen la fortuna de encontrarle uno al destino de su nación, deben sacrificárselo todo”. Por aquel entonces contaba usted con mi cariño, pero en eso me distanciaba ya de usted.
“No”, le decía yo, “no puedo creer que haya que supeditarlo todo a la meta perseguida. Hay medios que no se justifican. Y me gustaría poder amar a mi país sin dejar de amar la justicia. No deseo para él cualquier tipo de grandeza, y menos todavía la de la sangre y la mentira. Quiero que la justicia viva con él y le dé vida”. “Pues no ama usted a su país”, me contestó usted.
Hace de eso cinco años, estamos separados desde entonces y puedo decir que no ha pasado un solo día en estos largos años (¡tan breves y fulgurantes para usted!) en que no me haya venido esta frase a la mente. “¡No ama usted a su país!”. Cuando pienso hoy en esas palabras, se me hace un nudo en la garganta. No, no lo amaba, si no amar es denunciar lo que no es justo en lo que amamos, si no amar es exigir que el ser amado y la más hermosa imagen que de él nos forjamos coincidan.
Hace de eso cinco años y muchos hombres pensaban como yo en Francia. Algunos de ellos, sin embargo, se han encontrado ya ante los doce ojillos negros del destino alemán. Y esos hombres, que según usted no amaban a su país, han hecho más por él de lo que nunca hará usted por el suyo, aunque le fuera posible dar cien veces la vida por él. Porque antes han tenido que vencerse a sí mismos y en eso estriba su heroísmo. Pero hablo aquí de dos tipos de grandeza y de una contradicción sobre la cual le debo una explicación.
Nos veremos pronto si es posible. Pero para entonces, se habrá roto nuestra amistad. Estará usted acaparado por su derrota y no se avergonzará de su antigua victoria, antes bien, la añorará con todas sus aniquiladas fuerzas. Hoy, todavía estoy cerca de usted en el espíritu. Soy su enemigo, cierto, pero sigo siendo un poco su amigo puesto que le hago partícipe de lo que pienso. Mañana todo habrá acabado. Lo que su victoria no haya podido mermar, lo consumará su derrota. Pero, al menos, antes de que nos enfrentemos a la indiferencia, quiero aclararle lo que ni la paz ni la guerra le han enseñado a conocer sobre el destino de mi país.
Quiero explicarle primero qué clase de grandeza nos mueve. O sea, cuál es el valor que aplaudimos, que no es el suyo. Porque poca cosa es saber correr al combate cuando lleva uno toda la vida ejercitándose para ello y la carrera le es más consustancial que el pensamiento. Es mucho, por el contrario, avanzar hacia la tortura y la muerte cuando se sabe a ciencia cierta que el odio y la violencia son cosas vanas en sí.
Es mucho combatir despreciando la guerra, aceptar el perderlo todo conservando el amor a la felicidad, correr a la destrucción con la idea de una civilización superior. En eso hacemos mucho más que ustedes porque tenemos que superarnos. Ustedes no tienen nada que vencer ni en su corazón ni en su inteligencia. Nosotros teníamos dos enemigos, y triunfar por las armas no nos bastaba, como a ustedes, que no tenían nada que dominar.
Nosotros teníamos mucho que dominar y, tal vez, para empezar, esa perpetua tentación que experimentamos de parecernos a ustedes. Porque siempre hay algo en nosotros que se deja llevar por el instinto, el desprecio a la inteligencia, el culto a la eficacia. Nuestras grandes virtudes terminan por hastiarnos. Nos avergüenza la inteligencia y a veces imaginamos alguna venturosa barbarie en la que la verdad surgiera sin esfuerzo. Pero, en lo que a eso atañe, la curación es fácil: ahí están ustedes para mostrarnos lo que ocurre con la imaginación, y nos enmendamos. Si creyera en algún fatalismo de la historia, pensaría que están ustedes junto a nosotros, ilotas de la inteligencia, para corregirnos. Renacemos entonces al espíritu, nos acomodamos a él.
Pero nos faltaba todavía vencer esa sospecha que nos infundía el heroísmo. Ya sé que nos consideran ustedes ajenos al heroísmo. Pero se equivocan. Sencillamente lo profesamos a la par que nos inspira recelo. Lo profesamos porque diez siglos de historia nos han transmitido la ciencia de cuanto es noble. Recelamos de él porque diez siglos de inteligencia nos han enseñado el arte y las virtudes de la naturalidad.
Para presentarnos ante ustedes hemos tenido que salvar un abismo. Y de ahí nuestro retraso respecto a toda Europa, que se precipitaba en la mentira en cuanto era menester, mientras nosotros nos dedicábamos a buscar la verdad. Por eso hemos empezado por la derrota, mientras ustedes se nos arrojaban encima, preocupados por definir en nuestros corazones si nos asistía la razón.
Hemos tenido que vencer nuestro amor al hombre, la imagen que nos forjábamos de un destino pacífico, esa honda convicción de que ninguna victoria compensa, en tanto que toda mutilación del hombre es irreversible. Nos hemos visto obligados a renunciar a un tiempo a nuestra ciencia y a nuestra esperanza, a las razones que teníamos de amar y al odio que nos inspiraba toda guerra. Por decírselo con una frase que supongo comprenderá, viniendo de mí, cuya mano le gustaba estrechar, hemos tenido que acallar nuestra pasión por la amistad.
Ahora ya está. Nos ha sido preciso un largo rodeo, llevamos mucho retraso. Es el rodeo que el afán de verdad hace dar a la inteligencia, el afán de amistad sincera. Es el rodeo que ha salvaguardado la justicia, que ha puesto la verdad de parte de los que se interrogaban. Y, sin duda, lo hemos pagado muy caro. Lo hemos pagado en humillaciones y silencios, en amarguras, en cárceles, en madrugadas de ejecuciones, en abandonos, en separaciones, en hambres diarias, en niños consumidos, y más que nada, en penitencias forzosas. Pero era lo que correspondía.
Hemos necesitado todo ese tiempo para saber si teníamos derecho a matar hombres, si nos estaba permitido contribuir a la atroz miseria de este mundo. Y ese tiempo perdido y recobrado, esa derrota aceptada y superada, esos escrúpulos pagados con sangre, son los que nos autorizan, a nosotros los franceses, a pensar hoy que habíamos entrado en esta guerra con las manos puras -con la pureza de las víctimas y de los convencidos- y que saldremos de ella con las manos puras, con la pureza, en este caso, de una gran victoria ganada contra la injusticia y contra nosotros mismos.
Porque venceremos, eso a usted le consta. Pero venceremos gracias a esa misma derrota, a ese largo tránsito que nos ha permitido dar con nuestras razones, a ese sufrimiento cuya injusticia hemos padecido y cuya lección hemos extraído. De él hemos aprendido el secreto de toda victoria y, si no lo perdemos algún día, conoceremos la victoria definitiva.
Hemos aprendido que, en contra de lo que a veces pensábamos, el espíritu nada puede contra la espada, pero que el espíritu unido a la espada vencerá eternamente a ésta utilizada por sí sola. Por eso la hemos aceptado ahora, tras cerciorarnos de que el espíritu estaba con nosotros. Para ello, nos hemos visto obligados a ver morir, a presenciar el paseo matinal de un obrero francés caminando hacia la guillotina por los pasillos de una cárcel y exhortando a sus compañeros, de puerta en puerta, a mostrar su valor.
Nos hemos visto obligados, en fin, para hacer nuestro el espíritu, a padecer la tortura de nuestra carne. Sólo se posee del todo lo que se ha pagado. Hemos pagado muy caro y seguiremos pagando. Pero tenemos nuestras certezas, nuestras razones, nuestra justicia: la derrota de ustedes es inevitable.
Jamás he creído en el poder de la verdad por sí misma. Pero ya es mucho que, a igual energía, la verdad triunfe sobre la mentira. Ese difícil equilibrio es lo que hemos logrado, y hoy les combatimos amparados en ese matiz. Me atrevería a decir que luchamos precisamente por matices, pero por unos matices que tienen la importancia del propio hombre. Luchamos por ese matiz que separa el sacrificio de la mística; la energía, de la violencia; la fuerza, de la crueldad; por ese matiz aún más leve que separa lo falso de lo verdadero y al hombre que esperamos, de los cobardes dioses que ustedes soñarán.
Eso es lo que quería decirle, pero sin situarme al margen del conflicto, entrando de lleno en él. Eso es lo que quería contestar a ese “no ama usted a su país” que continúa obsesionándome. Pero quiero hablarle muy claro. Creo que Francia ha perdido su poder y su reino por mucho tiempo y que durante mucho tiempo necesitará una paciencia deseperada, una tenaz rebeldía para recobrar la parcela de prestigio que requiere toda cultura. Pero creo que todo eso lo ha perdido por razones puras. Y por eso no renuncio a la esperanza. Ese es todo el sentido de mi carta. El hombre a quien compadecía usted, cinco años atrás, por mostrarse tan reticente respecto a su país, es el mismo que quiere decirle hoy, a usted y a todos nuestros coetáneos de Europa y del mundo:
“Pertenezco a una nación que desde hace cuatro años ha comenzado un nuevo recorrido de toda su historia y, entre los escombros, se dispone serena, segura, a rehacer otra, a tentar la suerte en un juego para el que parte sin triunfo alguno. Ese país merece que lo ame con el difícil y exigente amor que es el mío. Y creo que ahora merece también que se luche por él, ya que es digno de un amor superior. Y afirmo que, por el contrario, la nación de usted no ha recibido de sus hijos sino el amor que merecía, que era ciego. No nos justifica cualquier amor. Eso es lo que les pierde a ustedes. Y si ya estaban vencidos en sus mayores victorias, ¿qué no será con la derrota que se avecina?”.
ALBERT CAMUS, julio de 1943. Cartas a un amigo alemán, primera carta. Tusquets Editores, 1995. (Publicado en FD, por primera vez, el 29 de noviembre de 2006, a las 20:22). Filosofía Digital, 2007
Fuente: Punto Crítico