Caballero Bonald, en el acto de homenaje que le dedicó el PCE en 2010
Por Juan José Téllez
José Manuel Caballero Bonald (Jerez, 1926), abrió esta mañana su casa de Madrid a los medios de comunicación pero fueron tantos que, a media tarde, ya estaba "como dice el chiste, con cuarenta en la cama", aseguraba su esposa, Pepa Ramis, que aún mantiene una sonrisa perpetua de escuela de sirenas, más acentuada ayer si cabe con la concesión de un galardón que se esperaba hace dos años, pero no pudo ser entonces: "Me extraña que se me haya concedido con un gobierno del Partido Popular, ya que no puedo considerarme afín a sus creencias", vino a decir a los reporteros que recogieron sus primeras declaraciones, en las que no dejaba de mostrar su desolación por el hecho de que dos buenos amigos suyos, Juan Goytisolo y Martín de Riquer, se hubieran quedado esta vez a las puertas de ese mismo galardón.
Reconocido con el premio Reina Sofía de Poesía, con el Nacional de las Letras o nombrado hijo predilecto de Andalucía, José Manuel Caballero Bonald es uno de los últimos de Filipinas de aquella formidable Generación del 50, de la que también formó parte su buen amigo Angel González, fallecido no hace muchos años atrás. A pesar de sucesivos intentos, nunca se le abrieron las puertas de la Real Academia Española, quizá porque los herederos sentimentales de Camilo José de Cela no quisieron que así fuese, a pesar de que él ejerció como secretario de la revista Son Armadans que promoviese el autor de La colmena.
Estudiante de Náutica y de Letras, emigró a Colombia, donde sufrió su primer naufragio en el río Magdalena: "El segundo ocurrió en el Guadalquivir, en la barra de Sanlúcar. Y espero el tercero, porque dicen que quien sobrevive a tres naufragios, ya es inmortal". Su aventura americana le marcó. A su regreso del otro lado del Atlántico, el joven poeta se haría narrador con Dos días de septiembre. Desde entonces, como autor de versos y como novelista luchó por reinventar el barroco y trazar un imaginario de Andalucía, muy ligado a Doñana, el paraje que él ha rebautizado como La Argónida, y en donde beben sus versos o la prosa poderosa de Agata, ojo de gato. A lo largo de su vida, ejerció diversos oficios, como productor discográfico o como flamencólogo -ningún aficionado olvida títulos como Luces y sombras del flamenco- e incluso llegó a peregrinar por los domicilios particulares de numerosos artistas que sin su gramófono probablemente hubieran quedado inéditos:, le dijo legendariamente Tía Anica La Piriñaca cuando le puso un micrófono por delante.
A partir de Tiempo de guerras perdidas, también reinventó las memorias, hasta el punto de no separarlas de la ficción, mientras sus recuerdos personales irrumpen en tramas novelescas como En la casa del padre o en su último libro de poemas, Entreguerras, que él subtituló como De la naturaleza de las cosas, en memoria de Lucrecio y que él presenta como su última voluntad lírica.
Y es que no se trata, como él ironiza, de memorias concebidas como "lentas gotas fúnebres" sino como testigos de un hombre de su tiempo que es a la vez un hombre de todos los tiempos. Sus años atravesaron buena parte del siglo XX y aún siguen transitando --ojalá que por mucho-- el alba de esta centuria voraz que ha desatado al monstruo feroz del capitalismo salvaje para devorar la civilización que urdimos durante largas décadas y quebrantos. Si sus penúltimas entregas poéticas --entre ellas, Manual de infractores-- adquirieron la grandeza heroica del grito para denunciar tales disparates, ahora sosiega su ira y su mirada para reconciliarse consigo mismo; con todo el ímpetu y el coraje pleno de quien sabe que, en el fondo, la costumbre de escribir supone escurrirle el bulto al tiempo y regresar al lugar del crimen más hermoso, el de la vida y el de la memoria.
A través de casi tres mil versículos dispuestos en un prefacio y catorce capítulos, explora la huella de sus emociones vitales, como una lenta evocación del origen que nos devolviera de nuevo en brazos de la madre tierra: "Tengo miedo ahora mismo madre miedo de llegar de no poder llegar / tengo miedo de lo acumulativo y lo disperso de no callar de estar callado / de la memoria de la desmemoria de lo inminente de lo alejadizo / de regresar ya anciano hasta tu vientre madre / de perderme en las equidistancias de todos los pretéritos / y oír allí definitivamente la voz universal que alienta en lo más íntimo / la común propiedad en que confluye la voz de cada uno madre".
Se trata de un libro existencial de un hombre comprometido, que quizá brinda así un retrato robot de su poética: "De todo lo demás no queda nada / apenas el guarismo desigual irrestricto de unas privadas entreguerras / el monocorde olvido el tiempo el tiempo el tiempo / mientras musito escribo una vez más la gran pregunta incontestable / ¿eso que se adivina más allá del último confín es aún la vida?"
En su vida y en su obra, cada vez más, Caballero Bonald sigue desenmascarándose como insumiso, como infractor, como rebelde. Quizá a muchos les gustaría verle como un abuelo que tomara zarzaparrilla en el duermevela de una hamaca cuando por el contrario suele rebelársenos como un muchacho indignado antes, durante y después del 15-M: "Si yo no tuviera la edad que tengo, estaría acampando con ellos", confesaba cuando hacía suya buena parte de sus reivindicaciones.
Caballero Bonald publicó Entreguerras este mismo año, pero había escrito sus largos versos entre abril de 2010 y octubre de 2011 en una etapa especialmente crítica de la historia mundial. De ahí como el resto de su poesía última, el lector aprecia que no desliza tan sólo sucedidos, acontecimientos públicos o privados que le marcaron y que se nos antojan a veces como misteriosos fantasmas que cruzan por sus páginas.
Por esta obra, transcurren paisajes diferentes, comenzando por un largo viaje iniciático desde el sur a aquel Madrid de la posguerra cargado de fanáticos, camarillas castrenses y cohortes eclesiásticas -"vamos, algo así como hoy", bromea--, o el retorno al paraíso, no se sabe muy bien si perdido o redescubierto, de la legendaria Argónida en lo que el mundo llama Doñana. Más allá de las apariencias ocasionales, aquí no prima tanto esa geografía desmantelada por los años que él evoca sino los paisajes interiores y, por supuesto, sus lecturas, ya sean clásicas --Virgilio, Góngora, Mallarmé o Juan Ramón-- como contemporáneas --Gonzalo Rojas o José Angel Valente--. No faltan sombras amigas como las de Angel González o Juan García Hortelano que laten a su vez por entre las costuras de este palabrario.
Ya ocurría algo parecido en su anterior libro de poemas, La noche no tiene paredes, en donde latía la decepción de un presente acomodaticio frente a un pasado intenso y cargado de utopías razonables. En sus arrugas de hoy, asoman los rasgos del joven jerezano de buena familia pero a la vez rebelde, los del estudiante afín a Dionisio Ridruejo pero que luego se convertiría en compañero de viaje de la izquierda antifranquista como le reconoció el Partido Comunista de España cuatro años atrás o como le han reivindicado a su vez los socialistas. En esas últimas obras, recrea la vieja tradición del ubi sunt, la de la rueda del tiempo. Qué se hizo de aquellos días de vino y rosas y, sobre todo, qué se hizo de aquella nocturnidad y alevosía donde todos los gatos eran pardos pero la libertad andaba a tientas: "La edad me ha ido dejando/ sin venenos, malgasté en mala hora/ esa fortuna,/ ¿qué más puedo perder? /Llega el tiempo ruin de los antídotos./ Materia devaluada, la aventura/ disiente de ella misma y se aminora", reflexiona como una salmodia que le ayude a reclamar su íntimo romancero de ausencias. Y es que ya no están los que estuvieron en aquellas horas de la juventud cuando la noche no era eterna sino todo lo contrario, efímera, las tinieblas propicias a la incertidumbre y al desorden de los felices aunque fueran documentados. Ya no hay desorden y las incertidumbres sólo son financieras; ni están sus fraternales Angel González, García Hortelano, Juan Benet o Claudio Rodríguez, una de cuyas citas abre este poemario.
"Vivir es ir dejando atrás la vida", sentencia Caballero Bonald, que en cierta medida comprueba como el paso del tiempo le hace recobrar emociones de la infancia: "Cada vez me visitan más preguntas", escribe en una de las páginas de La noche no tiene paredes, ciento tres poemas con aire de elegía personal o de testamento literario. Literario, si, dejémoslo en literario: "El que no duda es imbécil", protestó en una entrevista reciente. Y, en gran medida, ese es el lema sustancial de su obra. No de esta, sino de toda su producción literaria y que aquí incorpora a sus propias palabras una cita clásica: lo prometido es duda. Así, escribe: "Cada vez me visitan más preguntas./ Tengo la casa llena de preguntas que irremisiblemente invaden las antesalas de la perplejidad,/ los poco transitados intersticios de la desgana,/ extienden alrededor de las habitaciones como una densa red que intercepta todas las salidas,/ me impiden circular por donde más hubiese yo querido ir desentendiéndome/ de aquellos que no lloran porque tienen de plomo la calavera" (Incontestación).
En ningún caso, esta vez se trata de un autor complaciente. El suyo es el llanto por la sensación de perdida y en dicho lote se incluye las grandes utopías del siglo XX, las de su generación, esa traición de los viejos compromisos que él denunciara ya en anteriores entregas de su obra lírica, como su anterior título Manuel de infractores, publicado cinco años atrás. Caballero Bonald que en sus compilaciones de recuerdos convirtió a la memoria en relato, convierte ahora la poesía en memoria. Si careciera de ella, ha llegado a afirmar, ya no podría escribir. Y si olvidara el lenguaje, perdería su identidad. Él es lo que escribe y lo que escribe es él.
A él --así lo ha declarado-- le gustaría que las palabras significaran más de lo que el diccionario quiere que signifiquen. Porque, en realidad, el diccionario y la Real Academia de la Lengua que lo rechazó alevosamente en dos ocasiones por inquinas internas, no hacen sino intentar domeñar a un potro salvaje, el del idioma, que no tiene más amo que aquel que lo habla, como nos desenmascaró tampoco hace mucho el malogrado Agustín García Calvo.
Pero no conviene olvidar que Caballero Bonald, con justicia, se tiene por un superviviente, de ahí que enarbole "esa insistencia/ soberana/ en la celebración de estar vivo". Y, desde esa condición, esta vez celebra abiertamente la vida, conjuga cada instante, aprovecha cada gramo de aire como si fuera el último y espeta al rostro de las buenas costumbres otro confieso que he vivido, o que he bebido, o que he sufrido y gozado, y luchado, y sentido, y presentido: "La única estrategia que puede más que el tiempo/ es conseguir perderlo impunemente", ironiza. Pero, mejor aún, confiesa que sigue vivo y coleando, con su botella de náufrago en forma de poemas, a la búsqueda de la libertad perdida, a medio camino entre el individuo y la sociedad a la que pertenece, a mitad de trecho entre la lírica y la épica, en una encrucijada personal que nos aproxima a un cierto misticismo que bebe de diversas religiones, desde Juan de la Cruz a Ibn Arabí, desde la perspectiva de un tipo descreído de todos los dogmas y de todos los héroes. Caballero Bonald le dedicó a Miguel de Cervantes un hermoso ensayo sobre Sevilla y ahora Cervantes le dedica un premio que quizá le llegue con demasiado retraso sobre el turno previsto.
Fuente: Público