La infraestructura, abierta al público en la ciudad andaluza, fue capaz de albergar a 40.000 personas durante los bombardeos de la Guerra Civil.
Miles de turistas atestan estos días las terrazas de los cafés y restaurantes de la céntrica Plaza Manuel Pérez García de Almería. Pocos saben que tienen delante la entrada principal del refugio subterráneo abierto al público más grande de toda Europa. Aviones nazis, italianos y del bando sublevado bombardearon la capital almeriense en al menos 52 ocasiones durante la guerra civil. De ahí que muchos historiadores se refieran a la ciudad como la Gernika del sur, aunque en aquellos ataques también participaron buques de guerra, con igual o mayor capacidad destructiva.
Al inicio de la contienda, las autoridades republicanas no previeron la magnitud del problema. Prueba de ello es que tardaron semanas en apagar las luces durante la noche para que no sirvieran de guía a la aviación fascista que llegaba a Almería bordeando la costa republicana. Al tercer bombardeo, cuando ya habían transcurrido seis meses de aquella guerra fraticida, los almerienses se unieron como nunca antes lo habían hecho para construir un laberinto subterráneo de galerías y túneles de 4,5 kilómetros de distancia.
Las obras comenzaron en enero de 1937. Hombres y mujeres sacrificaron sus domingos y festivos para agujerear el subsuelo almeriense, a nueve metros de profundidad, con el objetivo de ponerse a salvo cuando los obuses llovían del cielo. También se emplearon peones –cobraban en torno a diez pesetas por día de trabajo– y funcionarios. La infraestructura no estaba terminada cuando el 31 de mayo del 37 un escuadrón aéreo alemán devastó la ciudad: murieron más de 40 personas, hubo al menos 150 heridas y 200 edificios de Almería capital quedaron dañados o en ruinas. Tras ese ataque y con la escasez apremiando, los almerienses aceleraron las obras, de cuya planificación se encargó el arquitecto Guillermo Langle.
Aquel esfuerzo conjunto creó un espacio capaz de albergar a 40.000 personas. “Había 101 bocas de acceso distribuidas por la ciudad, 67 en las inmediaciones del Paseo de Almería”, cuenta Antonio Jesús Artero, el joven guía que acompaña a los visitantes y narra con pasión la historia de estos refugios. “Desde cualquier punto de la ciudad, en menos de cuatro minutos, los ciudadanos podían estar abajo”. Ese era el tiempo que transcurría desde que sonaban las sirenas hasta que caían las primeras bombas.
Las entradas estaban reforzadas para amortiguar el efecto de las ondas expansivas. Un ingenioso sistema de galerías de ventilación permitía mantener el nivel de oxígeno en sus estrechos pasillos de piedra maciza (1,30 metros de anchura), aunque no lo suficiente como para mantener las velas encendidas o permitir que se fumase. Un quirófano, un almacén de víveres, cocina despensa, kilómetros de túneles con bancos corridos… El refugio de Almería es una obra maestra de la ingeniería y la arquitectura, erigida en la escasez de la guerra y contrarreloj, aunque también hubo fallos notables.
La arquitectura del miedo
Ahora el suelo del recorrido abierto al público es de cemento, pero en su día era de tierra –sigue siendo así en las zonas vetadas a los visitantes– porque olvidaron hacer servicios y esa era la única forma de permitir que la gente pudiera orinar durante los bombardeos, que podían alargarse varias horas. De este y otros detalles da cuenta el archivero e historiador Eusebio Rodríguez Padilla, que acaba de publicar Los refugios de Almería: la arquitectura del miedo. Costaron 4,5 millones de pesetas de la época, de los que el gobierno republicano aportó dos a través de la Comisión Mixta de Refugios. Las investigaciones de Eusebio Rodríguez elevan a tres millones de pesetas la contribución realizada por los ciudadanos de Almería.
Isabel García solo tenía nueve años cuando su madre la llevó del campo a Almería después de que fuera arrestado su padre, que era guardia civil. Cuenta que la gente llegaba como podía, en albornoz o liada en una manta: “Era como meterse en una mina”. Isabel asegura que, a pesar del miedo y la tensión, la gente mantuvo la dignidad y en los estrechos accesos siempre gritaban “¡cuidado con los niños!” para evitar estampidas. Conserva dos recuerdos especialmente nítidos: el del sonido de “el toque de tranquilidad” –la sirena que anunciaba el fin del ataque aéreo– y el del gran bombardeo de la noche de Reyes, que precedió a la toma de Málaga y que fue el detonante para que miles de malagueños partieran hacia Almería por denominada “la carretera de la muerte”.
Un techo para ‘la desbandá’
Rodríguez Padilla afirma que hasta hace poco la historia del refugio quedaba relegada exclusivamente al plano oral, marginada por el Estado desde que Franco ganó la contienda y olvidada en los archivos militares. La historia de esta impresionante maraña de túneles está plagada de anécdotas, como el uso de iglesias y hasta de la Catedral de la Encarnación para ubicar entradas que se salvarían de las bombas, dada la cercanía de la Iglesia con los golpistas. Sin embargo hay un suceso que destaca entre todos. La historia del refugio almeriense confluye con uno de los episodios más siniestros de la guerra: la llegada de los refugiados en la popularmente conocida como la Desbandá.
El 7 febrero de 1937 comenzó la huida a pie de más de 300.000 personas desde la provincia de Málaga hacia Almería, por entonces aún bajo control republicano. Trataban de escapar del avance de las tropas franquistas, pero en el camino (lo que ahora es la carretera nacional N-340) la columna de civiles desarmados fue atacada por el triple bando fascista, por mar, tierra y aire. Entre 4.500 y 6.500 hombres y mujeres ajenas a la guerra murieron en aquella masacre. “Al principio estaba abierto porque llegó mucha gente de Málaga que no tenía dónde vivir, pero sucedió que cuando había un bombardeo estaba tan lleno que no podía entrar más gente”, explica.
Las autoridades republicanas decidieron entonces crear la Delegación de Evacuación, que construyó una nueva galería en el subsuelo y añadió un quirófano para atender a la gente llegada desde Málaga. Meses después se cobijó a algunos en la Escuela de Bellas Artes y se pusieron cancelas en las entradas del refugio subterráneo, pero hubo problemas: durante los bombardeos nocturnos no aparecían las llaves. Sustituyeron las verjas por guardas, pero tampoco se les localizaba con facilidad cuando volvían a llover las bombas.
El libro de Eusebio Rodríguez cita un acta municipal del 15 de septiembre de 1937 que da cuenta de un fenómeno que pasó desapercibido: buena parte de los supervivientes llegados de Málaga que se cobijaron en las oscuras grutas del refugio de Almería se entregaron a “juegos y bailes”, un desahogo con aires de proeza en aquel mar de lamentos y angustia.
El refugio de Almería es ahora un museo interactivo abierto al público desde 2007 (se pueden reservar visitas a través de internet o por teléfono). Muchos supervivientes siguen recordando sus idas y venidas constantes a aquel laberinto subterráneo, aunque no todos se sienten fuertes para volver a visitarlos. Incluso hay familias que encuentran por sorpresa el nombre de sus padres y abuelos tallados en la piedra. La represión durante la dictadura logró enterrar el recuerdo vivo de ese pasado reciente, pero ni el miedo ni el tiempo pudieron con sus grutas de piedra maciza.
Fuente: La Marea